Bajobarriando

Bajobarriando
Por:
  • larazon

Alicia Alarcón

“¡México no tiene presidente!”, gritaban. Un rato después formaron una comisión para entrar a Los Pinos y comenzar el diálogo. Esta maldita costumbre de ser incongruente. En este hoyo negro en el que se ha convertido la ciudad, todo parece barrio bajo. Las pintas, los baches, los postes de luz recargados de cables, puestos de mercancía pirata en cada esquina. Pocos policías realizando sus funciones. Pasillos de puestos en las banquetas, sin poderlas usar para lo que fueron hechas. Las luminarias fundidas. Los teléfonos de las delegaciones saturados o descompuestos. La cochinada, el olor a basura, los giros negros por todos lados. Las manifestaciones descontroladas.

Tenemos ausencia de gobierno local desde la cabeza hasta los pies. La tomadera generalizada en la calle: del Senado, de la Rectoría, de las vías primarias, de las zonas federales. Sin prisa, a partir de las 11 de la mañana, porque chamba que no da para empezar a manifestarse a esa hora no es chamba. Y sólo “trabajan” de 11 a 4, previa torta o pambazo proveídos por el inversionista de la causa, junto con la respectiva gratificación del día. Por eso, nunca temprano, jamás hasta más tarde y menos sin comer. ¿Para qué preparar clases, enseñar, revisar exámenes, mejorar pupitres, pizarrones y capacitarse? Todo eso implica esfuerzo, dedicación y compromiso con la educación, con los niños y sobre todo con uno mismo, significa un esfuerzo extra.

No hay vocación pero sí mucha vacación. Lo relevante es mantenerse como siempre con una plaza asegurada y siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, sin compromisos con la sociedad, sólo para sí mismos y su causa inexistente. ¿Quién lo paga? ¿Quién lo reconoce? Ahora que necesitamos salir del rezago, nuestra maquinaria educativa (con todas sus pequeñas partes cargadas de gritos y pancartas) nuevamente se convierte en reaccionaria. Tomamos la ciudad y la dejamos apartada para la lucha desde el Zócalo hasta Ermita. Si pretextos sobran, lo que falta es voluntad. Qué maldita costumbre de acostumbrarse, de resignarse, de no intentarlo. Que maldita la costumbre de vivir así. Sin la esperanza, ya que queda al último. Sin la dignidad primaria. Que maldita costumbre de las malditas ganas de disfrazar las malas causas como buenas. Que maldita costumbre de creerse todo. Sin educación no hay progreso, pero sí hay gritos. Preferimos la pobreza, la ignorancia, seguir viviendo en el graffiti del barrio bajo. No hay mejoras salariales, no hay incentivos para formar una carrera magisterial, no hay generación de progreso, vivir en el retraso, la violencia y la patada de ahogado. Ahí, donde nos gusta, nos sentimos orgullosos de nuestra apatía disfrazada de tolerancia. ¿Diálogo? Sí. ¿Presupuesto? Sí. ¿Conciliación de intereses? Sí. ¿Joder al prójimo? Sí.

¿Pero a quién le importa? El que no demuestra autoridad, rara vez obtendrá respeto. No me hagas pagarte el predial ni el agua, porque mis impuestos se van en proteger criminales, los que lo parecen y los que no lo parecen. ¿Enseñar mejor? No es necesario, enseña a tus alumnos a gritar, a romper, a violentar y les asegurarás (y a ti mismo y a la causa) con tu doctrina una chambita mediocre para siempre. Los intereses de grupo están por encima del reclamo ciudadano, de generaciones enteras que han exigido mejorar la educación. Y todo esto sucede en la ciudad de la esperanza recién tornada en ciudad de la desesperación. El ser humano quiere sobresalir, vivir mejor, con seguridad. Una camisa limpia, una buena comida y unos cuantos pesos en la bolsa decía el clásico. De verdad que cada vez nos la ponen más difícil. Para aprender a vivir en este nuevo barrio bajo, pareciera que hay que ensuciarse las manos. Y me niego. Mejor, para cambiar la costumbre, lávenselas ustedes, reyes del graffiti citadino.

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