Érase una vez

Érase una vez
Por:
  • larazon

Alicia Alarcón

En un reino, un príncipe le cuidaba el trono a su hermano mayor que había ido a viajar por el mundo. El príncipe, bastante veleidoso y soberbio, se la pasaba de fiesta en fiesta y vivía en un palacio con jacuzzi, salón de cine, albercas y canchas de tenis. Cuentan las malas lenguas que también había salón de bolos, discoteca con amplia barra surtida y libre. La bronca es que para poder mantener este nivel de bacanal que llevaba, el príncipe y su corte de ministros (que incluía a un sheriff que se sentía el más guapo e inteligente de todos), decidieron subirle los impuestos al pueblo, pero eso sí, ofrecían funciones de circo cada semana para entretenerlos.

Sin embargo, había muchas cosas que ocurrían que desde la corte no se veían. Por un lado, la gente era muy pobre, no tenía muchas opciones para salir adelante y poder sobrevivir. Vivían de sus cosechas, de las monedas que aventaban el príncipe y sus lacayos como limosna. A veces los tiempos eran algo mejores cuando llovía y de repente llegaban muy malas épocas con huracanes y sequías, se hizo popular el dicho de guardar para los tiempos de las vacas flacas, pero los más viejos de las aldeas decían que lo mejor era esperar a que terminara el sexenio (o a que regresará el Rey, lo que sucediera primero).

Estaban también los que pensaban que el príncipe y sus ministros estaban en lo cierto. Que seguir aventando monedas a los pobres y seguirle cobrando a los “ricos” era una forma de equilibrar la situación gravísima del reino. La verdad, los ricos muy ricos ya vivían en el Palacio. Los que estaban en medio de los de arriba y los de abajo, aceptaban a fuerzas los impuestos del príncipe no sin antes pegar de gritos porque nada más les cobraban a ellos. Y para pagar las pelucas de los lacayos, sin ni siquiera saber de qué color eran, pues no.

El caso es que nadie en la corte jamás pensó en que pudiera salir algún salvador justiciero que les robara su oro y luego lo repartiera entre los pobres. Estuvo el buen ladrón haciéndolo un rato, pero rápidamente se hizo una negociación por parte del sheriff, y el justiciero sólo hacía como que ajusticiaba pero en realidad era pura finta.

Total, colorín colorado, este cuento no se ha acabado. Y si de cuentos hablamos, el Coco todavía no ha llegado.

aliciaalarcon2009@gmail.com

Twitter: @aliciaalarcon