Exceso a la mexicana

Exceso a la mexicana
Por:
  • larazon

Alicia Alarcón

Recordaba hace un rato las frases de mis padres, (como el “ándale chaparrito y te doy pa’l chesco”) cuando querían convencer a un policía de aceptar la mordida por haberse pasado el semáforo. Mi madre decía que tenía “mucho temor de Dios” pero era de lo más morbosa. Si había un accidente pasaba lento, para ver. Tenía poco respeto a la autoridad institucional pero muchísimo a la autoridad moral. Me explico: la policía nunca le importó pero se le cuadraba al que se le imponía con inteligencia.

Cuando me enseñó a manejar se enojaba porque no me le metía a los coches, quería que diera vueltas prohibidas y me pasara el alto. Mi papá no se quedaba atrás. Las discusiones más fuertes eran cuando yo le decía que gracias a su generación baby boomer a la mexicana, la mordida era algo habitual. La clase social era algo definitivo y contundente que definía el trato hacia una persona aunque tuviera éxito, educación y medios. No era fácil entender que estos dos seres tan amados por mí tenían por momentos esos prejuicios clasistas. Sin embargo eran generosos y educados con todas las personas. Jamás vi a mis padres pelearse a gritos con nadie que trabajara para ellos o los atendiera. Eran sumamente prudentes en su trato. Aunque mi padre acuñó la famosa frase de “el naco no es güero o moreno, rico o pobre, el naco es naco y hay que tratarlo con pinzas”. Creo que tenía razón, si se entiende la frase en su totalidad y contexto. En el proceder, siempre se nota la educación. Porque pobre de ti si le subías a tus padres el tono o la intención de tu voz. Pobre de ti si te salías de la raya de cualquier manera.

Sin embargo, ellos siempre rompían las reglas. Con este ejemplo incongruente, a lo largo de mi vida he tenido que enfrentar situaciones en las que navegaba entre mi enseñanza familiar y mi sentido común. Por suerte, la mayoría de las veces la situación me llevaba a usar el segundo. Otras, recibí el durísimo revire necesario para aprender la lección. Pero eso fué entonces y se trataba de mí, o en una de ésas, de usted querido lector.

Aprendimos diferente, irónicamente con más límites y menos necesidad de satisfactores tan inmediatos. Porque somos la generación sándwich. Oprimidos por nuestros padres y sometidos por nuestros hijos. El ejemplo más reciente es una maestra del CBTIS en Ciudad Madero que quiere dejar claro que la autoridad es ella y que no va a tolerar una falta de respeto; y que es removida de su clase por el exceso de drama. Le ganó la Sara García que lleva dentro. La idea era hacer la diferencia. No era necesario grabar el regaño. No era necesario alargar innecesariamente la rebatinga. Con el solo hecho de llamar firmemente la atención y aplicar una sanción era suficiente. Pero la maestra cayó en lo que todos hemos caído por estas épocas: necesitamos el reflector como sea y salirnos con la nuestra. No importa dañar al de junto. Importa que vean que nosotros tenemos la razón y alienarlos a nuestra causa. O lucha. O desmadre. O manifestación.

La viralidad de las imágenes en la red nos someten y encadenan. Los mensajes ofensivos, la polarización y los chismes tienen poca vigencia. Lo que dura su lectura y el click en el botón de “share”. Pero son imborrables. Lo que está en la red, se queda ahí. No importa si “viralizamos” una mentira para engañar ignorantes y ganar su voto. No importa si aniquilas la reputación de alguien. No importa si opinas aunque ni siquiera entiendas de lo que hablan. Importa que en esta revolución cibernética, tengas tu “lugar”. Tampoco importa si en la vida real se traduce en un daño que es permanente. Promovemos innecesariamente la sobrerreacción tanto como la necesitamos. Como decía mi mamá: “Con hambre cualquier taco desabrido y callejero te sabe a gloria”. O como decía mi papá: “A wilson”.

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