Hacia el mundo de Orwell al revés

Hacia el mundo de Orwell al revés
Por:
  • larazon

Salvador del Río

Es hermoso evitar que

otro cometa injusticia;

pero también lo es no ser

cómplice de la injusticia

Demócrito, filósofo griego

¿A quién diriges tu voto nulo?

—A la clase política.

—¿Y qué le dirás con ello?

—Que no estoy de acuerdo.

Mi amigo es empresario, políticamente escéptico y apolítico. Este país no tiene remedio, repite una y otra vez como conclusión de toda plática sobre el acontecer y los problemas del país.

Es histórico en el mundo denostar a los representantes populares, diputados y senadores en nuestro caso. El desprestigio se extiende a lo que, en tono peyorativo, se llama clase política, que incluye por igual a legisladores, jueces y administradores, a quienes se toma como sinónimos de abuso de poder, corrupción, prevaricación y demagogia. En esa descalificación se hace tabla rasa; todos son la clase política. Un hombre puede ser considerado probo y buen ciudadano en la sociedad, y al momento de ocupar un cargo se convierte, a los ojos de una parte de la opinión, en un haragán, una rémora social, un pillo.

En la división de poderes que existe en todos los países civilizados, el poder omnímodo de las monarquías absolutas ya casi no existe, aunque sí la reminiscencia del rechazo a todo cuanto pueda limitar y acotar el poder de un individuo o de un grupo. Pero esa organización social y política, con sus instituciones, está conformada por seres humanos con sus virtudes y sus errores. Y por lo tanto esa organización es perfectible.

La corrupción, el afán de hegemonía de los unos sobre los otros y todo lo que se señala a la clase política, no son privativos de ella. Esos vicios existen en toda la sociedad. Tanto hace mal el que se corrompe por el beneficio indebido que recibe como el que paga para corromper y obtener una ventaja al margen de la ley. En la sociedad civil, tan amorfa como la clase política, germinan y se desarrollan la corrupción, la impunidad y todo género de conductas antisociales. Como en la verdad de Sor Juana: ¿quién peca más, el que peca por la paga o el que paga por pecar?

De llevarse hasta el absurdo la crítica a la llamada clase política, las instituciones de la democracia no deberían existir: ni las cámaras legislativas, ni los jueces, ni, en última instancia, los órganos que ejecutan las leyes y acatan la aplicación de la justicia. El mundo de Orwell al revés, con la dictadura de todos y de nadie.

Las instituciones, como toda obra humana, son perfectibles, y en todo caso las violaciones a la ley son punibles. Ha sido la voluntad humana, la que a través de los siglos ha construido, con grandes esfuerzos, las formas para su organización y convivencia; corresponde a esa misma voluntad, corregir las distorsiones de lo que construyó y combatir las lacras que la corroen.

El escepticismo de mi amigo empresario frente la contribución que cada uno de los miembros de la sociedad puede aportar, para cumplir esa obligación individual y colectiva, es disolvente por anarquizante y negativo. Pretender que no haya elecciones, acudir al pueril recurso del voto nulo, o bien abstenerse de ejercer el derecho al sufragio, es renunciar a la posibilidad de corregir lo que está mal en la vida pública del país, de cualquier país.

Imaginemos qué pasaría si por decisión de la mayoría de la población, ante las fallas evidentes que tienen las instituciones, la sociedad entera decidiera no renovarlas ni mejorarlas porque, como se afirma, no funcionan. Una sociedad sin congresos legislativos, sin jueces, sin gobierno, sujeta a una voluntad autoritaria que todo lo decida por el ciudadano, sería la consecuencia.

Votar no es una imposición de nadie, sino un deber cívico, un derecho que la sociedad se ha dado después de arduas luchas. Una prerrogativa que ha costado grandes esfuerzos, tan importante como para no renunciar a ella.

srio28@prodigy.net.mx