La chifladura del arte

La chifladura del arte
Por:
  • larazon

"Los maderos de San Juan", mejor conocida entre nosotros como una canción infantil, es uno de los poemas de José Asunción Silva (1865-1896), considerado póstumamente (se mató de un disparo al corazón a los treinta y un años) uno de los grandes poetas de Colombia.

Cuenta García Márquez en un ensayo introductorio a sus Cartas: "El estudio de Silva era obligatorio sólo como poeta, con una ficha biográfica y la lectura del "Nocturno" —el de la larga sombra larga— dentro del programa oficial a saltos de mata de la literatura colombiana". Pese a que la desolación y la muerte son temas recurrentes en la obra de Silva, la carta que sigue, publicada en la Revista Gris como "Carta Abierta, Transposiciones" muestra a un escritor entusiasmado con el arte y la literatura.

A Rosa Ponce de Portocarrero

Bogotá, noviembre de 1892

Señora

Hace dos años, en una larga temporada que pasó usted en el campo, llevando una vida apacible y tranquila, consagrada a la pintura, me hizo usted el honor de invitarme a almorzar una vez en su casa […]. Después del almuerzo, a tiempo del champaña que hervía en las copas, y del café negro, aromático como una esencia, nos propuso usted que diéramos una vuelta por las cercanías y todos aceptamos alborozados su idea.

Adelante íbamos usted y yo, y nuestra conversación fue una larga coincidencia mutua de nuestra adoración a la belleza. Me hablaba usted de los incomparables goces que el arte le ha proporcionado en su vida; de la serenidad que esparció en su alma la contemplación de los mármoles antiguos; de la fascinación que ejercen sobre usted la ingenuidad inefable de las Vírgenes de los Primitivos, la sonrisa misteriosa de las figuras del Vinci, la claridad que dora las tinieblas rojizas de Rembrandt, la diáfana luz extraterrestre en que baña Murillo sus apariciones; me contaba usted que la música de algunos maestros, la hace a usted olvidarse de sí misma y sentir la tristeza, la alegría, los matices de sentimiento que interpretan las sinfonías inmortales. Con frases ardientes y sin dominar mi entusiasmo de fanático, le decía a usted que en las obras de los grandes sacerdotes de la palabra, ésta acumula todos los medios de que disponen las otras artes para recrear la vida, agregándole el alma del artista; le contaba cómo me desvanece el olor de los cadáveres, de aquella ciudad en el último canto del poema de Lucrecio; le contaba que de entre la muchedumbre que gesticula y ama y odia y mata y muere en los dramas de Shakespeare, salen a veces a hablar conmigo el pálido príncipe que conversa con los sepultureros y el judío ávido que reclama su libra de carne; le decía a usted que los poetas son compasivos con los que los aman, que Musset les da a beber a sus íntimos el champaña ardiente de su sensualismo gozador; de Vigny, un brebaje negro que procura la resignación; Shelley, un haschich sutil que lo hace sentirse a uno hermano de las plantas que florecen en el jardín encantado; Longfellow, el agua de las fuentes campesinas en que se mojan los helechos y se refleja el cielo, y Baudelaire y Poe, un opio enervante que puebla el cerebro de sombras alucinadoras, entre cuya oscuridad brillan los ojos de lady Ligeia y brillan unas campanas fantásticas, y aletea el cuervo y suenan quejidos de inexplicable angustia.

[…]

Hoy, en unas horas perdidas, mientras que la lluvia monótona extiende sus cortinas grises por el horizonte y enloda las calles y lo entenebrece todo como un pianista desconfiado que antes de preludiar una sinfonía toca interminables escalas para adueñarse de los secretos de la práctica y dominar el teclado sonoro, me he entretenido en hacer ejercicios de estilo, para lograr que las palabras digan ciertas impresiones visuales. Es así como he escrito estas Transposiciones. Mientras las escribía recordaba las horas que pasé aquel día en casa de usted y se me impuso la idea de suplicarle que aceptara estas páginas en recuerdo de ellas y de nuestra larga plática de Arte.

Nuestros compañeros que conversaban esa mañana del ferrocarril en construcción, de la habilidad del Ministro, de la cosecha mirífica y de la baja del cambio, han tenido después decepciones crueles y han renegado de sus entusiasmos de entonces; el ferrocarril está inconcluso y las acciones no tienen cotización; el Ministro resultó un imbécil, las sementeras se perdieron y el papel-moneda bajó veinte por ciento.

[…]

Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el Ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel-moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros, mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos, al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas, donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos.

Señora, déjelos usted que nos llamen chiflados y que se burlen de nuestra inocente manía. Ya ve usted cómo al cabo de dos años nosotros adoramos con más fervor lo que queríamos entonces, y ellos han perdido sus ilusiones. Ríase usted de ellos, señora, si su bondad inefable se lo permite, y si no, compadézcalos. Los dos hemos escogido en la vida la mejor parte, la parte del ideal, la parte de María, y mientras Marta prepara el banquete y lava las ánforas, nosotros, sentados a los pies del Maestro, nos embelesamos oyendo las parábolas.

[…]

Que al leer usted estas páginas sienta algo del encanto que tuve al escribirlas, y al recordar la mañana clara y tibia que caminamos juntos por la vereda que lleva a la casa de campo donde pasó usted horas tan apacibles, retirada del mundo y distraída de las preocupaciones mezquinas del diario, por el sortilegio misterioso del Arte.

José Asunción Silva

Tomado de: José Asunción Silva,

Cartas (1881-1896), ensayo de Gabriel García Márquez, recopilación y notas de Fernando Vallejo, apéndice de Enrique Santos Molano, Ediciones Casa Silva, Bogotá, 1996.