La exactitud y la desnudez

La exactitud y la desnudez
Por:
  • larazon

En 1951, Marguerite Yourcenar le escribió al escritor alemán Joseph Breitbach para agradecerle la noticia de que la editorial francesa Plon, fundada en 1832 y cuya reputación se fundaba en un catálogo de obras clásicas, hubiera decidido publicar Memorias de Adriano, la novela histórica sobre el emperador romano que llevaría a Yourcenar al reconocimiento literario internacional que ya nunca la abandonaría.

A Joseph Breitbach

Northeast Harbor

Maine, EE UU

7 de abril de 1951

Mi querido amigo:

Ayer llegó su larga y amable carta, que ha contribuido mucho a sacarme de la fatiga consecutiva de una gripe. […]

Me ha causado una enorme satisfacción saber por usted que Plon ha tomado por fin su decisión definitiva: no he recibido aún su confirmación, que supongo no tardará en llegar. Va para un año que les envié la primera parte del libro y cerca de tres meses que tienen el manuscrito completo. Yo no me sentía (dicho sea entre nosotros) con la energía necesaria para llevar ese libro de un editor a otro, y estaba ya impaciente por saber a qué atenerme: la espera se me ha hecho larguísima. No es que les reproche, ni mucho menos, el que hayan deseado leer el libro entero antes de comprometerse, habida cuenta de las enormes dificultades que entrañaba ese tema. En cuanto a Gallimard, ha hecho hasta ahora tan poco en favor de mis libros, que no le creo capaz de defender éste, que tiene para mí mucha mayor importancia que los otros.

Por supuesto que acepto con gratitud la amistosa ayuda que usted me propone cuando llegue el momento de hacer leer a los críticos y al público esas Memorias de Adriano o de hacerlas traducir. De todas mis obras, no hay ninguna otra en la que haya puesto, en cierto sentido, tanto de mí misma, tanto trabajo, tanto afán de absoluta sinceridad; ninguna otra tampoco en donde yo me haya eclipsado más deliberadamente ante un tema que me excedía. Lo mismo que a usted le ocurre, a juzgar por su carta, me hace sufrir el desorden, la confusión, la falta de rigor intelectual que nos rodea, en donde todo, si no andamos con cuidado, acabará por malograrse. Lo que, por contraste, me interesaba mostrar con Adriano era que fue un gran pacificador que nunca se limitó a vanas palabras, un letrado, heredero de varias culturas, que fue asimismo el más enérgico de los hombres de Estado, un gran individualista y, por esa misma razón, un gran legislador y un gran reformador; un voluptuoso y también (no digo pero también) un ciudadano, un amante obsesionado por sus recuerdos, unido por diversos lazos a varias personas, mas también al mismo tiempo, y hasta el final, una de las mentes más controladas que jamás se dieron. Y como, lo mismo que en el caso de usted con Gide, lo importante era no caer en la hagiografía, tuve buen cuidado de mostrar igualmente los límites, siempre estrechísimos, entre los que necesariamente queda restringida la individualidad, por rica que sea, las sutiles faltas de cálculo, los imperceptibles errores (¡qué alma está exenta de defectos!) [verso de Rimbaud] y la agonía final, acerca de la cual no sabemos si se trata de la decrepitud pura y simple, el

inevitable resultado del agotamiento, o bien un nuevo y más extraño desarrollo que viene a quebrar el marco anterior.

Este libro tiene una larga historia: lo empecé hará más de veinte años, en la época de la vida en que se cometen este tipo de imprudencias y engreimientos. Tuve, sin embargo, la sensatez de quemar las dos primeras versiones, que quedaban puramente exteriores. Pero no dejé de pensar en el tema. En 1936 recomencé a escribir, dando al libro su forma actual: las memorias, o el testamento, de un hombre que analiza su vida desde la perspectiva de la muerte que lo acecha. No fui entonces más allá de las quince primeras páginas, de lo que hoy me alegro: no tenía yo aún la suficiente madurez para llevar a cabo un proyecto de esa envergadura. Transcurrieron entre tanto una docena de años muy ajetreados para mí, con períodos difíciles, durante los cuales llegué a renunciar al proyecto, y hasta creí haberlo olvidado. En 1949, el manuscrito de 1936 que había dado por perdido me llegó de Europa en el fondo de un baúl y comprendí entonces que nada me importaba más que continuarlo, y no he hecho otra cosa desde hace cerca de dos años y medio. Ni qué decir tiene que en el curso de este nuevo trabajo, las quince páginas de antaño, el núcleo original, quedaron disueltas. En seguida me di cuenta de que no se toma a uno de los grandes hombres de la historia para utilizarlo como “escarpia” en la que colgar una serie de cuadros. Conforme iba avanzando, más y más crecía mi respeto por los hechos y por la individualidad única del personaje al que yo trataba de acercarme, y procuré prescindir de todo sistema de interrupción, de todo propósito deliberado de estilo y de casi toda preferencia personal, en aras de la exactitud y de la desnudez.

[…]

Espero que haga usted que un secretario le lea esta larga carta, para preservar sus ojos [aquejados por cataratas].

Cordialmente suya,

Marguerite Yourcenar

Tomado de: Marguerite Yourcenar, Cartas

a sus amigos, traducción de María Fortunata Prieto Barral, edición de Michéle Sarde

y Joseph Brami, Alfaguara, Madrid, 2000.