Adelantamos La hora del búfalo

Adelantamos La hora del búfalo
Por:
  • larazon

Le habían tomado el gusto a amarse entre los árboles, a pesar de que tuvieron que hacerlo por necesidad, después de que el gobierno obligara a los amantes a registrar sus fotografías, nombres y apellidos, estado civil, dirección y centro de trabajo en las casas de cita particulares y en las posadas públicas. Pero encontraron lugar en la floresta y hasta nombre le pusieron: “Hotel Yerbita”.

Hacían el amor en cualquier coyuntura que pudieran robarle a sus labores como médicos, y a sus matrimonios, pues ambos eran casados. Pero preferían las primeras horas de la noche, en especial de la noche cubana que había descubierto José Martí en el monte de Oriente al volver a Cuba después de haber vivido, errante y enfermo, 15 ininterrumpidos años de exilio.

“La noche bella no deja dormir. Silba el grillo, el lagartijo quiquiquea, y el coro le responde: aún se ve, entre la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y empinada; vuelan despacio en torno las animitas; entre los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima –es la mirada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas? ¿qué violín diminuto, y oleada de violines, sacan son, y alma, a las hojas? ¿qué danza de almas de hojas?”

Al anochecer, avisaban a sus casas de una guardia imprevista, una operación urgente. Y escapaban en el coche de ella, un Fiat de uso que le vendiera el gobierno como premio por haber prestado colaboración internacionalista en Belice. Se iban a los bosques cercanos a la ciudad: en el abra las tierras bajas del sur, donde el gobierno había soltado una manada de búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro como una acción de gracias por tantos años de solidaridad y alianza política.

Pero una noche el hechizo se rompió, por culpa de los búfalos: uno, grande y negro, estaba plantado en medio de la carretera y ella debió detener el coche en una maniobra de último segundo para no estrellarse contra la masa de 800 kilogramos, que es el peso que alcanzan los machos adultos de la especie introducida en Cuba, Bu- balus bubalis o búfalo asiático.

Estaba oscuro, pero la pelambre del búfalo relumbraba, como platinada, porque todo el brillo de la luna parecía caer solo para su lomo. Las luces del Fiat chocaban contra sus ojos y les daban un aspecto siniestro, semejante a dos linternas que alumbrasen con focos de carbón. El animal avanzó hacia el coche y ella intentó conectar la marcha atrás, pero no pudo: sólo escuchó un mugido prehistórico mientras veía dos cuernos curvos que arrancaban, de cuajo, el capó.

Antes de que se iniciara otro ataque, ella logró controlar el carro y huyeron. Luego supieron que su historia era común y que, además, tuvieron suerte. Una semana atrás una pareja de búfalos había arremetido –y producido múltiples e irreparables abolladuras– contra una guagua de transporte escolar que, felizmente, iba sin estudiantes y el chofer escapó de milagro.

Los primeros búfalos habían llegado el 27 de julio de 1987. Eran 24 hembras y dos machos de la especie de río. Fueron escapando de las granjas y reproduciéndose en estado salvaje hasta sumar unos ocho mil ejemplares, que se convirtieron en el espanto de campesinos, choferes y alumnos de las escuelas en el campo: en su incontenible avance en busca de alimentos, arrasaban con cercados y cosechas, machacaban vehículos y dañaban casas, mataban perros y caballos, embestían a los monteros.

Sin embargo, Fidel Castro estaba contento con el regalo de los vietnamitas y en un discurso había asegurado: “Pueden desarrollarse perfectamente en los lugares bajos y ser productores de carne y de leche de muy alta calidad, al extremo que algunas marcas famosas de quesos en el mundo se producen con la leche de búfala”.

El líder comunista también había tenido gestos de bondad con Vietnam. Un agente secreto cubano atravesó el mundo varias veces para llevarle al patriarca Ho Chi Min unos botes de helado cubano marca Coppelia que le mandaba Fidel Castro.

Había varias vías aéreas para llegar desde La Habana a Hanói y todas duraban casi dos días de camino, con muchas escalas, en una especie de ruta no de la seda, sino del helado y de las ranas toro, pues Fidel Castro también les envió ranas toro vivas, convencido de que tenían un gran valor proteico.

“No sé si las ranas toro las llevó el mismo compañero del helado, pero pasó las de Caín. En Moscú tuvo que meterlas en la bañadera del hotel, para luego pescarlas una a una y seguir viaje”, reveló en Juventud Rebelde Rosa Miriam Elizalde, quien trabajaba en la Oficina de Información del Consejo de Estado.

Después, el jefe de la revolución recibió los búfalos. Se alimentaban de lo que encontraban. Pero también destruían: un maestro de un preuniversitario en el campo, había visto llegar un día a la escuela a una campesina cargada de hijos gritando que un búfalo despedazaba su bohío.

“Era una bestia. Cogía impulso y atravesaba la casita de tablas de un lado a otro. Luego se revolcaba un rato en un fanguero cercano para refrescarse y otra vez se tiraba contra el bahareque aquel. Parecía un monstruo encabronado”, recordaba Sixto Carlos Pérez, técnico de computación de la escuela.

Sin embargo, algunos afirmaban que los búfalos eran almas de Dios, como el montero Pedro Luis Acosta. “En estado salvaje son ariscos, pero se amansan más rápido que un toro cebú, a la semana te paseas entre ellos. Un vallita con electricidad basta para mantenerlos a raya. Claro, antes hay que capturarlos uno a uno por montes y pantanos”, decía.

Sólo les veía un problema: “No hay cerca sin electrificar que los pare, andan en manadas que salen de noche y acaban con todos los sembrados y no fallan al embestir”.

Era, en rigor, una invasión en contra de los ecosistemas cubanos que empezó por ocupación y acabó siendo plaga, ante lo cual se había paralizado la proverbial capacidad de los cubanos para reírse de todo.

Olvidadas quedaron la creatividad y la gracia de los primeros tiempos de la inacabable crisis económica que siguió al desmoronamiento del bloque comunista internacional en 1989, cuando, a falta de los tintes profesionales que antes venían desde la Unión Soviética, una muchacha morena de Camagüey inventó un mejunje de tantas yerbas y pócimas que la receta se le extravió en los meandros de la memoria y terminó siendo rubia oxigenada para siempre.

O los trabajadores del zoológico capitalino, quienes le salvaron la vida a la elefanta Tana después de que, de un día para otro, dejaron de aterrizar en La Habana los numerosos aviones que arribaban a toda hora procedentes de África y en los cuales siempre hubo espacio para transportar las variedades de yerbas, hojas, frutas, corteza y plantas acuáticas que comían allá los elefantes.

Tana se convirtió en el primer paquidermo de la historia de la zoología en alimentarse de tortilla de huevo: un trabajador se disfrazaba de planta africana y, cuando la elefanta se lo iba a comer, otro trabajador aprovechaba, en un diestro movimiento de baloncestista, y le encestaba en la boca abierta una torta del tamaño de una rueda de coche.

Aquellas pequeñas cosas constituían las grandes hazañas o tragicomedias de la vida cotidiana en la isla. Pero ahora nada había de comedia y sí mucho de tragedia. Era, aquella, la hora del búfalo: el tiempo lúgubre y desdichado en el que uno llegaba a casa y abría La peste y leía una y otra vez que “la estupidez insiste siempre”.

Y hacía del libro una almohada y se acostaba atormentado por ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.

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