La celebración de Michel Tournier

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Ilustración Rafael Miranda La Razón

El gigante, vestido con una piel de oso, cruza el río y lleva un niño sobre sus hombros. Su imagen de colores vivos estaba en un calendario puesto sobre una pared salitrosa. Había veladoras en una mesilla. El retrato en sepia de los abuelos colgaba cerca. Después sabría la historia de este santo, llamado Cristóbal, a quien se le celebra el 21 de agosto.

Era un ogro. Buscó servir a un rey y pudo lograrlo, pero cuando vio al monarca persignarse temeroso ante la mención del Diablo, pensó era éste un señor más poderoso y decidió encontrarlo; después de muchos percances y aventuras dio con él y se puso lealmente a su servicio. Un día, el Diablo le confesó tener miedo del Calvario. La vista de la cruz le aterraba. Clavado a una había muerto un hombre llamado Jesús. Entonces el ogro Cristóbal decidió subordinarse a este Jesús, indudablemente más poderoso que los reyes y el mismo Diablo.

Pero tampoco era fácil dar con él. Fue un ermitaño quien le reveló la fe cristiana, y como era un gigante le encargó ayudara a las personas a pasar un río, a lo cual se dedicó durante mucho tiempo. Un día, a la orilla del río un niño le pidió cruzar. Lo subió sobre sus hombros, pero pesaba enormidades y la corriente estuvo a punto de derribarlo y llevarse a ambos.

El ogro se esforzó y se salvó junto con el niño. Al bajarlo del otro lado, le dijo: “Pesas como el mundo”. “Sal de tu asombro, Cristóbal”, respondió con dulzura el niño, “has cargado a quien lleva todos los pecados del mundo para redimirlos, a tu Señor Jesucristo”.

Esta leyenda se encuentra en La leyenda dorada de Jacobo de Voragine. El ogro se vuelve un santo. El cristianismo ve posible esto. En su libro Celebraciones, Michel Tournier nos recuerda que los ogros existen. Por lo pronto rememora a los de la literatura y la mitología: Polifemo, Goliat, el ogro de Pulgarcito, Gargantúa, Falstaff, Porthos y el general Dourakhine. También ironiza diciendo puede aparecer uno en el espejo donde nos vemos.

Escribió incluso un libro sobre un ogro moderno, en tiempos de la Segunda Guerra mundial, El Rey de los Alisos, cuyo personaje, Abel Tiffauges, inspiró la película de Volker Schlöndorff titulada precisamente El ogro, con una actuación memorable —es difícil haya una que no lo sea— de John Malkovich.

Abel Tiffauges, un hombre retraído quien sólo se siente a gusto con niños y animales es acusado de acosar a una niña —aunque él es totalmente asexuado—, el tribunal le condona la prisión a cambio de alistarlo en el Ejército. Cae prisionero de los alemanes. Termina como servidor en el pabellón de caza del mariscal Göering, quien era un nihilista imitador de los patricios romanos decadentes.

Luego es reclutado para trabajar en el Castillo de Kaltenborn en la Prusia Oriental. Va a caballo y acompañado de perros, recorriendo la comarca para llevarse niños al castillo donde está una nápola, o sea una escuela de las juventudes hitlerianas donde se les prepara para ser parte de la élite nazi. Abel Tiffauges es feliz, un monstruo sin sexo, convertido en un verdadero ogro.

La historia, tortuosa en momentos, compleja —hay disertaciones sobre el arte de criar palomas o la caza del venado, las concepciones nazis o la poesía alemana—tiene un clímax revelador. Los muchachos de la nápola se enfrentan a los tanques rusos y son exterminados, mientras Tiffauges rescata a un niño judío, Efraim, quien sobrevive a una marcha de prisioneros del campo de Auschwitz.

Al conocer sus sufrimientos y la existencia descarnada del mal, el ogro descubre un sentimiento ignorado antes por él, el de la compasión. Y eso lo transforma sustantivamente. Al final, como si fuera una remembranza del santo Cristóbal, Tiffauges huye llevando al niño Efraim sobre sus hombros y así cruza el pantano, dejando atrás el incendio, la masacre y la muerte.

Esta novela obtuvo el Premio Gouncort en 1970 —uno de los más importantes de Francia— y acrecentó el prestigio de Tournier, un ensayista y novelista contemporáneo imprescindible. Veo un retrato suyo, sonriendo como un fauno y lo imagino viviendo cerca de París, no tanto como un autor famoso, sino como un sabio capaz de celebrar el mundo, a pesar de todo.

En Celebraciones escribió: “No hay nada como la admiración. Exultar porque te sientes abrumado por la gracia de un músico, la elegancia de un animal, la grandeza de un paisaje, incluso el horror grandioso de un infierno, son cosas que dan sentido a la vida. Quien no es capaz de admiración es un miserable”.

Este texto, por su parte, sólo expresa mi admiración por Michel Tournier, un genio vivo de la literatura universal. He recordado también la imagen de San Cristóbal en una memoria de mi infancia. Podemos cruzar a lo largo de la vida todos los ríos, todos los pantanos y más nos valdrá llevar siempre en los hombros a ese niño redentor.

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