Ricardo Martínez: celebración de sus 100 años

Ricardo Martínez: celebración de sus 100 años
Por:
  • miguel_angel_munoz

Este año se cumplen los 100 años del nacimiento del pintor Ricardo Martínez (México, D.F, 1918-2009). Martínez  fue una de las per­sonalidades más significativas en el arte mexicano del siglo xx; es curioso, sin embargo, que hasta hoy su obra no haya alcanzado el reconocimiento que merece fuera de nuestro país. En parte, ha corrido la suerte dé otros artistas de su generación, pues en la puesta al día de nues­tro conocimiento de las diversas propuestas estéticas contemporáneas, aún quedan muchos senderos por recorrer. Deben recuperarse, en electo, propuestas fun­damentales del arle mexicano [tara las que, en muchos casos, el contacto con Estados Unidos y Europa lite de­terminante en algún momento de su trayectoria.

Las aportaciones de Ricardo Martínez a la pintura mexicana "moderna" son representativas de lo anterior. Han contribuido a transformar el concepto pictórico en sí, y a recuperar un pasado prehispánico cuya estética parecía haber llegado a un punto muerto: fue el ins­pirador, en la sombra, de lo que pudo haber sido la "nue­va pintura mexicana". Asimismo, durante los años sesen­ta, los años de aprendizaje v confirmación de su obra en Estados Unidos, la comunidad artística de Nuera York fijó por entero su atención en la poderosa personalidad, el ingenio y la inagotable inventiva del joven pintor.

[caption id="attachment_696455" align="alignnone" width="696"] Ricardo Martínez, José Luis Cuevas y Miguel Ángel Muñoz[/caption]

Conoció de  cerca las vanguardias americanas y europeas, estudió la obra de Roben Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock. Arshile Gorky, Franz Kline v, sobre todo, de algunos artistas latinoamericanos empe­ñados en sobresalir más allá de sus fronteras. En defini­tiva, Martínez, llegó a ser una de las piedras angulares de América Latina en ese viaje de "ida v vuelta" que realizó la pintura mexicana.

Marchó a Europa y, después de una mutación casi alquímica, a fuerza de sostener un diálogo intermina­ble con la pintura, regresó unos años después a México transformado.

En esta transformación de espectador a pintor de un pasado deslumbrante, hubo momentos decisivos. En el principio fue la fascinación por el México antiguo: la escultura, los códices, la literatura, y la pasión de un pueblo por dejar registro de su memoria. Enseguida, se sucedieron la interacción entre naturaleza, arte v cien­cia; el descubrimiento del tiempo-espacio v las dimen­siones de la figuración v la poética que  esconde cada cuadro que se pinta. Temas, por otra parte, muy exten­didos en todo el ámbito de las al artes y, de  manera muy especial, entre los artistas europeos.

Luego de dos años en diversas ciudades de Estados Unidos. Martínez llegó a Nueva York en  1959, y ese mis­mo año expuso por primera vez ahí, en la galería The Contemporanies. Al principio es  un extranjero desorientado, conoce a gente de todos los barrios, pero prefiere recorrer en soledad la ciudad v estudiar en sus mu­seos. Quizá le resultó difícil integrarse a la nutrida colectividad de artistas emigrados del sur de Europa, de la que formaban parte los italianos  Corrado Narca- Relli, Enrico Donati,  Georgio  Cavallon. Nicolás  Carone y Philip Pavia - el  creador de The Club, un famoso cenáculo de artistas, así como el español Esteban Vicente, figura clave del arte abstracto de esa época y creador de una forma poética de acentuado lirismo. Los artistas franceses  en el exilio, como Fernand Lèger, Jean Helion y los surrealistas, gozaban del aprecio de los círculos oficiales del Museum of Modern Art, regentado entre bastidores por Marcel Duchamp.

Martínez se integra gradualmente a una manera activa de entender su posición en el seno de una cultura. Su contacto con pintores, arquitectos y escritores sin duda influyó en él y en las nuevas exposiciones de 1960 y 1961 también en Nueva York. En este sentido, su estancia en Estaos Unidos descubrió al pintor las corrientes europeas del pensamiento y el arte.

En términos estilísticos, el periodo 1917-1907 per­mite reconocer en el trabajo de Martínez la huella de los nuevos realismos, y desde luego, un extenso diálogo plástico con el arle prehispánico. No se trató  de una influencia mimé-tica, sino de cierto espíritu que invadía un estilo cuyos  rasgos personales, a principios de los años setenta, se basaban en el orden compositivo, el lirismo y la importancia concedida al color. A este esquema tan general, y sin embargo ya tan propio, Martínez añadirá   la presencia de la figuración, sugerida de forma induce ­la mediante algún objeto o. sobre todo, mediante las grandes atmósferas cxtrapictóricas que rodean los cua­dros. Durante algún tiempo pudo creerse, o tal vez más de un crítico de Martínez aun lo crea, que este periodo es de menor importancia en el conjunto de su produc­ción: en parte, por el desdén hacia el género mexicanista (el de la llamada escuela mexicana de pintura) después de Diego Rivera. |osé Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Pero la alusión a la realidad es un elemento básico y distintivo en la poética de  Martínez por un lado y, por otro, el empleo de un realismo mexicanista - por llamarlo de algún modo-  es en Martínez sumamente  personal: alude a una visión del mundo teñida por la nostalgia y por la cultura, lo cual lo separa de los muralistas. Hay que recordar cuadros clave en esa etapa creativa de Martínez: El apantle, 1950; Mujer con bueyes, 1953;  La pelea de perros, 1956; El parto, 1959.

En múltiples ocasiones, Martínez se ha referido a la importancia de la realidad y del pasado prehispánico en su pintura, siempre desde la perspectiva de que su interés es sugerirla más que representarla, aludirla más que ofrecerla directamente. En  una conversación que tuvimos, que de algún modo resume los  comentarios anteriores, Martínez decía: "En este espacio recompuesto (el del cuadro) trato de dar mi imagen de la realidad, ima­gen metafórica, poética v al mismo tiempo modelo de la realidad armónica".

Imagen metafórica, o para ser más precisos respec­to a esta época de su trabajo, imagen poética, ya que la figuración actúa como una parcela, un recorte de la rea­lidad total. A mi modo de ver. esta realidad que, indirec­tamente, nos habla también del pintor, expresa un cono­cimiento total de su tiempo, de su historia y de un pasado que no le pesa sino que desea encontrar en el contra­punto entre antigüedad v modernidad - sólo así consi­gue esa armonía deseada -, que convocan la ordenada composición y  el color.

Por otra parte, su obra no es nunca artificial, pre­tenciosa ni agobiada por racionalizaciones teóricas o ideológicas. Aunque se trata de un trabajo en extremo poderoso, Martínez evitó al máximo la teorización de los factores que constituían su fuerza, y de paso, la mayoría de cánones del arte moderno imputados a él y a otros de sus contemporáneos afines.

Los años 1963- 1971 son decisivos en la obra de Ricardo Martínez; participa en las bienales de Sao Paulo, Brasil donde su exposición individual ganó el Pre­mio Mahino Santista, y en la  Bienal de Venecia, Italia, don­de una serie de sus obras llamaron inmediatamente la atención de la crítica internacional. Los colores empie­zan a ser determinantes en la obra de Martínez, en una gama que privilegiará los azules, rojos, blancos v ne­gros, que alternarán muchas veces con los amarillos y ocres (una combinación tanto de Piero della Francesca como de los muralistas mexicanos) y con la inclusión esporádica de grises muy rebajados. A pesar de la impor­tancia de la figura, el color es va un elemento básico de su estilo: ha limado la aspereza v brutalidad de los blan­cos o de los rojos anaranjados v. sobre lodo, los contrastes violentos han dado paso a la gradación de tonos o al contrapunto sutil y equilibrado del dibujo con las composiciones.

[caption id="attachment_696457" align="alignleft" width="218"] Portada del libro Atmósferas de Miguel Ángel Muñoz sobre Ricardo Martínez[/caption]

En esa búsqueda de tonos, Martínez se interesó por la exactitud de las lejanías, por el horizonte que deter­mina y cierra, en su traducción etimológica. Pero fue en la figura humana en la que logró plasmar la forma total o la masa del cuerpo. Así, en las figuras sedentes de 1971-1987 intenta aprehender el cuerpo como totalidad, precisamente representándolo, como en los cuadros: El brujo, 1971; Figura yacente, 1984 o  Desnudo reclinado, 1984.  También en la figura existen varios estudios, con una línea segura a lo Ingres. En los dibujos de masas, como Mujer e hijo, 1982, son los cortes los que  descomponen los volúmenes de esos cuerpos pensativos y amodorrados. Es el contorno el que define el cuerpo tumbado, yacente, invisible en los años setenta, y el mismo elemento define el espacio de las manos en los ochenta.

Esla meditación de la realidad y la situacionalidad del espacio corpóreo se manifiestan al máximo en una serie de pinturas sobre la figura femenina realizadas entre 1975 y 1980. Esas  mujeres, recostadas hacia la izquierda, se van literalmente complicando. Lo  que al principio es un problema de espacio, se organiza  gra­dualmente en un problema de líneas que limitan los contornos de la figura y, posteriormente, de doble lí­nea del cuerpo, de doble silueta. En ningún caso dibu­ja Martínez el espacio en que se apoyan esos cuerpos; sin embargo su situación, esa relación de límites, crea el   es­pacio externo.

La  pregunta “¿qué  significa la figurar?” no tiene sen­tido aplicada a una pintura que,  a sabiendas o no, ha abandonado la teoría de la expresión. Al desechar la no­ción de lo que una obra de arte "significaba" ante el es­pectador, su significación no era ni más ni menos que lo que se le atribuía en las circunstancias de su presencia. Pocos entre estos artistas - y Martínez menos que na­die-  hablan sobre la obra porque no hay nada de qué hablar, las convicciones (pie suelen aplicarse al arle no ofrecían información alguna sobre la obra ni eran ali­mentadas por ella, v sólo constituían una parte del entor­no mental de dicha obra.

No se puede afirmar que Martínez  hizo su obra de una forma determinada porque él, antes de empezar, creyera que era una buena forma de hacerla. Tampoco es posible caracterizar el proceso de su pintura a través de la intención. Es decir, mantener que él pretendía hacer la obra de un modo particular. El objetivo, un con­cepto que  requiere compromiso con la idea de la efi­cacia del arle, se vuelve irrelevante aplicado a un arte  en el que no está presente ningún concepto convencional.

La complejidad de la pintura de Martínez no alude tanto a una cuestión de dificultad de interpretación sino a una imposibilidad de interpretación. Privada de esas convicciones, que suelen alimentar nuestros corredores culturales de perspectiva – mediante los cuales juzgamos que una obra tiene éxito o fracasa, y el objetivo por el cual atribuimos importancia a una obra-, la interpretación no tiene sentido.

Años antes, en 1948 y de nuevo en 1949, en sus retratos de la poeta Zarina Lacy, Martínez dibujó con el lápiz y con el pincel, unos cuantos breves trazos, el espíritu de la figura. Fueron los últimos de una serie de dibujos realizados frente a la compañera que descansa, y que la definen poéticamente. Todo el peso del cuerpo se concentra en el rostro, en la mirada fija que da paso al asombro de la mirada. Están aquí elementos “formales” – esos cuerpos y composiciones- que aparecerán  años después en cuadros donde esperan las enormes figuras, donde las miradas y los rostros se forman en el vacío de los colores, como en Hombre en el atardecer, 1993; Figura en la tarde, 1993; Mujer con fruto, 1993; Mujer con brazos en alto, 1993 o Mujer con niña, 1994. También en el lugar más abstracto de aleonas piezas de 1995  encon­tramos esa preocupación constante: descubrir las atmós­feras del cuadro. Si Henrv Moore elevó el detalle de la figura a categoría formal de la escultura monumental,  Martínez cuestiona permanentemente el problema de delimitar una posición o definir un espacio a través de la propia esencia de las formas: su límite.

El artista mide, determina, ordena, encuentra, y al mismo tiempo, busca. ¿Cuál es el objeto directo, el tér­mino de estos verbos, de estas acciones? Tanto lo que es, como lo que no es. La sutil distinción entre el ser y el no ser, entre el espacio y el vacío, es la que Martínez ha tratado de plasmar, de hacer más pictórica, en su largo proceso creativo. Hacer  que a su vez ha cuestionado el ser de la pintura. Así, los trabajos de Martínez poco a poco se despojan de toda "afinidad" con otros discursos plásticos, de todo lo innecesario, para quedar redu­cidos a su pureza esencial.

Ricardo Martínez nunca sufrió tanto la adquisición de nuevos significados para sus obras, como el riesgo de perder la capacidad de definir los contextos o las situa­ciones mediante las cuales las odias adquirían sentido en primer lunar. Al mismo tiempo, la cuestión de la autoría artística se desplazó de la obra hacia la propia situación v el arle se convirtió) en el medio para la transacción de situaciones.

Y la creación era la búsqueda de las identidades del arte, de la pintura en sí misma. En su  Creative Crede (1920).  Paul Klee  hablaba de la "organización de estu­dios de desarrollo" de sus pinturas, concepto que po­dría aplicarse también  a la obra de Martínez. La  dis­tinción de esta última estriba en su revelación de la morfología interna de la pintura, donde las preocupa­ciones de estilo dan paso a   la estructura de la situación de la pintura (me refiero a la actividad pictórica, no a su rol tradicional ni a sus bases técnicas). Fundamentalmente   ajena al estilo (entendido como afirmación lo­grada y sólo comprensible en función  de un  corpus o varios de obra, u otros estilos), la estructura formal de Martínez únicamente puede comprenderse respecto a su propio logro. No es cuestión de externalizar  las es­tructuras internas v externas, pues para Martínez no existe ninguna estructura que proceda a su realización  mediante el propio proceso artístico.

En ese tránsito creativo, Luis Cardoza y Aragón analizó con atención los nuevos rumbos del artista:

“Pintura delicada y precisa, sin concesiones. Un equilibrio adusto de reflexión e instinto.  Lo que prefiero va de algunos paisajes con acento cézanniano a los óleos últimos, saltando sobre una etapa intermedia. Cada cuadro, rigor y matiz, es un juego refinado de valores.  La economía de recursos se halla presente en los volúmenes medrosos insinuados, en la paleta parca y sensible”. [1]

Es precisamente esa unidad exigida entre el dibujo v la pintura, calificada escuetamente por Martínez como la construcción del cuadro, la que determina compara­tivamente el ritmo de la poesía, el tiempo v la composición de la pintura en el espacio, la que encuentra y ob­serva el espectador en las obras de este pintor.

Qué provecta la palabra espacio, cuál es su signifi­cado poético, pictórico o arquitectónico. La  pintura es una función del espacio. No del espacio situado fuera de la forma, que rodea al volumen y en el que viven las for­mas, sino del espacio generado por las enormes figu­ras, que viven dentro de ellas y que es tanto más eficaz cuanto más a oscuras actúa, participa, encuentra el signi­ficado en sí misma. Creo que no se trata de algo abstrac­to, sino de una realidad tan concreta como la del volu­men que la abarca, que configura las atinéis fe ras de las múltiples figuras que va reconstruyendo el artista.

En 1969 la exposición "Pintura de Ricardo Mar­tínez" en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de Mé­xico presentaba ya a un artista sólido, propositivo y re­novador de un lenguaje estético universal. Nos remitía al silencio del abismo y al espacio vacío pero consagra­do a algo, a lo que la escritora Marta Traba denomino "un espacio sagrado, inédito", y que Martínez encon­tró en ciertas experiencias místicas.

Resulta  imposible juzgar si la obra de Martínez es o no mística. Lo  que se puede decir es que él presenta su obra como si fuera una escena alquimista, v que sus pala­bras son parte esencial de esa representación. Incluso sus repetidos intentos de distinguir entre sus palabras v su obra es parte de la pintura misma, parte de la cons­trucción de una escena mística. La  verdadera cuestión entonces no es la patología de Martínez, sino el espacio particular que construye entre la pintura y la palabra.

El pintor reconstruye constantemente un mundo (figuras, formas, espacios, materias, atmósferas, planos) y le pone el rótulo de "poético". La  escena que constru­ye cuando reconstruye v narra es, como he dicho, la es­cena prehispánica, en el doble sentido de asimilación de un pasado "perdido" en la modernidad, al cual él se enfrenta constantemente. Lo  que Martínez construye cuidadosamente es, por lo tanto, una arquitectura que traza un movimiento complejo entre el pasado v el pre­sente: recuperación y destrucción. Un  indicio de esta compleja operación se encuentra en su exposición de 1974 en el mismo Museo de Arte Moderno, donde más de treinta obras confirmaron la contundencia plástica de su trabajo.

Fernando Gamboa, entonces director del museo, se refirió al valor de esta propuesta:

“El arte de Ricardo Martínez reside en su búsqueda de espacio: en combinar sensiblemen­te luz y color para suscitar vibraciones que llevan la superficie plástica hacia una cálida y profunda atmósfera que nos envuelve en suya lograda extraordinaria espacialidad”. [2]

De nuevo, los espacios forman parte de la obra. Martínez elabora una explicación y una interpretación precisas. En una conversación señaló que su pintura se transforma constantemente, que siempre hay cosas nuevas que aprender. Hay que entender entonces: Martínez reconstruye las obras que ya había creado. Las echa de menos, como si fueran, o mejor dicho, como si sufrieran algún tipo de dolor fantasmal.

A principios de los años ochenta, la novedad es que Martínez no ha dejado de ex­perimentar, de buscar caminos diferentes, de comprobar la experiencia pictórica como un espacio único. La muestra "Ricardo Martínez. Obra reciente, 1975-1984", en el Museo del Palacio de Bellas Artes, marca el inicio de un periodo en el que puede percibirse la consolidación de un estilo que llega hasta hoy, aunque a principios de los ochenta vuelve a hacer diversas variaciones, introducidas por una mayor sensación de profundidad en el espacio representado, una forma más sombría de colores y una pincelada más pura, más sintética.

En esta época, Martínez aborda de una forma mucho más profunda y fundamentada su aspiración a traducir sensaciones cromáticas, a "darlo todo por la figura y el color". Si en los años cincuenta y sesenta la solución plástica era matissiana o, como decía Cardoza y Aragón, cézanniana, en los setenta y ochenta en cambio, planteará la condensación y la plenitud de un estilo más lúcido, y al mismo tiempo, deslumbrante y propositivo para el arte mexicano. Esta sensación de solidez proviene a su vez de un esquema compositivo rígido, basado en subdivisiones verticales y horizontales de la figura. Sin embargo, para no caer en la excesiva pesadez impuesta por estas formas prehispánicas, Martínez las diluye mediante zonas de color, demarcaciones vacías y formas poéticas.

En sus propias palabras, se trata de "unir lo moderno con un pasado que es nuestro”. La tela, en efecto, aumenta la sensación de profundidad y los colores van abandonando su función eminentemente visual para ofrecer sensaciones más concretas de un espacio o de una forma determinada.

Para encontrar el equilibrio, Martínez  ha buscado reparar v reconciliar las relaciones del cuerpo colocán­dolas en una cuadrícula o creando un conjunto pictóri­co que las sitúa. En este sentido, la arquitectura repre­senta el aspecto nacionalista de Martínez. Pata él, la geometría es de naturaleza utilitaria. Accediendo direc­tamente al inconsciente a través del don de la sublima­ción, Martínez, ha  sido capaz de dar forma tangible a sus pasiones para conjuntarlas. El arte es un proceso pasional que trabaja por medio de la admiración. De ahí que la exploración de temas y principios pictóricos de Martínez refleje una pintura que es un estado activo  del “ser”. Una  pintura en la que.  Como ha dicho Gaston Bachelard, "la figura transforma las ilusiones, la pintu­ra protege al soñador; las imágenes permiten que se sueñe en paz".

La experiencia estética de Martínez es la aventura de romper los límites, y en cierta manera un intento de interrelación o de  transgresión  de los mismos, como lo es la experiencia de los poetas en el terreno del lengua­je. Todo ello recuerda al poeta irlandés Seamus Heaney, que en su poema "En una recogida de patata", crea un espacio que llega a estar vivo, que aparece en sí misino, en su misma forma:

Como  cuervos que atacan sembrados negros como cuervos.

Se extienden desde el extremo al seto;

Algunas parejas rompen las desiguales filas

Para  llevar un cesto lleno al hoyo, y se enderezan...

Estas parejas son las mismas que pinta Ricardo Martínez, las que nacen en el vacío de su paleta pictórica; es decir, su obra se mete en y con estas referencias, accidentes, cuervos oscuros y luminosos que significan la esencia deslumbrante, que hacen de las formas una arquitectura, un equilibrio formal. Tal es el espíritu que instauran  las obras de Martínez, su inaugurar sentidos, descu­brir significados. Rumor, sugerencia,  presencias veladas o simplemente alusión de un pasado cercano, ésa es la for­ma que el pintor ha elegido para hablarnos de la reali­dad, de su realidad. Trasciende así Martínez lo pictórico para buscar la construcción de formas, el texto original del concepto espacio. No sólo lo hace en la dimensión figurativa, sino también en la representación abstracta o semi-abstracta de sus obras recientes.

Pintar para Martínez es y será sobreponerse al mate­rial, a la pintura, sin que deje de ser esa materia, una sola materia, y darle vida, un hálito: la pintura en esencia. En  este sentido, su obra actual lo confirma, cada pieza consigue un hilo que crea espacios: que es posible ob­servar desde cualquier posición. Son obras, cuya den­sidad nos confiere una mayor  espiritualidad, evocan un misterio plástico, o en palabras de Baudelaire: algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja espacio libre a la conjetura.

Ricardo Martínez es una figura en clara sintonía con la cultura contemporánea. No sólo ha seguido el movimiento de la pintura o la vuelta a un interés por la historia del arte, que de alguna manera lo ha devuelto de la tierra del olvido que ha habitado (afirma que afortunadamente) durante muchos años. Más bien, es la actual fascinación por lo confesional, por la pasión empeñada en expresar todo en la pintura.

Él es su propio discurso estético, ejemplificado en su radical posición entre lo público y lo privado: "Es indiferente para mí dejarme entrevistar o no. Nunca he dado entrevistas, pues son cosas superficiales. Hay que trabajar en la pintura, en encontrar nuevos caminos; eso es lo importante de este oficio".

Martínez destruye lo privado al exponerlo en cada obra. Las heridas se abren para su examen, más que para cerrarse. Muestra su vulnerabilidad en vez de disfrazarla: "La pintura tiene que hablar por uno, en ella hay que buscar las respuestas que buscan los espectadores. Ésa es la única razón de mi silencio público".

Este  espacio privado es irresistible en la obra de Martínez. Revelar en público la vulnerabilidad del artista, exponerse a sí mismo. Acto mágico, deslumbrante. Mito y realidad. La personalidad más  huraña, que raramente dejó su casa, es infinitamente atractiva para una cultura que quiere adentrarse en cada figura, en cada forma. Espacio y tiempo que descubren los laberintos del artista. Martínez guía la forma, y al igual que el cuerpo por él descrito, crea su entorno, él mismo construye el suyo, su arquitectura. El espacio hueco, el volumen negativo de la masa desprovista, lo transforma en materia creadora: el trazo se convierte en envoltura arquitectónica; el vacío, en elemento  de la construcción.  Todo ese espacio vital deriva espontáneamente de las necesidades del artista, que va construyendo y destruyendo su propia firma.  Ese espacio es para todos un mismo punto. Unión y desunión de los sentidos.

El amplio arco de la obra de Martínez, ese fantástico camino de sesenta años de profesión, desde los paisajes que delimitan un prado boscoso, hasta las grandes figuras que se apoderan de la tela, en un constante ver y sentir la convergencia de espacio y tiempo, ha producido un diálogo único con la pintura. Ahí se abre un espacio que nos enseña a mirar nuestro pasado, y sobre todo, a percibir que el tiempo es una dimen­sión de nuestro espacio. Se trata, en fin, de una obra que pudiera ser abstracta, pero al traducir las enormes formas pétreas que la componen, descubrimos que está llena de interrogantes. Hay una neo figuración que se alimenta de muchos neo expresionistas o es un arte que vive y renace de lo precolombino y transforma los símbolos modernos. Interrupción y desviación.

Es en  la actualidad desde donde nos aproximamos a su obra, para entender mejor a un artista que ya desde los inicios de su trabajo supo concebir la pintura  y su proceso  creativo como  un camino en solitario, lleno de constantes búsquedas estéticas.

Martínez trabajó durante años con su galería, muy concretamente con Inés Amor,  y con ninguna más; un signo de su desdén por el cada vez más ruidoso tráfico artístico y cultural. Eso no significa que Martínez no estuviera atento a todo lo que ocurría en la vida cultural de mexicana e internacional, sino que no se quería en absoluto involucrar en el desgaste de la promoción. Y es desde la actualidad desde donde nos aproximamos a su obra, para entender mejor a un artista que ya desde los inicios de su trabajo supo concebir la pintura  y su proceso  creativo como  un camino en solitario, lleno de constantes búsquedas. Fue  un artista puro, ensimismado, en permanente búsqueda del misterioso trasfondo de sí mismo y de las cosas; en suma: un  artista verdadero y único en México. Si el arte es romper con tradiciones, el tiempo tie­ne participación colectiva, como filiación de tradicio­nes, que nos lleva a la expresión y descripción de la pin­tura. Por eso, la pintura de Ricardo .Martínez es una de las  más personales y sólidas de América Latina.

 

 

 

*Parte de este ensayo pertenece al libro Ricardo Martínez Atmósferas de Miguel Ángel Muñoz Editado por Siglo XXI Editores y el Palacio de Bellas Artes.

1 Luis Cardoza y Aragón,  Ricardo Martínez, Joaquín Mortiz, 1981, México.

2 Fernando Gamboa, presentación  del catálogo Ricardo Martínez. Obra reciente. Museo de Arte Moderno, México, 1974