2018: la muerte indie

2018: la muerte indie
Por:
  • wenceslao_bruciaga

Según los garabatos facsimilares sobre una hoja blanca de mi libreta con calcomanías de casetes y penes erectos que dicen Suck dick, save the world, este texto condenado a la perfidia debía empezar casi honrando el Joy As An Act Of Resistance de los bristolianos Idles: para mí, el mejor y más terrorista álbum del 2018, con esos riffs de pavimento en bruto solapando la voz bracera de Joe Talbot, fermentada en cerveza barata, que llegó para soltar cabezazos y patadas en los huevos al tendencioso círculo de las reseñas.

Todo iba saliendo de acuerdo al plan...

NO SÓLO LA LEYENDA SE FUE A LA TUMBA

Hasta que las notificaciones empezaron a brotar en redes sociales.

Pete Shelley, vocalista de los Buzzcocks, había muerto con 63 años. Dejé de teclear bajando el monitor, incrédulo: apenas seis meses atrás tuve a Shelley a una docena de cabezas de distancia, que rebotaban como canicas en la marea del irascible slam que se armó con el resto de los Buzzcocks en su presentación estelar, como parte del Festival Marvin 2018. Con todo y la peda que me cargaba, recuerdo al Pete entero, saludablemente panzón, dando la nota del grito punk sin ahogarse, a diferencia de su paisano punketo John Lydon, quien necesitó un tanque de oxígeno para alcanzar los agudos indispensables en su Public Image Ltd cuando tocaron en el Pepsi Center de la Ciudad de México, el pasado noviembre. Shelley era tan sólo un año mayor que el exvocalista de los Sex Pistols.

UN INFARTO zanjó la voz que fundaría la velocidad a mil por hora del punk machín y sensiblero, con el cual los Idles están endeudados. Se dice que los Buzzcocks son los padres del pop punk, acaso por la osadía de Pete Shelley de hundir las manos sin contriciones en la aciaga cursilería propia de los romances, atrevimiento que sería definitivo para que el punk perdiera el miedo a los sentimientos, muy determinantes en la lírica de los Idles, por ejemplo. No sospechaba ponerme tan triste, pero como buen joto estoy muy pendejo al momento de digerir el sentimentalismo. Puse el Love Bites de los Buzzcocks del 77, a modo de novenario para el difunto, recordando cómo esas canciones me consolaban en los primeros y torpes enculamientos, como no puede ser de otra manera a los veinte años. Lo más patético es que he cambiado poco desde entonces. Quizás la única diferencia, madura por así decirlo, es que ahora no les parto su madre a los ex. Shelley y los Buzzcocks también fueron los primeros en hacer guiños al slang homoerótico, desde el nombre, las vergas zumbantes, la velocidad de las guitarras que si bien excitadas, eran desarrolladas con la elasticidad del Bubblegum pop, hasta las letras chillonas de pasión en testosterona sobrecargada de emociones, mucho antes de que la pretensión activista exigiera cuotas de arcoíris en la cultura pop, el entretenimiento, el arte y la música. Es decir, mucho antes de que aspectos como la tolerancia o la inclusión, la agenda rosa, fueran estrategia de marketing, aunque los ingenuos se compren la farsa de la visibilidad en tiempos liberales, la sensibilidad de los Buzzcocks dictaría las reglas de grupos de pasión gay, ocultas por vendavales de ruido como los seminales Hüsker Dü o el subsecuente queer punk: “Nosotros ayudamos a descubrir que el punk era lo suficientemente abierto para hablar del amor y las relaciones personales sin tapujos. No todo tenía que ser anarquía y ‘Dios salve a La Reina’. El punk era más que eso”, dice Pete Shelley en Teen Spirit: De viaje por el pop independiente.

Como muchas bandas de la época, alejadas de las masas o los estadios, los Buzzcocks sentaron las bases del mentado indie de los últimos años, que yo destaco por sus montones de melcocha clasemediera y pueril, con la diferencia del tempo: a los indies filtrados por el Instagram les fascina la lentitud inofensiva.

EL AÑO CERO DE LA CHILLADERA

No pretendo caer en purismos resentidos sobre qué debe ser lo indie en espectros del bien y el mal, pues no hay nada más pedante que exigirle cualquier tipo de castidad al rock. Sólo que empezó a llamarme la atención cómo el llamado indie, sobre todo el surgido al mismo tiempo que MySpace, hacía la finta de adelantar el futuro, ese que antepone el género inflando el pecho por encima de la música y las letras; dejó de ser realista para diseminar la sensación, o idea, de que la independencia conectaba con la melancolía enfundada en ropitas de American Apparel (marca hoy ya extinta), ya sea real o forzada, y era más importante que chocar con la realidad.

Esto me regresa a la inspiración original de los apuntes anteriores a la muerte de Pete Shelley, quien se llevó algo más que la leyenda a la tumba: proponer la muerte del indie como ese aguijón de pop chilletas que rehúye la realidad, con toda su injusta complejidad, inevitable a pesar de la conciencia social de bandas como Beirut y Beach House, que en entrevistas hablan de feminismo o influencias étnicas pero sus letras, encantadoras, son al mismo tiempo cobardes si se trata de romper su propia zona de confort.

DICE MICHAEL AZERRAD en su libro, Nuestro grupo podría ser tu vida, que “el rock de masas consistía en vivir a lo grande; el indie, en vivir de forma realista y estar orgulloso de ello”, y me parece que tal fundamento empezó a desvanecerse por ahí del 2005, cuando el indie empezó a fusilarse la materia prima de bandas como Death Cab for Cutie, Belle and Sebastian, Ladytron o Cut Copy. Con él organizaron un especie de secta con valores heredados de la utopía hippie, donde los únicos gritos de independencia venían del folk o el synth pop de nostalgia ochentera y la estética parecía levantarse como árbol de la salvación.

No soy hipócrita, eso lo dejo a las creyentes de The XX o Björk: soy bien pinche fan de Death Cab... y Belle and Sebastian es como mi cardioestimulador: estos últimos me llegaron en intravenosa justo por las engañosas capas de sus composiciones, cuyos paisajes campiranos y dulzones sostenían historias de empleados de cafés enamoradizos, mal pagados y pervertidos según su adolescencia tardía (será que por los días en que me hice de sus primeros discos de portadas monocromáticas me ganaba la vida de mesero). Además, esta banda escocesa se formó al interior de un programa para desempleados, como de película de Ken Loach, donde la música se ofrecía como capacitación laboral:

Después de unos siete años en el desempleo le dijeron, de forma bastante poco ambigua, que tenía que asistir a un curso de formación laboral y dejar de ir a la oficina de una vez por todas, o se acabaría el subsidio... Por suerte para Stuart David (bajista fundador de Belle and Sebastian), uno de los cursos de la lista, incrustado de forma atractiva entre las ofertas relacionadas con maquinaria y hostelería, consistía en algo llamado Beatbox, un curso ideado para ofrecer a músicos en ciernes la oportunidad de familiarizarse con diversos aspectos del negocio musical —escribe Paul Whitelaw en Una historia de rock moderna, biografía de la banda.

Fue en ese curso para desempleados con ínfulas de músicos fallidos que David conoció a Stuart Murdoch y prendió la chispa de lo que hoy conocemos como Belle and Sebastian.

Whitelaw agrega: “Los miembros de Belle and Sebastian tienen poco en común con la imagen exageradamente sensible que los ha perseguido desde el primer día”. Ese fenómeno ocurrió de modo inverso a los proyectos inspirados en el sonido de los Belle, como la desesperación por demostrar que su sensibilidad, o los outfits, eran más importantes que la música misma. Algo similar pasaba con los Death Cab for Cutie, oriundos de Bellingham, estado de Washington, con un sonido de pop electrónico pegajoso, cuya inteligencia lírica apegada a la monótona sobrevivencia de la clase media-obrera siempre me recordó a las proletarias de Nirvana o Alice in Chains.

"En realidad, es honesto que este tipo de bandas no hablen de hambre o desempleo porque para ellos sería un ejercicio de ciencia ficción. No se habla de problemas económicos o sociales porque la mayoría de los grupos surgen del college rock".

EL SONIDO tanto de los Belle como Death Cab pareció fácil de imitar: bandas como los Decemberists, los Antlers y Broken Bells brotaron por mogotes, hablando de desamores tan profundos como el capítulo más pretencioso e inmamable de la serie Girls. En México hubo casos descarados, no por ello malos: recuerdo a los Chikita Violenta que hacían un buen plagio del sonido indie asimilado por la mayoría y la industria, aunque después de su disco The Stars And Suns Sessions no se supo gran cosa de ellos, igual que los antes mencionados.

EN OTROS EXTREMO, proyectos como Ladytron de Inglaterra o los australianos Cut Copy deslactosaban las nociones del cyberpunk o synth pop bailable, inspirando nombres como New Young Pony Club o los Hot Chip que en su momento gozaron de una avalancha de fama, tiranos de las playlists llamadas “Fiestas Hipster”, hoy difuminados entre efemérides empolvadas y memoria incierta. No se sabe si se les recuerda por su calidad o lo que la fantasía ideológica hace pensar que significaron para el axioma indie.

No quiero dejar pasar el hecho de que muchos homosexuales, en su mayoría reacios a lo que sale de la coreografía pop fácil de emular, abrazaron este indie que garantizaba depresiones libres de raspones y ensayos de suicidios, por aquello de que nos deja el chacal y ya queremos atragantarnos de pastillas.

Mientras tanto, Death Cab for Cutie y Belle and Sebastian se engolosinaban en su propia mediocridad al tomarse muy en serio su papel de ídolos indies, perjurando su realidad para regodearse en días de olores vintage, sin presiones económicas y con mucho tiempo libre para estilizar los dramas. Es decir: lanzaron discos malos, aburridos y complacientes.

[caption id="attachment_861434" align="alignnone" width="696"] Hot Snakes. Fuente: subpop.com[/caption]

INDIE DEL SIGLO XXI: PROZAC SIN RECETA

Víctor Lenore, autor del mordaz libro Indies, hipsters y gafapastas, afirma:

En realidad, es honesto que este tipo de bandas no hablen de hambre o desempleo porque para ellos sería un ejercicio de ciencia ficción. No se habla de problemas económicos o sociales porque la mayoría de los grupos surgen del college rock, escena universitaria de clase media y alta. También puede ser peor cuando encuentras a grupos que vienen de barrios populares, pero copian esa mentalidad. Recordemos que los precios de la educación en Estados Unidos son mucho más elevados que los de México o España.

Sin embargo, Sonic Youth sí establecía conexiones con la jodida realidad como en el sencillo “Teenage Riot”, y a pesar de que J. Mascis, vocalista de Dinosaur Jr., es un mimado niño bien e hijo único de dentistas pudientes, no evadía la realidad a pesar de sus constantes azotes.

Recuerdo una ocasión en la que entrevisté a una de las integrantes de Au Revoir Simone, el trío de supuesto dream pop surgido de las entrañas de Williamsburg, Brooklyn, considerada capital de la decoración hipster. A propósito, le pregunté si sentía alguna responsabilidad por fomentar la cultura de los chai lattes de siete dólares o los bares de cereales orgánicos que te venden un vil plato de Zucaritas a diez dólares. Creo que no entendió del todo la ironía, pues respondió alegre, contenta de ser pionera en una nueva era cultural:

—Algunos de mis amigos se burlan de mí porque me han dicho que soy la única persona que se identifica con lo hipster y no se ofende... la razón es que realmente creo en la contracultura y en ser muy raros y ser diferentes y ahora, aunque existe Urban Outfiters y todas estas cosas que intentan acoplarse a ese estilo de vida, creo que todavía hay lugar para la individualidad y ser fiel a uno mismo.

Después empezamos a hablar de cómo la contracultura, según el filtro de Au Revoir Simone, fomenta nociones como el feminismo, la igualdad y tolerancia. Y ahora que recuerdo aquella charla no dejo de pensar cómo aquella burbuja liberal del indie, individual y fiel a sí misma, chillona y fiestera sin pleitos, fue el caldo de cultivo para el yunque de corrección política que hoy aplasta o santifica los diálogos públicos. No es lo mismo proclamar igualdad desde un escritorio de CoWork en la Colonia Roma de la Ciudad de México que en el paradero de microbuses a las orillas del Ajusco. Hubo un momento en que los Black Kids chiflaron las conciencias de muchos indies por su sencillo I’m Not Gonna Teach Your Boyfriend How to Dance With You, alabando el festín étnico de sus integrantes y el hecho de romper estereotipos con sus tecladistas llenitas, según la permivisidad coloquial de esos tiempos. Pero luego de ese éxito no se volvió a saber nada de los Black Kids. En cuanto a Au Revoir Simone, estuvieron a punto de caer en el olvido hasta que David Lynch las resucitó como parte de los cameos musicales que cerraban los capítulos de la tercera temporada de Twin Peaks.

NO TENGO PROBLEMAS con el dinero. Pertenezco a una generación que se sentía cómoda con los rockstars millonarios, aunque leales a cierta imperfección chocante y suicida, susceptibles de ser asesinados por sus propios fans o ser catalogados como mala influencia, coherentes con la lógica autodestructiva. Kurt Cobain, Layne Staley —vocalista de Alice in Chains—, Shannon Hoon —líder de Blind Melon—, el folk doloroso y el misterioso suicidio gore de Elliott Smith, lejos de los neofolkis de nostalgia cuasi victoriana: los indies de mi generación (alternativos en ese entonces) superpusieron las consecuencias de la realidad por encima de cualquier espejismo idolatrado.

Por su parte, el indie que traigo a cuento en este texto (debatir sobre la metafísica de la independencia, los grupos prefabricados en serie o  los círculos temporales de los one hit wonders requiere de más espacio y la paciencia del Dalai Lama, que me caga), rayó en absurdos como convertirse en material didáctico de educación cívica con todas sus peroratas de veganismo, consumo orgánico, tolerancia de aparador y un soberbio rechazo a todo tipo de violencia cuando en la realidad eso es imposible, sobre todo cuando tu fuente de empleo no está dentro del ámbito creativo. Me la paso bien cuando escucho a Phoenix, me pone de buenas, pero admito que es la banda favorita de los diseñadores gráficos. Ya lo decía John Lydon: “La ira es energía”. Cierto que Kurt Cobain fue un defensor de las causas lgbt+, pero al menos en su expediente había arrestos por grafitear en las calles frases como Dios es gay.

Los indies de la camada de Portugal The Man no se meten en problemas ni se roban nada. Supongo que es una buena señal: los hombres de bien son urgentes en esta sociedad.

"El punk de la vieja e incorrecta escuela ha empezado a bullear al indie, que en su afán de alfombrar la realidad de peluche y tolerancia ha caído en fase terminal".

SI LA REALIDAD ES CRUDA Y DURA HABRÁ PUNK

Y es que no es lo mismo deprimirte con tres dólares en la cartera que secarte las lágrimas en un café de maderas relucientes frente a un humeante chai latte orgánico. Lo primero frustra, encabrona y da por resultado canciones como las de Idles, Hot Snakes o Pissed Jeans, que llevan ya algún tiempo pateando tobillos indies con sus impertinencias obreras.

Desde hace un par de años a la fecha, el punk de la vieja e incorrecta escuela ha empezado a bullear al indie, que en su afán de alfombrar la realidad de peluche y tolerancia ha caído en la fase terminal de la repetición intrascendente. Y el disco de los Idles y su impacto es un ejemplo de vandálica esperanza. O eso quiero pensar. Aunque Joe Talbot esté duro y chingue con que el sonido de los Idles nada tiene que ver con el punk, incapaz de negar la pedante cruz de su parroquia milenial, devoto de las categorías identitarias, se le va la vida declarando que lo de Idles es motorik aunque los periodistas no se lo pregunten ni por bostezos. Lo cierto, para desgracia de Talbot, es que los Idles suenan a punk, hardcore y post punk, y de ahí su relevancia sobre otras producciones del 2018, que estriba en lo salvaje de sus canciones, heredada de la anarquía de los Buzzcocks y del punk en general, que partía de cierto sentido de independencia. En la raíz etimológica del indie, con todo y la temática anclada en su realidad generacional, muy queda-bien con las minorías, la erradicación de hábitos normalizados o el cuestionamiento de masculinidad hegemónica —cosas que ya gritoneaban las primeras bandas del queer punk como Pansy Division, pero bueno, hay cierta necesidad milenial de sentirse descubridores de algo, lo que sea—, la genialidad de los Idles estriba en la rabiosa contradicción de sus convicciones. Un track como “Samaritans” es una declaración de guerra contra los preceptos machistas que establecen que los hombres no deben llorar, pero a un ritmo que si fueran madrazos ya estaríamos llorando, tumbados en la banqueta retorciéndonos del dolor. Lo contrario de Iron & Wine o Chet Faker que reflexionan sobre lo mismo, pero gimoteando.

No son los únicos. Aunque menos panfletarios, los Hot Snakes de San Diego, California, lanzaron en 2018 Jericho Sirens, un disco de hardcore, angustioso y surfero, que evoca notas de los Descendents o NOFX lo mismo que Black Flag o Agnostic Front. Pero el coraje no es el único jab. Algo que comparten tanto los Idles como Hot Snakes son sus letras grafiteadas de realidad, desamor y desempleo, donde la clase media es más dura que aburrida y melancólica, cuando no paupérrima. O como los mismos Buzzcocks cantaban en el primer surco de Love Bites: “Todos ganaremos si jugamos el mismo juego, en el mundo real”. Algo que el indie pop no hace, al menos en el mundo real.