Gabriel Zaid

Cincuenta aniversario: Los demasiados libros

“Casi todos los libros se vuelven obsoletos desde el momento en que se escriben, si no antes. Y la mercadotecnia
está logrando imponer la planned obsolescence hasta de los autores clásicos (con nuevas y mejores
ediciones críticas)”, escribió Gabriel Zaid en un ensayo de su título indispensable, Los demasiados libros.
Ante el medio siglo de la primera edición del volumen, Juan Domingo Argüelles lo releyó y no sólo
comparte sus hallazgos; también pondera la relevancia de esas páginas que conforman un referente moderno.

Cincuenta aniversario: Los demasiados libros
Cincuenta aniversario: Los demasiados librosFoto: Especial
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Durante los últimos meses de 2022 apareció, bajo el sello Debate, la edición conmemorativa del medio siglo de Los demasiados libros, una de las obras maestras del pensamiento crítico de Gabriel Zaid y, a la vez, pionera en su género (sobre la cultura escrita y la cadena productiva del libro) no sólo en México, sino también en el extranjero, pues a las quince ediciones mexicanas (casi siempre revisadas y en más de una ocasión corregidas y aumentadas o disminuidas) se agregan once traducciones al inglés, dos al portugués y versiones al alemán, italiano, francés, croata, neerlandés, es-loveno y estonio.

Esto habla de la importancia de dicho libro que, en sus cincuenta años, se ha convertido en un clásico moderno y en una gran aportación intelectual que han disfrutado muchas generaciones, admirando su estilo límpido, emotivo, inteligente, no exento de humor y lleno de guiños culturales que nos llevan a otros libros que han formado parte sustancial de nuestra cultura.

Después de leída la primera edición de Los demasiados libros, publicada en Buenos Aires por el editor Carlos Lohlé el 2 de diciembre de 1972 (para sumarse al Año Internacional del Libro declarado por la Unesco), he releído esta obra no demasiadas veces, pero sí varias (seis al menos, con la última que acabo de realizar para escribir estas páginas), sin contar las innumerables ocasiones en que la he consultado y releído fragmentariamente, descubriendo siempre nuevos horizontes vitales y librescos.

Aunque de ningún modo el libro es voluminoso (112 páginas la primera edición; 152 la edición aumentada, y 172 la edición conmemorativa), jamás lo había leído de un tirón. Por ello, el domingo 15 de enero me entregué a leerlo sin prisas, pero también sin pausas (encerrado para el caso y apaga-dos los teléfonos), a partir de las 10:35 y finalizando a las 14:25 horas. Resultó una experiencia maravillosa, con este libro redondo, perfecto, con sus nuevos textos y su enésima revisión, después de medio siglo de que Carlos Lohlé lo echó a andar por el mundo. Comprendí la eliminación del ensayo “Por una ley del libro”, pues en 2008, en México, entró en vigor la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro (que dejó mucho que desear) y disfruté los nuevos ensayos: “Clásicos y bestsellers”, “El futuro del libro” y el que hace las veces de prólogo (“Avatares de un libro”), en el que Zaid relata, estupendamente, cómo surgió esta obra que llegó a tener en su escritorio, por tres años, Joaquín Díez-Canedo, junto con otros mecanuscritos.

He dicho antes que el autor, en varias ocasiones, ha revisado, aumentado o disminuido esta obra y, respecto de su estructura, también más de una vez ha modificado el orden de los ensayos. Lo cierto es que, en mi lectura de un tirón, he quedado arrobado ante una pieza maravillosamente articulada que, por supuesto, perfecciona las ediciones anteriores. A lo largo de tres horas con cincuenta minutos he quedado, por enésima ocasión, fascinado y feliz con un libro cuyos lectores tenemos que agradecer a la inteligencia y sensibilidad de Gabriel Zaid.

Es una de las obras maestras del pensamiento crítico
de Zaid y pionera en su género no sólo en México, sino también en el extranjero

LOS DEMASIADOS LIBROS 1972-2022 (quizá la edición ya definitiva) se integra con los siguientes textos: “Avatares de un libro”, “Malthusiana”, el que da título al volumen, así como “Quejarse de Babel”, “Los libros y la conversación”, “Cultura y comercio”, “Interrogantes sobre la difusión del libro”, “La superación tecnológica del libro”, “El costo de leer”, “La oferta y la demanda de la poesía”, “Cilicio para autores masoquistas”, “Constelaciones de libros”, “En busca del lector”, “Diversidad y concentración”, “Lectores en Wikilandia”, “Clásicos y bestsellers” y “El futuro del libro”. Cada uno de estos ensayos (unos más breves que otros) se lee como una unidad, pero también cada uno dialoga con los demás en una estructura que hace del libro, como unidad, una obra perfecta: ese clásico moderno que, con inteligencia y estilo socráticos, nos demuestra algo irrefutable o bien nos hace dudar de lo que asumíamos como indiscutible.

El ensayista nos ha enseñado a leer y a desconfiar de ciertas formas de lectura; nos ha mostrado que hay publicaciones en el formato códex que parecen libros, pero que están muy lejos de serlo; nos ha hecho dudar sobre los diversos propósitos de leer libros y nos ha demostrado que hasta en esto, por la sacralidad y la nobleza del objeto libro (convertido en un fetiche), han surgido ideas beatas sobre el acto y la experiencia de leer.

Si hiciéramos el ejercicio de componer Los demasiados libros a la manera de uno de aforismos sobre la lectura, sus dudas y certezas, cada aforismo sería una enorme lección de sustancia imperecedera. En “Malthusiana”, Zaid nos advierte que los demasiados libros nos agobian y constituyen un problema para el comercio y para los lectores; mucho se debe a los edito-res que nunca supieron distinguir entre lo publicable y lo impublicable, con casos extremos de libros lanzados al mundo que nadie leyó y que inmediatamente se convirtieron no sólo en fracasos de venta, sino en demandas legales. Por otra parte, nos ilustra también sobre el hecho de que la mayoría de la gente quiere publicar un libro, pero no está dispuesta a leer otro que no sea el suyo.

Desde la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, mucha es la gente que quiere “verse en letras de molde [porque] parece una consagración: inmortalizarse como un clásico”,1 aunque esto sea consecuencia de que los primeros libros salidos de la imprenta fueron los textos bíblicos, griegos, romanos o patrísticos. Esto se opone por completo a la idea más noble y preciosa de la lectura, pues “hay en la experiencia de leer una felicidad y libertad que resultan adictivas”.2

Concretamente, en el ensayo que da título al libro aparecen frases, expresiones, párrafos completos que ya forman parte de nuestro ADN cultural de lectores, como el siguiente que es ineludible y que muchos nos sabemos de memoria:

... ¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.3

Cincuenta aniversario: Los demasiados libros
Cincuenta aniversario: Los demasiados libros

EN RELACIÓN CON EL MERCADO y con el comercio del libro, y acerca de la falsa idea de que los grandes tirajes abaratan los costos, Zaid pone en su lugar especialmente a quienes, muchas veces desde el gobierno en turno, editan por montones (decenas o cientos de miles) libros que sólo leen (en caso de que les vaya bien) los correctores de pruebas.

Todo eso por algo que preferimos ignorar o que, de plano, ignoran los editores improvisados o los políticos con ideas fijas a las que jamás han renunciado: que “la mayor parte de los libros que se publican no interesan a 30,000 personas ni regalados”.4

Por supuesto, el gobierno se ufana de regalar libros con desmesura, lo que sirve, por ejemplo, como timbre de orgullo ¡en un par de líneas del informe presidencial!; tramposamente se da por sentado que los cientos de miles de libros regalados han sido leídos por sus receptores (o víctimas). Esto no se puede comprobar y, en general, no es verdad, pero magnificando una cosa (el número de libros regalados), se da por cierta otra, imposible de probar: que el número de libros regalados es idéntico al número de libros leídos.

En otras páginas de su obra cincuentenaria (“Los libros y la conversación”), Zaid nos advierte que, para que exista la cultura, es necesario el intercambio: el habla viva suele ser materia prima de la letra muerta que está en todos los libros hasta que un lector, con su práctica, la dota de existencia. Esto no puede sino coincidir y remitirnos al hermoso y certero poema de Octavio Paz, “Conversar”, de la sección “Un sol más vivo”, de su libro magistral de madurez Árbol adentro, ese poema en cuya tercera estrofa se concentra la vida y la muerte del signo y el habla:

La palabra del hombre

Es hija de la muerte.

Hablamos porque somos

mortales: las palabras

no son signos, son años.

Al decir lo que dicen

los nombres que decimos

dicen tiempo: nos dicen,

somos hombres del tiempo.

Conversar es humano.5

Sócrates, que no escribió libro alguno, pues desconfiaba de ellos por considerar que tornaban perezosa la memoria, llega a nosotros, a través de los siglos, mediante el habla, la conversación, el diálogo de su discípulo Platón. “Afortunadamente para nosotros, [Platón] optó por la escritura: fue socrático y antisocrático al mismo tiempo. Hizo fructificar en los libros los diálogos que todavía cuestionan nuestra vida libresca”.6

Zaid pone en su lugar a quienes, desde el gobierno en turno,
editan (por decenas de miles) libros que sólo leen los correctores de pruebas

POR ELLO, EN EL POEMA antes citado, Paz se opone a un poeta que concluyó que conversar es divino. Lo refuta, en principio, porque los dioses no hablan, aunque hagan y deshagan mundos, a diferencia del ser humano que se hace más humano en tanto más dialoga, en tanto más conversa, incluso con los difuntos, como escribió Francisco de Quevedo, escuchando con los ojos a los muertos por medio de los libros y autores que ya forman parte de nuestro ADN cultural.

Zaid se pregunta sin retórica alguna:

Hoy que el exceso de población, que el exceso de escolaridad, que el excesivo costo de la atención personal, hacen imposible tener un Sócrates en cada salón de clase, ¿hasta qué punto el aula no es una máquina obsoleta frente a muchas otras formas de enseñanza y animación, como la biblioteca?7

No le falta razón, pues no olvidemos que José Vasconcelos dijo que “la biblioteca complementa a la escuela, en muchos casos la sustituye y en todos los casos la supera”.

En sus “Interrogantes sobre la difusión del libro”, Zaid aborda, entre algunos otros, un tema central sobre el analfabetismo funcional y cultural que padecemos. Afirma que uno de los grandes obstáculos para la difusión del libro “está en las masas de privilegiados que fueron a la universidad y no aprendieron a leer un libro”.8 No exagera. Son numerosísimos los universitarios que no saben leer, porque se la pasaron con un solo libro durante un curso. “¿Hay manera más segura de hacer un libro completamente ininteligible que leerlo suficientemente despacio?”,9 se pregunta el autor.

Por cierto, si partimos del aserto zaidiano, irrefutable, de que un libro puede leerse en cualquier sitio y posición: de pie, sentado, acostado, y de que, además, no necesita de un manual de instalación y operación, como sí lo precisan los dispositivos electrónicos, no hay nada más portátil ni perfecto como un libro físico.

Y aquí tenemos que recordar que la lectura de un libro no sólo es un ejercicio intelectual, sino también corporal, como bien lo dice Vasconcelos en su breve ensayo “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”. Teniendo es-to en cuenta, realicé mi relectura de un tirón de la edición cincuentenaria de Los demasiados libros en la soledad de mi estudio, primero sentado y luego de pie y caminando (y a veces en voz alta) y lo concluí acostado panza abajo. (Únicamente me faltó leerlo en bicicleta).

PERO ESTE EJERCICIO y esta experien-cia de un libro que se lee con gozo en el tiempo de placer intelectual que el propio libro exige (menos de cuatro horas) y no arrastrándome sobre la superficie de las páginas “como una lagartija miope” (la precisa imagen es también de Zaid) me llevó irremediablemente a lo que mi médico neurólogo y gran amigo Bruno Estañol (que cuida mi depresión e hipertensión) me indica para la toma de la presión arterial. Es decir, efectuarla en las posturas más frecuentes del acto de leer, pero en el siguiente orden: primero acostado, luego sentado y, por último, de pie; cabe decir que los resultados son siempre variables y que el bau-manómetro no miente.

Asimismo, no miente Gabriel Zaid cuando asegura que los buenos escritores, traductores, maestros, editores, etcétera, empezaron como buenos lectores que, además de leer, releen, y releen con inteligencia y pasión. Mensaje para los lectores: lean y relean la edición cincuentenaria de Los demasiados libros, pues “hoy casi nada se relee, y lo que es peor: casi nada lo merece”.10

Nota

1 Gabriel Zaid, Los demasiados libros 1972-2022, Debate, Penguin Random House, México, 2022, p. 17.

2 Ibidem, p. 19.

3 Ibidem, p. 30.

4 Ibidem, p. 32.

5 Octavio Paz, Obras completas 12, Obra poética II (1969-1998), Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 133.

6 Gabriel Zaid, op. cit., p. 40.

7 Ibidem, p. 44.

8 Ibidem, p. 74.

9 Ibidem, p. 72.

10 Ibidem, p. 153.