En el cuadrilátero de la memoria

En el cuadrilátero de la memoria
En el cuadrilátero de la memoriaFuente: dziesiec.com
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Eran arduas mis jornadas en la crónica deportiva. No tenía, como puede suponerse cuando uno es llamado a un diario para fungir como reportero de asuntos especiales, un lugar de privilegio en relación con aquellos que cubrían sus fuentes específicas y entregaban sus reportes burocráticos. Al contrario: parecía que debía esmerarme al doble y aún así, luego de llenar planas enteras con material bien documentado y correctamente escrito, el jefe de la sección me miraba como si lo hubiera decepcionado, pues siempre se esperaba más de mí. A veces me quejaba:

—¿Por qué a los otros reporteros no les exiges tanto?

—Porque sé que ellos no van a dar lo que tú puedes dar —me respondía.

La complicación estaba en conseguir algo distinto de la nota diaria. Los deportistas acostumbran dar entrevistas banqueteras, en las que dicen cada vez las mismas cosas (“por lo menos sumamos”, afirma el futbolista ante un gris empate; “el próximo partido no me preocupa, me ocupa”, dice un entrenador cuando se acerca un duelo decisivo; “realmente no sentí su golpeo”, asegura un boxeador con el rostro desfigurado). Los reporteros las consignan así, tal cual, y hasta se pasan grabaciones entre ellos para publicar al día siguiente la misma nota. Salirse de ese juego suele implicar traición.

HABÍA QUE INGENIÁRSELAS, pues, para cumplir el encargo. El periódico me enviaba con una encomienda y yo debía cumplirla. Y no solía ser fácil, porque los deportistas no son gente de palabra sino de obra, de acción, y además suelen ser acosados por los fanáticos. Hacer el viaje, buscarlos, convencer-los de hablar, irrumpir en su intimidad, sacarles cosas interesantes... De eso se trataba.

Recuerdo haber ido a las montañas de Big Bear, en California, y tocado a la puerta de la cabaña donde se entrenaba Óscar de la Hoya para su primera pelea contra Julio César Chávez. Ya había viajado con ellos en el tour promocional, pero el editor quería más. Para no variar, mi cobertura de ese periplo —un gran rodeo por Estados Unidos, donde en cada ciudad se decían más o menos las mismas cosas en la rueda de prensa, como un Día de la Marmota infinito— le pareció pobre, pues creía que me iba a dar no sólo para contar jornada tras jornada sino además para llenar, posteriormente (ya en la redacción), planas y planas con las historias de los peleadores, narradas sólo a mí en los descansos del tour promocional.

Para terminar lo que había empezado (pues según el editor me encon-traba en falta), el periódico nos compró a un fotógrafo y a mí boletos de avión a California para que fuéramos a tocar el timbre de la casa donde se entrenaba Óscar de la Hoya. También, para que luego buscáramos en Lake Tahoe, en Reno, Nevada, a Julio César Chávez, llamar a la puerta en la suite del Cae-sars Palace de su concentración y des-pués convencerlo, así nomás, de que charláramos in extenso.

En Big Bear no salió Óscar, ni el entrenador que había hecho el viaje promocional con él, Roberto Alcázar, sino un personaje nuevo para mí, mexicano, yucateco, don Jesús Rivero, quien me dijo, con un hablar golpeado, que nadie entraba ahí sin su permiso.

Llamé al editor y le conté el incidente. Reconoció al hombre.

—Es Cholain, Cholain Rivero.

No se hablaba mucho de él en esos días, porque Alcázar, desde Los Ángeles, fingía tener el control de todo y no quería que nadie supiera que habían contratado para esa pelea a un maestro de boxeo.

—Es Cholain, el entrenador de Miguel Canto, es mi amigo, dile que vas de mi parte —me aconsejó el editor.

Volví a la casa, toqué la puerta, salió Cholain, le di el santo y seña y me recibió con amabilidad.

Era Cholain, lo es, un hombre de letras, como diría Fernando del Paso. Recuerdo que hacía, en el cuadrilátero, preguntas literarias, que a De la Hoya lo dejaban estupefacto. Ésta, por ejemplo, a la que aun ahora no le encuentro una respuesta satisfactoria:

—Si el inglés es la lengua de Shakespeare, el italiano la lengua de Dante, el español la de Cervantes, ¿de qué autor es la lengua francesa?

Con Julio César en Lake Tahoe hubo algún roce al principio, pues le presenté un historial de sus peleas y se puso a contarlas, pues creía que le estaban restando combates. Según su contabilidad se preparaba, creo, para la número cien. Luego de pasar este examen fuimos recibidos, el fotógrafo y yo, con una gran sonrisa.

EN MIS REVISIONES de papeles personales hallé hace poco algunas secciones deportivas que guardé en una caja. Entendí entonces cómo es que permanece aún en mí esa sensación de angustia que me acompañaba en las coberturas. Hay finales del futbol mexicano, por ejemplo, para las que escribí, en unas pocas horas (entre el final del juego y la hora del cierre, y con la pausa del traslado a la redacción), crónica técnica y la que llaman de color (dos en La Bombonera en una final, de las tribunas y de los políticos del Grupo Atlacomulco que asistieron a ese juego), más los vestidores. Cobertura completa. Dos páginas o más de un diario de formato amplio. Lo que me parece, visto desde acá, como un abuso.

Por fortuna la pluma corría ágil, y aunque con algunos dislates (no demasiados, pero sí incomprensibles, acaso culpa de la prisa, como llamar Ratón al Conejo Pérez o Tlacuache al Huitlacoche Medel), mis notas quizá puedan leerse aún y remitir al lector a aquellas grandes gestas.

En mi primera semana como cronista deportivo busqué a Enrique Borja, al que seguí de niño, primero en Pumas y luego en el América. Esa entrevista está extraviada en el espacio.

Por esos mismos días acudí a un hotel en Paseo de la Reforma en donde (me avisaron en la redacción) se concentraban los jugadores del Necaxa. En el lobby me acerqué a uno de ellos, alguien me dijo que era el portero, y le comenté que venía de los libros, no del futbol, y estaba empezando a conocer el medio. “Perdón, no sé qué has hecho. ¿Me puedes contar tu historia en las canchas?” Su nombre: Adolfo Ríos. No se molestó y accedió a la soli-citud impertinente.

Llegué a ese mundo nuevo de la crónica deportiva como viajero intergaláctico e intenté aprender lo más que pude. He rescatado en mis libros aquello que se dejó rescatar. Lo que el azar ha dispuesto que sea encontrado. Aun así, gran parte de lo escrito por mí en esas arduas jornadas yace en la hemeroteca. Se ha perdido en el tiempo, diría el replicante, como lágrimas en la lluvia.

Una versión de este texto será leída en el Primer Encuentro Intergaláctico de Nueva Crónica Mexicana, celebrado en esta ciudad del 7 de julio al 7 de agosto de 2021.