Jack Kerouac

El escritor que no quiso ser profeta

Un acontecimiento en la literatura estadunidense del siglo XX, con destino inmediato a la leyenda, tuvo lugar
con la publicación de la novela fundamental de Jack Kerouac, En el camino (1957). En estas páginas,
Jorge García-Robles —acaso el más atento especialista en México sobre la Generación Beat
y este autor en particular— destaca el papel de profeta de la contracultura que le fue asignado desde entonces,
en demérito de su trabajo literario. Así surgió el mito de un autor cuya identidad —como leemos aquí—
difícilmente se reconoce en las premisas de una lectura complaciente que ha condenado su obra a la incomprensión.

Jack Kerouac (1922-1969).
Jack Kerouac (1922-1969).Fuente: pleasekillme.com
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Antes que profeta Jack Kerouac quería ser escritor; antes que creador de nuevos paradigmas generacionales deseaba ser reconocido como autor de libros. Desde muy joven pretendió ser un herrero de las letras y no un líder de opinión o gurú contracultural (como el messiah Ginsberg). Esta afirmación puede ser el punto de partida para tratar de asir (si es que es posible asir) a un literato como Jack Kerouac, en lugar de encasillarlo como el profeta de la generación beat, lo que nunca quiso ser.

ESCRITOR, QUE NO PROFETA

¿Es un cliché demodé afirmar que alguien es fatalmente escritor? Tal vez no, hay escritores y artistas que, famosos o no, ciertamente tienen que crear para no desequilibrar su existencia; al parecer Hemingway se dio un tiro en la boca porque ya no podía escribir y Keith Emerson introdujo una bala en su cabeza porque era incapaz de tocar el piano. En el caso de Kerouac escribir fue un recurso esencial para sobrevivir, precariamente, en el mundo de los Sapiens; teclear la máquina de escribir era lo único que sabía hacer, su fatal oficio, uno que a final de cuentas resultó insuficiente para evitar que una selección natural disfrazada de civilidad lo expulsara prematuramente del universo.

El verdadero credo de Kerouac era su quehacer literario, uno derivado de una preceptiva que buscaba en la espontaneidad su referencia esencial; su estilo pretendía expresar, antes que belleza, autenticidad, antes que estética pura, una subjetividad que reflejaba algún tipo de religiosidad; Kerouac descubrió esta preceptiva a través de las cartas que Neal Cassady le enviaba, en ellas la espontaneidad brotaba libre, fluida, sin ornamentos, manifestando en automático la energía de quien las hacía; en este sentido, para Kerouac escribir no era un acto separado del “mundo interior” del escritor sino una forma de expresarlo por medio de las palabras.

Por ello quizás haya que concebirlo más como un cronista de sus estados de ánimo y vivencias, que como un novelista típico que pretende construir un texto —a la manera de Faulkner— en el que la personalidad del autor no tiene necesariamente que ver con su obra.

Pero sucedió que tanto los militantes-activistas de la cofradía beat —léase Ginsberg y Ferlinghetti— como sus lectores contraculturales moralizaron la obra de Kerouac, canonizándola y erigiéndola como la summa de los libros sagrados del espíritu beat, y al hacerlo aclamaron y reafirmaron al Kerouac-gurú generacional y no al Kerouac-escritor.

No resulta descabellado afirmar que tanto los autores creyentes-ideologizados de la generación beat, la enorme mayoría de lectores-fans de Kerouac, como gran parte de sus críticos y analistas le han jugado chueco al autor de Visiones de Cody, inventándolo como no es, al no considerar los motivos reales por los que escribía y al tergiversar su obra, concibiéndola más como un catecismo contracultural que como un texto con valor literario. Kerouac sintió esto después de publicar En el camino y otros libros, cuando se volvió famoso y fue automáticamente etiquetado como prócer contestatario generacional y no como literato talentoso.

No se trata de negar que el contenido de los libros de Kerouac expone una conducta generacional rebelde; en efecto, sus crónicas describen de muchas maneras un comportamiento juvenil que rompe con el mundo convencional de entonces y prefigura el estallido generacional de la década de 1960; el asunto es que este escritor retrata a sus amigos de ruta no para sacralizarlos y volverlos modelos de una renovada moral juvenil, sino porque describirlos en streaming respondía a una preceptiva literaria que comulgaba con la idea de relatar experiencias espontáneas y no debido a la pretensión de configurar un instructivo que subvirtiera al condenable mundo adulto en que vivía; detrás de sus textos no hay premisas morales sino intenciones literarias.

La conducta de Kerouac durante la epopeya juvenil de los años sesenta, es decir, su rechazo al flower power, al rock, a toda suerte de rebelión generacional y su apoyo al gobierno en la guerra de Vietnam, confirman esa idea; por lo demás, creo que la autodestructividad etílica de Kerouac, que se recrudeció al hacerse célebre, se produjo justamente por el hecho de no haber sido reconocido como un literato sino como el inspirador de una rebelión generacional que en realidad nunca deseó; lo mismo les pasó a Voltaire y a Rousseau con la Revolución Francesa: por más que nunca la desearon ni alentaron, que la condenaron mucho antes de que sucediera, la historia los erigió como los teóricos que la provocaron con sus ideologías molotov.

POETA MALDITO

Podemos decir entonces que Kerouac ha sido el mentor de la generación beat y de la llamada contracultura de los años sesenta a pesar de sí mismo, y que su obra ha estado condenada no por indiferencia —para Verlaine, la condición esencial del poeta maldito— sino por la tergiversación de la que ha sido víctima (probablemente por ello Verlaine no lo hubiera incluido en la lista de malditos en su famoso libro).

¿Pero qué es un poeta maldito? A dos siglos de la creación del mito, podemos definirlo como el escritor o artista que está fuera de control, que carece de dominio de sí mismo, que no es dueño de sus acciones, en suma, que es un ser poseído, pero no por demonios o espíritus malignos (como lo creía Burroughs) sino por una bioquímica cerebral cuyo holograma neuronal fabrica individuos anormales e inadaptados.

Por lo general, el poeta maldito tiene un final trágico —suicidio, locura—, puede ser adicto a sustancias y manifestar comportamientos que chocan con los códigos aceptados por una comunidad, lo que le genera conflictos con su entorno; hay que decir que hay grados de posesión y que no todos los escritores poseídos tienen un final trágico, tal es el caso de Burroughs, quien auxiliado por drogas y entregado a su quehacer literario logró impedir, pergeñando una conveniente negociación, que sus demonios lo liquidaran.

Kerouac es, con Neal Cassady, el poeta maldito de los beats; su vida, sobre todo en los últimos años, estaba fuera de control, su capacidad de asirse a la vida fue remplazada por el deseo de morir de manera progresiva; Kerouac se programó para aniquilarse lentamente, eligiendo de verdugo a su aliado-destructor, el alcohol; en lugar de ahorcarse como Nerval, de meterse piedras en el bolsillo como Virginia Woolf, hizo lo que Dylan Thomas: morir a fuego lento y esperar que la guadaña le hendiera su filo poco a poco; Kerouac es el típico suicida que no se atreve a darse un tiro en la cabeza. Por lo demás, nunca dejó de escribir, su condena como poeta maldito incluía no poder dejar de hacerlo.

Su condición de profeta y no su talento literario sigue siendo el soporte y la razón de ser de su fama; desde su tumba, el escritor sigue esperando que se le reconozca por sus méritos artísticos y no por su profetismo

Me es imposible evitar decir que Rimbaud ha sido el poeta más inteligente que ha existido: renunció a su condición literaria justo a tiempo y mando à la merde los malabares literarios para siempre, es decir, la condena de ser un poeta maldito, un marginado en el mundo de los vivos; ni un minuto de mi vida a la literatura, se dijo a sí mismo el poeta adolescente y jamás volvió a interesarse por las letras, liberándose de ellas por completo, lo que Kerouac debió hacer pero no hizo después de publicar En el camino.

TRÁGICO-PARADÓJICO

A cien años del nacimiento de Kerouac su condición de profeta y no su talento literario sigue siendo el soporte y la razón de ser de su fama; desde su tumba, el escritor sigue esperando que se le reconozca por sus méritos artísticos y no por su profetismo; para su desgracia, el reconocimiento literario avanza en razón inversa a como él hubiera querido: mientras más afamado se vuelve como mentor generacional menos se le pondera su capacidad literaria. Moraleja: no sólo hay poetas malditos, también hay obras malditas, condenadas, como la de Kerouac.

Tal es la condición trágico-paradójica del escritor Kerouac que, a medio siglo de haber muerto, lejos de desaparecer ha aumentado, a saber: ser reconocido como el creador de un canon generacional contracultural y no como el creador de obras literarias valiosas.

Jack Kerouac tiene más fans que lectores, más adeptos que encuentran en sus textos una especie de Manual underground para vivir fuera del mundo moderno, que lectores que no buscan en sus libros morales contestatarias sino disfrutar y reflexionar sus historias, como sucede con las obras de Balzac, James Joyce o Truman Capote.

Quizás en el inframundo Jack Kerouac sólo dejará de beber whisky cuando sus lectores no lo conciban como un beat sino como un escritor, así a secas... lo que a todas luces suena imposible.

Nota

Para celebrar los cien años del nacimiento de Kerouac, le propuse a la coordinadora de Literatura del INBAL, Leticia Luna, mediante correo electrónico y Messenger, organizar algún tipo de evento, pero la susodicha (que conoce bien mis libros y textos sobre el autor) no me respondió, incluso me bloqueó. ¿La razón? Ser crítico del gobierno de AMLO y hacerlo público. Esta actitud, a todas luces autoritaria y carente de respeto al quehacer y la difusión de la literatura, es el claro reflejo de cómo operan los funcionarios culturales del actual gobierno, a saber, de manera facciosa, oficialista y marginando a quien no comulga con el ideario de su presidente, lo opuesto a la pluralidad y la tolerancia.

JORGE GARCÍA-ROBLES

(México, 1959), ensayista, traductor, narrador; autor de Utilería (1995), Burroughs y Kerouac. Dos forasteros perdidos en México (2007) y Blues para una especie tóxica (2021); ha traducido siete libros de Jack Kerouac.