La hospitalidad de lo cóncavo

Fetiches ordinarios

Figura de barro de Colima (año 100 a.C).
Figura de barro de Colima (año 100 a.C).Fuente: wikimedia
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Ya sea en forma de taza, cuenco o recipiente, la media esfera es la forma fundacional de los utensilios de cocina. Cavidad domesticada y portátil, artilugio para aprovechar la hospitalidad de lo cóncavo, trampa segura de los líquidos, la vida cotidiana no sería la misma sin esas represas que dan forma a la fuerza de gravedad y permiten tareas tan indispensables como cocinar un caldo, darse un baño en tina o sentarse a tomar el té de las cinco.

Mientras escrutaba el fondo de la taza de café en busca de alguna pista sobre mi destino, más allá del baile inmóvil de figuras sedimentadas, alternativamente terribles, grotescas y chuscas, atisbé la lisura de la cerámica, su consistencia compacta, pulcra y acariciable, y me percaté de que en vez de enfocar la mirada hacia el futuro, la estaba dirigiendo hacia el pasado remoto, hacia ese lecho arcilloso en los márgenes de los ríos del que surgirían, gracias a los rudimentos de la alfarería, las primeras ánforas y vasijas.

SI ADÁN FUE CREADO a partir del barro, no tardó en descubrir que, a su imagen y semejanza, podía transformar el polvo de la Tierra sometiéndolo al fuego. Hoy los tazones y las ollas se fabrican con toda clase de materiales, pero sin demérito de las virtudes respectivas del cobre, el vidrio y aun del plástico, el recipiente por antonomasia está hecho de la misma sustancia que las montañas, las piedras y las rocas. Ya sea de cerámica esmaltada, de porcelana china o de simple terracota, hay algo en esos recipientes que recuerda el cuenco formado por las manos: cierta calidez, cierta disposición a la acogida que los vuelve acaso un poco más humanos, quizá también porque muchos de esos receptáculos y contenedores se moldean todavía con las palmas y las yemas de los dedos.

Según Mark Miodownik, en Cosas (y) materiales (Turner, 2017), libro erudito y fascinante sobre “la magia de los objetos que nos rodean”, en las vasijas destinadas a recoger y almacenar agua y granos estaría la clave del origen de la civilización. Basta observar con detenimiento una maceta o una olla de barro para advertir que en ellas están ya prefiguradas la agricultura y la sedentarización. A diferencia de las jícaras y los guajes, que sugieren ligereza y movilidad y congenian mejor con los desplazamientos nómadas, las macetas y las vasijas invitan al detenimiento, al calor del hogar, a la fijeza, y no ocultan la voluntad de echar raíces. Pesadas, perdurables, al cabo frágiles, son emblema de la continuidad y el arraigo, y no por nada al fondo de sus oquedades se acumula el sedimento de lo que se puso en remojo. Hecha de los mismos materiales con los que luego se levantarían casas, fortificaciones y ciudades, la vasija fue la piedra de toque de quienes optaron por asentarse en un territorio.

DE NIÑO, MI ABUELA MATERNA aprovechaba las tardes que pasaba con ella para leerme la Biblia, en un intento tenaz —pero acaso ya secretamente resignado— por enderezar mi camino, que desde entonces serpenteaba por los jardines bifurcados del epicureísmo y el descreimiento. Para atraerme a aquellas sesiones de catecismo doméstico —que yo confundía con veladas literarias—, el anzuelo era un tazón irresistible de chocolate, que yo casi abrazaba y bebía a sorbos mientras escuchaba aquellas historias fantásticas de sacrificios, matanzas y hasta milagros.

En un extraño pasaje que me impresionó y sobre el que he dirigido varias veces mis devaneos exegéticos, Jehová elige a quienes han de salvar al pueblo de Israel a partir de la forma en que beben agua (Jueces 7:5). Mientras que casi todo el pueblo se dobla de rodillas para beber del arroyo, un puñado de apenas trescientos hombres la lamen acercándola a la boca con la mano. Estos serán los elegidos. No sé si lo discutí entonces con mi abuela o lo elaboré después, pero aunque esta forma de beber se compara en el texto “con la de los perros” (pero también doblarse de rodillas aceptaría esa comparación) tiene un no sé qué de elegancia y dignidad y aplomo, y sugiere la astucia de valerse de un recipiente formado con las propias manos.

Las vasijas invitan a la fijeza. Pesadas, al cabo frágiles, son
emblema de la continuidad y el arraigo

A pesar de que el alcance de su simbolismo se me escapa por completo, la importancia de lo cóncavo será subrayada unos versículos más adelante, cuando esos hombres ganen la batalla armados únicamente de trompetas, teas ardientes y cántaros vacíos. A una señal (divina), tocan al unísono las trompetas y quiebran los cántaros contra el suelo, en lo que quizá quepa entender como un ataque basado en la alharaca y la intimidación.

Desde entonces, como Charles Lamb, siento una debilidad incorregible por las tazas y los tazones, aunque no me importa si fueron elaboradas con porcelana antigua ni tengo especial aprecio por las figuras chinescas de su superficie. Me basta que se amolden bien al cuenco de las manos, como un recipiente dentro de otro, mucho mejor si prescinden de oreja o de asas, de modo que puedan irradiar plenamente el calor a toda la piel que las acoge, en una suerte de comunión con el brebaje, dentro del cual casi podríamos hundir la cara y perdernos en un trance de placer.

CUANDO LA DINASTÍA CHINA Han (siglo III a. C.) empezó a hacer gala de la porcelana recién inventada a partir de una combinación de cuarzo, feldespato y caolín, sometida a temperaturas altísimas (1300º C), procuró que ese nuevo material se apreciara con todos los sentidos. Además de su ligereza y tonalidad casi translúcida, la mejor porcelana, la más compacta, resuena y reverbera al contacto, en contraste con otros materiales más burdos, como la arcilla, capaces sólo de lamentos apagados y sordos. Y si su asombrosa lisura podía antojarse todavía poca cosa, para afianzar su anhelo de refinamiento y sofisticación los emperadores instituyeron también que había que llevarla a los labios, tocarla con ese pliegue de sensibilidad exacerbada que ya es casi gustativo, para lo cual inventaron la ceremonia del té, que desde entonces se practica de muchas maneras en el Lejano Oriente, pero también en otros países occidentales igualmente cautivados por la belleza sin secretos de la porcelana, como en Inglaterra, en donde la fabrican a partir de ceniza de hueso.

En lo personal, prefiero los tazones oscuros, de una textura terrosa por fuera y esmaltados en tonos pardos y cenagosos por dentro. A la vez que transmiten una calidez mineral, cierta proximidad con las rocas o, si se quiere, con su perfeccionamiento o sublimación, el agua humeante parece ganar más consistencia y cuerpo al momento de ser vertida en su interior, como si ese solo hechizo dotara de profundidad y enigma incluso a los caldos o infusiones más anodinos. Con el tazón propicio, incluso la experiencia de llevarse a los labios un simple caldo de pollo se puede convertir en una celebración y una ceremonia.