Ian McEwan y el barrendero

Ian McEwan y el barrendero
Por:
  • delia_juarez_g.

En la novela Sábado de Ian McEwan (Anagrama, 2005), Henry Perowne hace un recorrido por algunas calles de Londres en el día de una manifestación contra la guerra de Irak. El escritor recrea una escena común en las grandes ciudades y hace una estampa memorable de uno de sus trabajadores indispensables:

el barrendero.

“Los bares a lo largo de la calle están cerrados. Sólo se han abierto la tienda de flautas y el puesto de periódicos. Delante del traiteur Rive Gauche, el dueño baldea la acera con una cubeta de aluminio, al estilo parisino. Se dirige hacia Perowne, de espaldas al gentío, barriendo las cunetas, empujando una carretilla, un empleado del municipio, más o menos de su misma edad, de cara sonrosada, con una gorra de beisbol y una chaqueta amarilla fluorescente. Extrañamente afanoso de hacer un buen trabajo, empuja las esquinas de la escoba contra los ángulos del bordillo, entre los residuos. En una mañana de sábado, su vigor y su esmero incomodan, como una muda acusación. Qué podría ser más fútil que este mal pagado quehacer doméstico a escala urbana cuando detrás de él, al fondo de la calle, se esparce una gruesa capa de cartones y trazas de papel bajo los pies de los manifestantes congregados delante del McDonald’s de la esquina. Y más allá de ellos, a través de la metrópolis, una diaria ventisca de basura.

Según pasan, se cruzan fugazmente las miradas neutras de ambos hombres.

El blanco de los ojos del barrendero tiene una orla de amarillo huevo sombreado de rojo alrededor de los párpados. Por un momento vertiginoso, Henry se siente vinculado a él, como si estuvieran juntos en un subibaja, sujetos a un eje que inclinara la vida del uno hacia la del otro. Perowne desvía la mirada y reduce el paso antes de doblar hacia el garaje habilitado en unas antiguas caballerías. Qué relajante debió ser, en otra época, ser próspero y creer que una fuerza sobrenatural omnisciente había asignado a cada persona su posición en la vida. [...]

Tras los ruinosos experimentos del siglo recién fenecido, después de unas conductas tan infames, después de tantas muertes, se ha instaurado un agnosticismo intranquilo en torno a estas cuestiones de justicia y redistribución de la riqueza. No más grandes ideas. El mundo debe mejorar, si es que mejora, a pasos pequeñísimos. La gente adopta ante todo una visión existencial: tener que barrer las calles para ganarse la vida parece simple mala suerte. No es una era visionaria. Es necesario limpiar las calles. Que se alisten los infortunados.”