La biografía inglesa tradición mayor

La biografía inglesa tradición mayor
Por:
  • antonio_saborit

El legado de Humboldt, la exitosa novela en clave que el prestigiado Saul Bellow dedicó a la vida del poeta Delmore Schwartz, apareció a mediados de los novecientos setenta, dos años antes de que el desconocido James Atlas (1949-2019) concluyera el manuscrito de su primer título, Delmore Schwartz: The Life of an American Poet. Apenas un raro —exalumno de Robert Lowell, Elizabeth Bishop y Richard Ellmann— no se arredra ante semejante avatar y decide convertir el arte de contar la vida de los otros en su propio oficio. Acaso no fue del todo así. Sucede que por esta vida de Schwartz, inesperada y notable, Atlas quedó atado al género de la biografía e incluso empezó a trabajar en la del crítico y ensayista Edmund Wilson. Tomar el tiempo de los otros, hacer un libro con sus vidas, le interesaron menos que aplicarse en los asombros de lo real. Así, al cabo de cinco años de acumular notas, borradores y primeras ediciones dejó por la paz a Wilson y se concentró en cambio en una novela, The Great Pretender (1986). El gesto, sincero aunque soberbio, le acarreó mucho más pena que gloria.

Mientras tanto, la vida de Schwartz abonó al creciente número de lectores de este poeta. Fue un lento y auténtico succès d’estime, aunque en realidad el trabajo editorial fue el que le procuró a Atlas un buen refugio en revistas como The Atlantic y Vanity Fair. Al igual que varios autores de su misma generación, ensayó algo sobre la mala hora de las humanidades en los colegios y universidades de Estados Unidos, Battle of the Books: Curriculum Debate in America [La batalla de los libros: El debate del currículum en Estados Unidos, 1993]. A partir de 1996, Atlas se hizo cargo de una serie de vidas breves, Penguin Lives, en la que aparecieron aproximaciones y reintegros biográficos de Edmund White sobre Marcel Proust, Jimmy Breslin sobre Branch Rickey, Martin Marty sobre Martín Lutero, Ada Louise Huxtable sobre Frank Lloyd Wright, Mary Gordon sobre Juana de Arco, Garry Wills sobre San Agustín. La serie murió al saltar al siglo xxi, después de que Atlas viera salir de la imprenta su nueva vida, Bellow: A Biography (2000).

Empezó a dirigir una segunda serie en 2003, Eminent Lives, coeditada entre HarperCollins y su propia casa editorial, Atlas Publishing, donde están las páginas de Christopher Hitchens sobre Thomas Jefferson, Edmund Morris sobre Beethoven, Karen Armstrong sobre Mahoma, Michael Korda sobre Ulysses S. Grant, Francine Prose sobre Caravaggio, Joseph Epstein sobre Alexis de Tocqueville, Bill Bryson sobre Shakespeare, Ross King sobre Maquiavelo, entre otras. En medio de esta actividad, Atlas encontró espacio para dar a la imprenta un libro de memorias, My Life in the Middle Ages: A Survivor’s Tale (2005), y prodigarse en una serie de notas y ensayos que más adelante cribó en The Shadow in the Garden: A Biographer’s Tale (2017). La muerte de Atlas, junto con la de Edmund Morris, señala el final de un momento fugaz y luminoso para el desarrollo del retrato biográfico en la literatura de Estados Unidos.

Una tarde lluviosa, hace poco, gasté una hora en Hatchards, la respetable librería londinense en Picadilly, puerta con puerta de Fortnum & Mason. Hatchard es muy tradicionalmente inglesa: “Libreros desde 1797”, se lee en un cartel sobre la puerta. Las ventanas en saliente y la fachada en madera de caoba barnizada lo hacen sentir a uno en 1797.

Deambulaba por la sección de biografías, una amplia habitación ventilada, con los marcos de las puertas rematados en arco, que ocupa prácticamente todo el piso bajo. La pared del fondo está dedicada íntegramente a biografías de Churchill. Hay biografías de personas de las que nunca he oído hablar, como Lady Hester, Queen of the East (sobrina de William Pitt, el Joven, me entero en el forro del ejemplar); biografías de gente que “conozco”, pero que me he arreglado para no leer (el poeta romántico menor Leigh Hunt); biografías de biógrafos (Harold Nicholson). “¿No se merece una biografía cualquiera que haya vivido y dejado registro de esa vida?”, se preguntaba Virginia Woolf. Al parecer, sí. ¿Pero nos hacen falta tres biografías de Mary Lamb, conocida sobre todo como la hermana de Charles Lamb, el ensayista más bien olvidado de principios del siglo xix, cuyo mérito para ser famosa no es su intenso diario sino el hecho de que asesinó a su madre con un cuchillo de cocina?

Estaba a punto de irme con las manos vacías (¡por una vez!) cuando llamó mi atención un arreglo en una de las mesas en la entrada: tres libros en rústica color crema, con retratos al modo impresionista de sus biografiados en la portada y la apariencia uniforme de una serie: Defoe sobre Sheppard & Wild, Southey sobre Nelson y Scott sobre Zelide. Abajo venía la descripción de la serie: “Biografías clásicas editadas por Richard Holmes”. Tomé los tres libros y fui a la caja.

Holmes, según el consenso general, es el biógrafo más interesante en Inglaterra y lo ha sido a lo largo de tres décadas. Se consolidó a sí mismo en 1974 con un apasionante Shelley de 800 páginas, cuyo subtítulo (La búsqueda) era exacto; Holmes asedió a su biografiado por la sinuosa ruta del poeta desde Eton y Oxford hasta sus últimos días en Casa Magni, frente al golfo de La Spezia, donde se ahogó a los 29 años. Holmes siguió con una prodigiosa vida de Coleridge en dos tomos. Intercalados con estos grandes proyectos ha habido miniaturas de figuras menores, con frecuencia olvidadas —asedios, los llama Holmes. Huellas, mi favorito entre sus libros, está hecho de cuatro narraciones de viaje en las que describe su método ofreciéndonos estudios de caso del biógrafo en obra, asediando cada movimiento de su personaje y bocetando la época con un esmero por el detalle propio de un pintor. Al fondo siempre aparece el mismo Holmes: el biógrafo como autobiógrafo. (En persona, Holmes es reservado al grado de la opacidad; escribí un perfil de él hace años y acabé convencido de que lo conocía mucho menos bien que antes).

Su nueva serie, publicada en el Reino Unido por HarperCollins, reimprime biografías que fueron populares en su día, con amplios prólogos de Holmes. Además de los tres títulos que me llevé, están por salir otros tres: Godwin sobre Wollstonecraft, Gilchrist sobre Blake y Johnson sobre Savage, el poeta embrutecido y pobre del siglo xviii al que Johnson rescató del olvido. Es factible que hoy estos títulos no tengan un gran público, ni siquiera en Inglaterra. Sólo un duro biogadicto —para usar la voz de James Joyce— los encontrará irresistibles. Pero es significativo el hecho de que se pudieran publicar —hasta ahora ningún editor de Estados Unidos se interesa en la serie.

La biografía no es una avanzada de la literatura en Inglaterra, un suple-mento para el poema o la novela, sino una forma vital por derecho propio. Todo catedrático de Oxford, lord y marqués, cualquier pariente de un grande (la sobrina de Pitt) parece merecer una biografía. La edición corregida del Dictionary of National Biography, recién publicado por Oxford, se recibió como un gran acontecimiento cultural y produjo meses de polémicas en la sección de cartas del Times Literary Supplement sobre presuntas pifias. “El ‘primer impreso’ del poeta-dramaturgo Thomas Lodge, un epitafio sobre Lady Anne Lodge (1579), es una falsa atribución de John Payne Collier, expuesta en 1960...” ¿A qué burro se le ocurriría?

Es difícil imaginar tan intensos intercambios en alguna revista de Estados Unidos. Estamos menos obsesionados con la biografía que los ingleses. Nos falta el gen de la biografía. ¿Por qué? Imagino varias razones. Para empezar, a nuestra cultura literaria la entorpece la mentalidad de la división del trabajo, la cual no logra estimular el amateurismo versátil y sofisticado que es tan natural para el temperamento inglés: aquí los poetas escriben poemas; los novelistas, novelas; los biógrafos, biografías. En Inglaterra, la biografía es una actividad a la que se meten algunos de sus autores más distinguidos. Virginia Woolf (quien llegó al extremo de declarar al biógrafo como un igual a su biografiado) produjo una biografía de primera sobre el pintor de Bloomsbury, Roger Fry. La de Evelyn Waugh sobre monseñor Ronald Fox y la de E. M. Forster sobre su tía abuela victoriana Marianne Thornton confirman el aserto de Woolf. En sus apasionantes libros, el biógrafo es en un sentido el biografiado. El punto no era elegir una vida que fuera relevante, sino una vida interesante. Woolf escribió incluso la vida ficticia de un perro, Flush, engrosando un subgénero que sólo los ingleses podían soñar: la biografía canina. (Véase la obra maestra de no ficción de J. R. Ackerley, Mi perra Tulip).

"Hemos profesionalizado la biografía, con ella hemos hecho una carrera. Jeffrey Meyers, autor de más de veinte biografías sobre personas tan distintas como Humphrey Bogart y Edmund Wilson, es un biógrafo".

En efecto, hemos profesionalizado la biografía, con ella hemos hecho una carrera. Jeffrey Meyers, autor de más de veinte biografías sobre personas tan distintas como Humphrey Bogart y Edmund Wilson, es un biógrafo. Otro es Fred Kaplan (Henry James y Gore Vidal). También lo es Justin Kaplan (Whitman, Twain), maestro de la forma. Richard Ellmann, biógrafo de James Joyce y Oscar Wilde, llevó la escritura de vida a un nuevo nivel; pero aún así fue un biógrafo. No es que Inglaterra no tenga autores que hayan hecho de la biografía una ocupación exclusiva —Michael Holroyd y Claire Tomalin vienen a la mente de inmediato—, pero la consideran un trabajo para mujeres y hombres de letras, categoría que no existe en Estados Unidos. Ian Hamilton, poeta, reseñista y editor de revistas literarias, sacó una vasta biografía de Robert Lowell. Andrew Motion, poeta laureado de Inglaterra, produjo una biografía inteligente (si bien malévola) de Philip Larkin. Peter Ackroyd y A. N. Wilson alternan biografía y novelas.

En nuestra cultura no existe un corolario auténtico. ¿Cuántos autores estadunidenses —esto es, novelistas y poetas— han escrito biografías? John Berryman sobre Stephen Crane, Wallace Stegner sobre Bernard DeVoto, Henry James sobre Hawthorne —sé que hay más, pero no muchas más. La sección de biografía en Barnes & Noble está llena de valiosos tomos que disfrutan sus seis semanas en los estantes antes de ser transformados en pulpa. ¿Pero cuántas biografías estadunidenses —o al menos biografías literarias— merecen la clasificación de grandes? Para mí, James Joyce de Ellmann, Samuel Johnson de Walter Jackson Bate y los cinco tomos del Henry James de Leon Edel.

Estos son grandes libros en todos los sentidos. El de Bates tiene 600 pá-ginas, más de 800 el de Ellmann y el de Edel llega a las dos mil. Pero dejémoslos en paz. A pesar de su tamaño, son libros escritos con economía. No es el grosor el que pierde nuestra producción biográfica. Es la pedantería, la  insistencia —común, sobre todo entre académicos— en meter en la cuenta biográfica todos los hechos, por insignificantes que sean. Lytton Strachey proponía que los biógrafos se internaran en “ese gran océano de material y que, por aquí y por allá”, introdujeran “una pequeña cubeta” para sacar “a la luz algún espécimen característico de las grandes profundidades, para ser examinado con cuidadosa curiosidad”.

Muchos de nuestros biógrafos —“diligentes payasos”, los llama Holmes en un raro momento nada caritativo— usan el método de arrastre comercial al sumergir redes de millas de ancho en el oscuro mar de los archivos. Richard Yates fue un brillante escritor infravalorado que merece ser redescubierto; pero las 700 páginas de Blake Bailey no guardan proporción con el talento de su biografiado: Yates no fue Yeats. Y el infatigable Hershel Parker, ¿necesitaba escribir dos tomos de 900 páginas cada uno sobre Melville? (Andrew Delbanco, en su biografía de Melville, hace el trabajo en una cuarta parte de ese espacio). Estos no son libros: son monumentos, la expresión literaria de un impulso visible en cada dominio de nuestra cultura, del arte a la arquitectura a los automóviles. El mejor, el más grande, el máximo: nos definimos por nuestra búsqueda de superlativos. La Gran Biografía Estadunidense suplantó ese otro fenómeno literario, la Gran Novela Estadunidense. Se trata de vidas imperialistas, decididas a conquistar el mundo de las letras.

¿Soy muy severo con mis colegas? No olvidemos que la biografía inglesa tuvo su propia Época Imperial. La de J. G. Lockhart sobre su suegro, Sir Walter Scott, y la de J. A. Froude sobre Carlyle ocuparon varios tomos cada una. Pero había una diferencia crucial entre esos tomos paquidérmicos y las masivas biografías estadunidenses de hoy: poseían una profunda familiaridad con el mundo descrito, una amable intimidad en el tono. Ayudó que la mayoría de los biógrafos victorianos conocieran personalmente a sus biografiados. Carlyle arregló con Froude que fuera su biógrafo en sus paseos vespertinos por Chelsea; Lockhart fue amigo de Scott; John Forster, el primer biógrafo de Dickens, lo siguió devotamente durante años. Elizabeth Gaskell, cuya biografía de Charlotte Brontë es una obra mayor de la literatura del siglo xix, se escribía con Charlotte y visitó a la novelista en Haworth. Si su libro omite muchos hechos —sobre todo la pasión no correspondida y claramente erótica de Brontë por su profesor en Bruselas, Constantin Heger— tiene la ventaja de la proximidad temporal. Nos habla en la voz de su propio tiempo.

"Había una diferencia crucial entre esos tomos paquidérmicos y las masivas biografías estadunidenses de hoy: poseían una profunda familiaridad con el mundo descrito, una amable intimidad en el tono".

El gran ejemplo de esta tradición es, por supuesto, Vida de Samuel Johnson de Boswell. Durante más de dos décadas, desde su definitivo primer encuentro en la librería de Mr. Davis hasta la muerte de Johnson en 1784, Boswell fue la sombra de ese escritor. Viajaron juntos a las Hébridas, comieron en la taberna Mitre, recorrieron las calles de Londres a todas horas del día y de la noche. El biógrafo conoció de primera mano el mundo de su biografiado, sus usos y costumbres, su estilo de expresarse y de vestir, lo que la gente comía y bebía. Su genio particular para la observación y el mimetismo le permitieron darnos a Johnson como fue. Mal vestido, tartamudo, voluble, escrofuloso, indulgente en el habla y en el apetito, lleno de tics nerviosos, retacándose la boca de comida en las cenas, con la peluca chueca, tocando todos los faroles con su bastón, aparece ante nosotros como un personaje sobrenaturalmente vivo.

Si el Johnson de Boswell tiene un precursor —si se puede decir que una obra tan sorprendentemente original tiene un precursor— es la propia obra maestra de Johnson, Vida de los poetas ingleses. Cada página vibra con su tono enérgico y seguro. Al describir las disipaciones nocturnas del poeta Savage, Johnson escribió:

Al cenar se atascaba sin querer y a veces pasaba la noche en alojamientos de espanto, en casas abiertas toda la noche para el vago casual, a veces en sótanos, entre el escándalo y la mugre de lo peor y más derrochador de la gentuza; y a veces, sin dinero para enfrentar ni siquiera los gastos de estos espacios, caminaba por las calles hasta fatigarse y se echaba en verano sobre un promontorio, o en invierno, con sus socios en la pobreza, entre las cenizas de un invernadero.

¿Cómo supo Johnson esto? ¿Cómo puede evocar la escena con tal precisión visual? Porque estuvo ahí. Johnson y Savage fueron íntimos y muchas veces el biógrafo lo acompañó en sus caminatas nocturnas. “Estamos ante un hombre que habla de su propio mundo”, apuntó John Wain en su biografía de Johnson. Su inmersión en la vida de sus biografiados reflejó la inmersión en su cultura.

Johnson también tuvo un precursor: el estudioso del siglo xvii John Aubrey, cuyas Vidas breves estaban hechas de bocetos, a veces de una o dos páginas, de hombres y mujeres representativos de su tiempo, espigando detalles personales sobre ellos con el fin de transmitir su esencia. Las Vidas breves fueron en efecto breves. (Aubrey sólo logró escribir dos páginas sobre Shakespeare: “Oí decir a Sir William Davenant y a Mr. Thomas Shadwell que tenía el ingenio más prodigioso”). Pero Aubrey entendía el valor del detalle elocuente; no necesitó gran espacio. El filósofo Thomas Hobbes amaba tanto la geometría que “le daba por trazar líneas en hojas que apoyaba sobre el muslo, en cama”. Las impresiones de Aubrey sobre los suyos, escritas en “agendas de bolsillo”, nos llevan más cerca de la textura de la vida de la época isabelina que cualquier otra obra.

La contemporaneidad no es la única medida de una experiencia y de una sensibilidad congruentes. Thomas Macaulay, a la siguiente generación de Johnson, lo atrapó en una obra maestra de la retórica de 64 páginas; Strachey, en Victorianos eminentes, produjo en sólo 200 páginas retratos de cuerpo entero (devastadores) de Florence Nightingale, el doctor Arnold de Rugby, el cardenal Manning y el general Gordon, fósiles de otra época. Lo que estos libros tienen en común, aparte de su brevedad, es su idea del lenguaje y del oficio; son ensayos biográficos en una tradición marcada por su propio estilo. En una palabra, son libros escritos.

[caption id="attachment_1012349" align="alignnone" width="696"] James Boswell (1740-1795). Fuente: es.wikipedia.org[/caption]

Para ser justos, los ingleses nos llevan una clara ventaja en este campo: tienen una clase educada que comparte resonancias históricas, sociales y culturales que realza su compacta geografía. Tal vez Estados Unidos sea demasiado amorfo, diverso, demasiado desparramado en su fabulosa inmensidad para producir biografías en la escala humana de la tradición inglesa. Ansiosos de grandeza, hacemos que nuestros sujetos sean más gran-des que en vida. Vivimos en una cultura de la celebridad, ¿por qué habría de estar exenta la biografía de nuestra necesidad de crear dioses?

Holmes trabaja un lienzo pequeño. No importa cuán grandes sean sus libros, se concentra en la tarea de la reconstrucción imaginativa, cubre de simpatía emotiva a sus sujetos, se convierte en su doble. Cuatro de las biografías en su serie son de autores que conocieron a sus biografiados o que vivieron su época; en un caso —Godwin y Wollstonecraft— estuvieron casados. Pero su grandeza tiene que ver menos con la cronología que con la voluntad de los autores por habitar la vida de sus biografiados. Holmes nunca ha escrito sobre alguien que conociera; su conocimiento es de un tipo más hondo, más duradero. Al escribir sobre Shelley, él es Shelley; al escribir sobre Coleridge, él es Coleridge.

El día en que nuestros biógrafos aprendan a dominar esta ilusión llegaremos a tener nuestras propias biografías clásicas.

Fuente: The New York Times, 9 de octubre, 2005. Título de este suplemento.