Leonardo Da Vinci, retratos y fetiches

Leonardo Da Vinci, retratos y fetiches
Por:
  • ariel gonzalez

Las biografías de los grandes genios parecen siempre infinitas, complejos proyectos en marcha que sólo ingenuamente se dan por terminados. El caso de Leonardo da Vinci es paradigmático a este respecto y guarda una paradoja a mi gusto odiosa: cuanto más se sabe del hombre y su obra desde el punto de vista académico, histórico e incluso científico, mayor es la pretensión de algunos por hacer incomprensible su talento e insistir en el carácter enigmático y hasta místico tanto de su vida como de su obra. Es decir, quinientos años después de su muerte, cuanta más luz han provisto los estudios serios sobre el personaje, mayores son las tinieblas que buscan producir novelistas disparatados y oportunistas, documentalistas fantasiosos, así como toda clase de charlatanes sobre el críptico homosexual de caligrafía especular y autor de la no menos intrigante Mona Lisa.

¿UN HOMBRE DEL RENACIMIENTO?

[caption id="attachment_914513" align="alignright" width="255"] La virgen de las rocas (detalle), óleo sobre madera, 1483-1486.[/caption]

Aunque podemos concluir con certidumbre que en estos cinco siglos se ha abonado mucho en la comprensión de la naturaleza y profundidad de su poliédrico talento —muy por encima de las modernas sombras que se erigen artificialmente en torno de éste—, es cierto que cada época ha tenido un acercamiento específico a su figura. Y es un hecho que por mucho tiempo el libro del también artista y arquitecto Giorgio Vasari (Vidas de grandes artistas, Aguilar, 1964), cuya primera edición apareció en 1550 con el título Le vite de più eccellenti architetti, pittori et scultori italiani, fue el principal referente para conocer no sólo la trayectoria de Da Vinci sino la de otros artistas fundamentales del Renacimiento, entre ellos, sin duda alguna, Miguel Ángel o Rafael.

GIORGIO VASARI, considerado el pionero de la historia del arte occidental, consiguió reunir una gran cantidad de información (aun de fuentes directas) sobre sus personajes, si bien a lo largo del tiempo muchos de sus datos han sido corregidos, enmendados o desechados.

Con todo y sus imprecisiones y leyendas, su obra clásica sigue siendo un punto de partida imprescindible para los más importantes biógrafos de Leonardo, a pesar también de la brevedad de su estudio, en nada comparable al que Vasari dedicó a su maestro Miguel Ángel no sólo por haberlo conocido y tener por ello mucha más información, sino por la gran admiración que éste le despertaba.

Aunque así se explica la notable diferencia en el tratamiento de Vasari hacia los dos artistas, queda claro que desde la perspectiva de su época Leonardo era visto sin duda como un artista enorme, parte de ese conjunto de grandes maestros que dieron gloria a las artes italianas. Eso no le impidió al biógrafo describir con grandilocuencia las aptitudes del artista:

Había en aquel ingenio infuso —escribe Vasari— tanta gracia de Dios y una reflexión tan profunda, donde concordaban inteligencia y memoria, y con el dibujo de sus manos sabía expresar de tal modo su pensamiento, que con sus razonamientos vencía y con sus conceptos confundía a todo gallardo ingenio. (Vidas de grandes artistas, Aguilar, 1964, p. 148).

"Vasari no es todavía alguien que observara el conjunto histórico cultural que hoy llamamos Renacimiento… Leonardo no tiene para él la centralidad que sí guarda hoy como la figura artística más emblemática de esa época".

No obstante, éste no es todavía el Leonardo que la historia del arte asumirá después en términos mucho más terrenales, pero también más magnánimos. Para Vasari es evidente que sólo con Miguel Ángel Buonarroti podemos constatar que el “benignísimo Rector del Cielo volvió clemente los ojos a la Tierra”, trayéndonos “un espíritu que universalmente fuese hábil en cada una de las artes y en toda profesión”. Y quizás también era ésta la mirada del Papa Julio II, ese “hombre impaciente, belicoso y estruendosamente dinámico” que “fue el mayor mecenas del arte que la Iglesia romana había dado jamás”, cuando dejó fuera de sus principales proyectos en Roma a Leonardo, confirmando que “su arquitecto fue Bramante, su escultor Miguel Ángel y su pintor Rafael” (todas definiciones de Robert Hughes en su espléndida Roma. Una historia cultural, Crítica, 2011, p. 248).

TAL VEZ POR ESO, la única presencia significativa que llegó a tener Leonardo en el conjunto de obras encargadas por Julio II para el Vaticano fue en la Estancia de la Signatura. Ocurre concretamente en la obra La escuela de Atenas, donde Rafael incluyó, generoso, su propio retrato al lado del propio Da Vinci, quien representa a Platón.

Suele atribuirse a Vasari la invención del concepto del Renacimiento, pero es lógico que no de la noción moderna, como eso que Richard Tarnas define como “una visión profundamente convincente del universo y del lugar del ser humano en él”, en un periodo de transición entre lo medieval y lo moderno que

era todavía enormemente religioso (Ficino, Miguel Ángel, Erasmo, Tomás Moro, Savonarola, Lutero, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz), aunque innegablemente mundano (Maquiavelo, Cellini, Castiglione, Montaigne, Bacon, los Médicis y los Borgia...). (La pasión de la mente occidental, Atalanta, 2008, pp. 285-292).

Vasari muestra, a través de la vida de genios de los que se ocupa en su obra, un renacer de la vida artística, pero su mirada no es todavía (no podía ser) la de alguien que observara el conjunto histórico cultural que hoy llamamos Renacimiento. Esto queda evidenciado en el hecho de que Leonardo no tiene para él, de ningún modo (porque habría preferido sin duda a Miguel Ángel), la centralidad que sí guarda hoy como la figura intelectual y artística más emblemática de esa época.

[caption id="attachment_914514" align="alignnone" width="696"] Detalle de las manos de La Mona Lisa, óleo sobre madera, ca. 1503-1519.[/caption]

SOBRE EL TEMA, Kenneth Clark hace una anotación en su monumental Civilización que lleva aún más lejos la imagen de Leonardo:

Ha sido costumbre entre los historiadores calificarle de hombre típico del Renacimiento. Es un error. Si Leonardo perteneciera a alguna época, sería a la segunda mitad del siglo XVII; pero de hecho no pertenece a ninguna época, no encaja en ninguna categoría, y cuanto más se sabe acerca de él más misterioso parece. (Kenneth Clark, Civiliza-

ción, Alianza, 1979, p. 203).

Por supuesto, Clark no ignora todo cuanto tenía Leonardo de renacentista, pero lo ve en un piso histórico más cercano al nuestro, a través de algo que no es parte del Renacimiento: la curiosidad. Según Clark, quien también es autor de una de las biografías más sólidas, Leonardo Da Vinci (Alianza, 1995), “todo lo que veía le llevaba a preguntarse el cómo y el porqué... Averígualo; anótalo; si puedes verlo, dibújalo. Cópialo. Haz la misma pregunta una y mil veces”. Es esa cualidad la que hace que descuelle y se proyecte a través de los siglos como una inteligencia superior, fascinante, por momentos inverosímil.

LA INCONSTANCIA DE APELLIDARSE DA VINCI

¿Existe la genialidad? La soberbia de los hombres supone que sí, y que precisamente ése es el rasgo que los acerca a los dioses. ¿Es constante el genio? Raramente. Y Leonardo, además de ninguneado por más de uno de sus importantes coetáneos, tuvo muchas dudas y tropiezos que dañaron su imagen y que al parecer él mismo se procuró.

Su falta de perseverancia fue quizás lo que más trabajó en su contra para que, por ejemplo, el Papa Julio II no lo considerara. Desde Vasari sabemos que Leonardo dejó un sinnúmero de obras sin concluir, aunque acaso por un motivo más artístico:

Bien se puede comprender que Leonardo, por su inteligencia del arte, comenzó muchas cosas y no acabó ninguna, pues le parecía que la mano no podía alcanzar la perfección del arte en las cosas que imaginaba; porque se formaba en su idea tan sutiles dificultades y tan maravillosas, que con las manos no se podrían expresar jamás en toda su excelencia. (Vidas de grandes artistas, Editorial Aguilar, 1964, p. 150).

[caption id="attachment_914511" align="alignleft" width="286"] Retrato de Cecilia Gallerani, la dama del armiño, óleo sobre panel, 1483-1490. Fuente: es.wikipedia.org[/caption]

Aun así, ya por razones políticas, ya por su carácter, Leonardo participó sólo brevemente del desplazamiento de la escena renacentista de Florencia a Roma. Ahí permaneció entre 1513 y 1515 cultivando, como ha dicho Cees Nooteboom,

[no] al Da Vinci de las pinturas majestuosas, sino el Da Vinci diseccionador, el explorador que se internaba en el continente del cuerpo recientemente abierto por Vesalio e informaba de lo que hallaba en su interior del modo más prosaico. Tendones, huesos, haces de músculos, articulaciones, el ser humano como objeto, como mecánica. (El enigma de la luz. Un viaje en el arte, Siruela, 2007, p. 56).

Es justamente por estas labores que el mismo Nooteboom consigna, divertido: “para Da Vinci la pintura era ‘una ciencia cuyo objeto de trabajo consistía en la reproducción de algún elemento de la naturaleza’”. Y si juzgamos las más de siete mil páginas que nos legó Leonardo, con esbozos y croquis en torno de la naturaleza y sus más variadas manifestaciones, esta apreciación parece exacta. ¿Qué podía esperarse de una mente formada no en el humanismo escolástico sino en medio de ríos, árboles, rocas y animales?

PAUL VALÉRY Y EL MÉTODO

Al finalizar 1894, Madame Juliette Adam, respondiendo a una recomendación de Léon Daudet, le pidió al joven Paul Valéry que escribiera para su Nouvelle Revue un texto sobre Leonardo da Vinci. Como confesaría el poeta años después, su “apuro fue inmenso”, porque “sabía demasiado bien que conocía a Leonardo mucho menos de lo que le admiraba”. El resultado fue un texto lleno de intuiciones y arrebatos teóricos, por momentos deslumbrantes y a ratos extraviados en la abstracción poética, que ahora ha sido traducido bajo el título Introducción al método de Leonardo Da Vinci.

El joven Valéry quería referirse al maestro italiano por encima de los lugares comunes que desde entonces prevalecían:

Por superficialmente que los estudiara, sus dibujos y manuscritos me deslumbraron. De esos miles de notas y croquis conservaba la extraordinaria impresión de un conjunto alucinante de chispas arrancadas mediante los golpes más diversos a alguna fantástica fabricación, máximas, recetas, consejos privados, tentativas de un razonamiento que se reanuda; a veces, una descripción acabada... Pero yo no tenía la menor gana de repetir que él fue esto y aquello: pintor, y geómetra, y... En una palabra, el artista del mundo  (Paul Valéry, Escritos sobre Leonardo da Vinci, La balsa de la Medusa, pp. 67-68).

"Su falta de perseverancia fue quizás lo que más trabajó en su contra para que el Papa Julio II no lo considerara. Sabemos que dejó un sinnúmero de obras sin concluir, aunque acaso por un motivo más artístico".

Y de hecho, quizás Valéry no habría podido referirse a Da Vinci en esos términos. La clásica biografía de Eugène Müntz, Leonardo da Vinci. El sabio, el artista, el pensador, que vendría a ordenar el conocimiento biográfico que se tenía del artista hasta ese entonces, se publicaría años después (París, 1899). Desde la perspectiva de la erudición moderna este libro ha quedado atrás, pero en su momento constituía la mejor fuente para hablar del tema. Valéry probablemente lo conocía cuando escribió una nota autocrítica en 1919 sobre su texto juvenil:

Ciertamente no conocía el interés de esa multitud de detalles que el erudito busca en las bibliotecas. ¿Qué importancia tiene, me decía, lo que no ocurre más que una sola vez? La historia es para mí un excitante y no un alimento. Lo que  enseña no se puede transformar en tipos de actos, funciones y operaciones de nuestro espíritu. Cuando el espíritu está bien despierto, sólo necesita del presente y de sí mismo. (Op. cit., pp. 69-70).

Lo que el audaz —pero sobre todo novel— Valéry buscaba era algo condenado al fracaso por su enorme ambición, de la cual él mismo era consciente en alguna medida: “Las ciencias y las artes —escribió en su ensayo— difieren, sobre todo, en que las primeras deben apuntar a resultados seguros o enormemente probables; las segundas no pueden esperar sino resultados de probabilidad desconocida” (Op. cit., p. 13).

[caption id="attachment_914512" align="alignright" width="298"] Detalle de la Virgen María en La anunciación, óleo sobre madera, 1472-1475.[/caption]

DE ALGÚN MODO, lo que la enorme curiosidad científica de Valéry (que la tenía, sin duda) hubiera deseado, era tal vez lo que con prosa mucho más modesta pero con mayor rigor e información técnica y científica expuso casi cien años después Fritjof Capra en La ciencia de Leonardo. La naturaleza profunda de la mente del gran genio del Renacimiento (Anagrama, 2008).

Me valgo del comentario y la síntesis que hizo de este libro importante, hace ya una década, el estudioso español Vicente Lleó:

Capra desvela cómo Leonardo, de un modo intuitivo, anticipó corrientes de pensamiento actuales como la “teoría de sistemas” y la holística; es decir que Leonardo pensaba en términos de configuraciones, de modo que, por ejemplo, sus estudios de la anatomía humana le conducían a la anatomía de las aves, y de éstas saltaba a sus estudios de máquinas voladoras. Por otro lado, su enfoque holístico le llevaba a entender lo existente —tanto lo animado como lo inanimado— como un todo interrelacionado, insuflado de un mismo “espíritu”, de modo que veía la circulación de las aguas en la Tierra, por ejemplo, como un fenómeno equivalente u homólogo a la circulación de la sangre en el cuerpo humano. La desconcertante variedad de los intereses vincianos no serían, pues, sino los fragmentos mudos de una colosal, y a la larga fallida, empresa por desentrañar, diríamos, la naturaleza misma de lo creado. (Vicente Lleó, “Dibujar para comprender”, en Revista de libros, 1 de mayo, 2009).

Valéry hubiera sin duda celebrado este resumen.

“LA SOPA SE ENFRÍA"

El interés por Leonardo da Vinci va en aumento, a pesar de que muchos textos y apreciaciones sobre el artista han ido quedando en el olvido frente a las modas editoriales impuestas (pienso, por ejemplo, en el diagnóstico emprendido por Sigmund Freud en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, infaltable para todo aquél que desee analizar la conocida homosexualidad del artista).

Medio milenio después de su muerte, lo que bien podríamos definir como una portentosa industria cultural alrededor de su figura y obra está presente de muchas formas, entremezclada no pocas veces con toda la mistificación, la charlatanería y el esoterismo con que son tratados desde la ignorancia los más elevados talentos de la humanidad.

[caption id="attachment_914510" align="alignleft" width="269"] Retrato de Beatrice d’Este, óleo sobre panel, ca. 1490.[/caption]

En el terreno de la divulgación, ninguna biografía está de más. Leonardo da Vinci. La biografía, de Walter Isaacson (Debate, 2018) es sin duda la biografía en boga del polímata italiano. Para venderla mejor, la portada anuncia que Isaacson es también el biógrafo de Steve Jobs, pero entre los críticos más familiarizados con el tema se sabe que su aportación a la figura del maestro es prácticamente nula. Es de imaginarse que si algunos de esos mismos críticos fueron severos con Charles Nicholl, por su Leonardo. El vuelo de la mente (Taurus, 2005), un enjundioso estudio muy por encima del de Isaacson, a éste no le podía ir mejor, si bien en el terreno de las ventas salga evidentemente ganando.

En fin, podríamos decir que Leonardo sale para todos parafraseando un lema que alude a las oportunidades iguales que se nos presentan, en este caso frente a un tema riquísimo en aspectos y sutilezas. Se vale, creo, la graciosa irreverencia de un Ralph Steadman, quien dice: “Me convertí en Leonardo sin tener que leer a Kenneth Clark” (Yo, Leonardo, Libros del Zorro Rojo) o los resúmenes biográficos más esquemáticos, a condición de que sean ciertos, pero no la prevaricación mediática que nos muestra, en libros y documentales presentados como materiales de non fiction, a un Leonardo simplemente absurdo, repleto de códigos y arcanos, más cerca de la magia que de la ciencia, más ligado al oscurantismo que a la búsqueda de la verdad y al arte.

El mérito que advierto en Charles Nicholl y Walter Isaacson, sus biógrafos más importantes de los últimos años, es que nos acercan a un Leonardo de carne y hueso que no tiene por qué ser mistificado. El primero incluso se rehúsa a disponer de la etiqueta genio: “Naturalmente Leonardo era un genio, pero el término tiende a lo idolátrico y se opone a su propia mentalidad rigurosa y escéptica; por eso lo evito”, dice Nicholl. Por su parte, Isaacson tambien lo rechaza porque le parece “como si fuera un rasgo sobrehumano, otorgado por el cielo y fuera del alcance de los simples mortales”.

"Nicholl se rehúsa a disponer de la etiqueta genio:  Naturalmente Leonardo era un genio, pero el término tiende a lo idolátrico y se opone a su mentalidad rigurosa y escéptica".

A SU VEZ en la nota al ensayo citado arriba, Paul Valéry señala que cuando lo escribió experimentaba lo siguiente:

Si empezaba a tirar los dados sobre un papel, sólo sacaba las palabras testigos de la impotencia del pensamiento: genio, misterio, profundo... atributos que convienen a la nada, que dicen menos sobre su sujeto que sobre la persona que habla. (Op. cit., p. 75).

Por eso, el mejor acercamiento que podemos tener hacia una figura y obra como la de Leonardo es desde la singularidad y su contexto. Allí lo único que hay es una realidad por descubrir. Y eso es lo que él mismo nos propone, acaso involuntariamente y con gran humor, en ese singular pasaje que cita Nicholl al comienzo de su obra biográfica.

Cuenta que en la Biblioteca Británica hay una hoja, uno de los últimos manuscritos de Leonardo sobre geometría. Pero merece una gran atención no especialmente por esto, sino por su sorpresivo final:

En el último cuarto de la página, el texto se interrumpe con un brusco “etcétera”. La última línea parece el fragmento de un teorema —la mano apenas ha vacilado—, pero lo que realmente dice es perche la minesstra si fredda. Leonardo ha dejado de escribir “porque la sopa se enfría”. (Charles Nicholl, Leonardo. El vuelo de la mente, Taurus, 2005, p. 17).

Y sí, fuera de su inteligencia, de la vida misma, del calor de su luz, la sopa de Leonardo siempre se enfría.