El libro y la casa

El libro y la casa
El libro y la casaFoto: Joshy M D / shutterstock.com
Por:

a Felipe Leal

Otra vez voy a María Zambrano, y de nuevo a su el ser humano es el único

animal desnudo. Necesitábamos vestirnos, porque somos desnudos: nuestra piel es un ojo sin párpado. Abierto al mundo. ¿Cómo podíamos resistir, soportar, llevar nuestra desnudez estando desnudos? ¿Podíamos aliviarnos dividiendo con alguien esta carga? Muy temprano nos representamos a nosotros mismos en las paredes de algunas cuevas, nuestras casas naturales. 

Desnudos, nos reconocemos representándonos, como lo hicimos al dibujarnos ataviados con la primera prenda de vestir (la falda) en las cuevas de Altamira y otras.

SE SABE QUE, muy previo a habernos representado así, tal vez danzando con faldas, cuando éramos prehumanos, hace casi medio millón de años, hicimos con madera un edificio: “Un hallazgo en la cuenca del río Kalambo, en Zambia, muestra que los humanos anteriores a los sapiens construían estructuras con este material desde hace 476,000 años, antes de lo que se creía posible. Aunque no se sabe con certeza cuál es el uso que daban a estos artefactos, los autores del descubrimiento afirman que parecen ser los cimientos de una plataforma o alguna parte de una vivienda” (leo en El País). Si ese algo de nuestros preancestros no fuera una casa, podría ser una tumba. Estamos tan desnudos que necesitamos recubrirnos aun muertos, cadáveres que requerimos de una última morada, sea ataúd, caja o lápida —si no, tornarnos en cenizas para echarnos a volar, ya sin cuerpo, al aire, por fin mirada sin ojo desparpadeado.

En la casa natural, no satisfechos con guarecernos en la cueva, requerimos apropiárnosla, hacerla nuestro espejo: en sus paredes dejamos nuestra imagen. El ojo pintando al ojo encuentra un párpado: se recubre, se viste: la cueva es entonces pieza de arquitectura: usamos su oscuridad para establecer la fuerza de nuestra mirada, a la que no deslumbra el sol.

La especie prehumana necesita ser arquitecta. Para pensar en la liga entre arquitectura y literatura no soy caso aislado al imaginar una construcción. Ésta (¿casa, edificio público?) tiene un centro, llamémosle patio, y por lo menos tres pasillos que, a la manera del párpado prehistórico que construimos en las cuevas, será nuestra metáfora. Sólo un parpadeo; más preciso, tres parpadeos.

EN EL PRIMER PASILLO encuentro la relación entre ambas como un recurso literario. Los autores echan mano de la arquitectura para pintar el lugar de la acción, describir a los personajes, pintar las razones de una acción. (No hablo de la urbanidad que conocen las hormigas, sino del edificio pensado como tal). 

Juan José Arreola, en La feria, dice de su Zapotlán: “Somos buenos albañiles. Dense una vuelta por las calles y verán. Buen adobe, buen ladrillo y buenas tejas. Casas feas y macizas, que han resistido muchos temblores”. Igual que las casas, sus otras hechuras, “somos gente seria. Los alfareros nomás hacen lo indispensable. Cántaros y jarros, cazuelas y macetas. Los carpinteros no son más que carpinteros, y los herreros, herreros. Hay poco trabajo de talla y de forja”. 

Lo que Zapotlán bien cultiva es el habla: Arreola captura la popular, en ella carga la memoria erudita y doméstica, el alma, el ánimo. La obra maestra de esta ciudad no está en su arquitectura, sino en la literatura: lo demuestra al reproducirla en La feria. En esa lengua estamos ante un pueblo que borda maestramente su arte mayor, a prueba de revoluciones, guerras y demás. 

En ese pasillo, un segundo ejemplo de arquitectura, también a primera vista poco atractiva: en Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, una mocha sin dicha, entrada en años, Dorotea, es algo así como la mecha encendida de la historia, que hace estallar la bomba final. En ella, la arquitectura opera como un resorte que la provee de inesperada energía. Mejor, lo que ha alimentado su resistencia —concluye la lectora— es la violencia que los “revolucionarios” infringieron a su casa: todo está destruido por la embestida de años atrás. Ahí vivía la viejecita: de las ruinas ella edificó la postarquitectura de su resistencia contra los milicos. 

Lo explico: en la segunda parte de la novela —en la primera estuvimos en la postrevolución mexicana; en la segunda, frente a la Guerra Cristera (ese invento del gobierno, dice Garro, para acabar de destruir la agenda de que “la tierra es de quien la trabaja”)—, un puño de soldados cree haber asesinado a pedradas al diácono de la iglesia del pueblo. Regresan por el cadáver y no dan con él, preguntan a los vecinos: ha desaparecido. Para buscarlo, allanan domicilios. Así sabemos que la casa de la vejezuela es lo dicho. Más adelante, al desentrañarse el misterio —que ella se llevó el cadáver y que el malherido diácono estaba vivo—, el pueblo lo revive con sus cuidados.

Así queda la arquitectura, aún demolida, como el resorte que dispara contra el atrabiliario ejército que ha tomado posesión de la plaza y se instala en el hotel del pueblo con las jóvenes que han robado en el camino. Hay más, pero el tiempo es corto, porque sigo adelante.

Los autores echan mano de la arquitectura para pintar el lugar de la acción y describir a los personajes

EN EL SEGUNDO PASILLO, los autores literarios se erigen ellos mismos como arquitectos para el corazón de sus poemas o narraciones. El máximo ejemplo es Borges y su laberinto: —"las redes de piedra… sigo el odiado camino de monótonas paredes que es mi destino". Múltiples artistas (y arquitectos) han trabajado los laberintos borgianos para dar presencia física a la comprensión filosófica que él representa. 

Y está el Aleph, “en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos… el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos…”. Borges contrapone una construcción real, con su escalera empinada, y el mundo de ese punto, pero el hombre, que se dice dueño del Aleph, es un imbécil. La casa, insignificante. Todo empequeñece ante el espacio ideado por la imaginación borgeana, ¿un espacio antiarquitectónico? ¿O la expresión perfecta del imaginario de nuestra especie? ¿Representación de Naturaleza burlándose de nuestra desnudez y parpadeos? ¿O metáfora de la literatura como un Todo unido? No como una pieza literaria, sobre todo no como el poetufo que el “dueño” del Aleph perpetra en el cuento. Y además, como dice el narrador: “mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten: ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?".

Un ejemplo más: una autora mexicana en los 90 propuso en una novela, con otras intenciones, viviendas (¿casas?) para una comunidad de persones decidida a borrar la memoria de lo humano, edificada de aire. En vez de materia, aire. En vez de privacidad, espacio común. No hay rangos: nadie tiene habitación propia. El aire con distintas “compresiones” flota las viviendas a la altura de las nubes bajas: desde ahí contemplan la naturaleza destruida que dejó el género humano, lo que resta tras el cataclismo donde, dice la verdad oficial, no queda vivo ni un árbol. La novela es Cielos de la Tierra. 

TOMO EL TERCER PASILLO. Ahí hay otro objeto arquitectónico, el más perfecto. El inmortal. Es el libro (o El Libro): hogar de ciudades, personajes, experiencias, usos. Su construcción, pulida y perfecta, acoge las palabras. En él, las personas y sus mundos permanecen, hasta el fin de los tiempos, intactos. El libro, el impreso, el de cualquier formato que tiene entre sus páginas el espacio que permite la entrada y permanencia a cualquier narración, relato, ensayo. Alguien opinaría que aquí debiera ir el Aleph. Pero me resisto: el Aleph parece a prueba de palabras. Y en el Libro, vía palabras, el Aleph mismo existe. 

Regreso al patio central de nuestro edificio. Me encuentro a dos inmigrantes —un encuentro fortuito y arbitrario, evocado por el tema que hoy nos convoca: arquitectura y literatura. Omito su apellido, pero los dos son ciertos. Los dos nacieron en Asturias y llegan a la Ciudad de México a mediados del XIX, a hacer fortuna. La consiguen. El primero trabaja en el comercio del azúcar y empieza el de la producción de la dicha; el segundo ha organizado su haber mercando y, sobre todo, en el envío de remesas de empobrecidos peninsulares que vienen a ganarse la vida. Los dos hacen fortuna. Se casan con muchachas de buena familia, una es Dolores. Las dos son muy jóvenes —mucho más jóvenes que ellos.

El marido de Dolores adquiere la Hacienda Coahuixtla. Nueve meses después de casada, la bella y el bebé mueren en el parto. El viudo se refugia en la hacienda. Pasa el resto de su vida fabricando azúcar —se le atribuyen mejoras que impactan a nivel internacional su producción. La otra pareja tiene, según unas versiones, dos hijas; según otra, ninguna. Él decide regresar con su familia a Pendueles. Allá levanta un caserón, un palacio de indiano.

La hacienda azucarera del primero es hoy leyendas de fantasmas. La segunda, también —fue hospital en la Guerra Civil. De ambas queda su sombra. La primera, cercana a Cuautla, es mayor en proporciones y con larga cola en nuestra historia, y es sólo ruinas irremediables (por ahora). La segunda ha sido favorecida con intentos (fallidos) por regresarle buenos tiempos. Las dos, en una narración, serían eternas: el Libro es la única Casa que permanece. En un ejemplar hipotético, la hacienda de Morelos aparecería con sus fantasmas. La de Pendueles, con sueños que deseo no omitan (aunque es lo más probable), cuál fue el origen de la fortuna que posibilitó su construcción: nuestro México.