Matiné

Matiné
Por:
  • daniel-espartaco

El día que cumplí los diez años, mi padre me acompañó durante las tres cuadras de distancia entre nuestra casa y la escuela donde yo cursaba el quinto año de primaria. Cosa rara, pues caminé ese trayecto a solas, por las mañanas, la mayor parte del tiempo desde el primer año, cuando mi padre me dijo que memorizara el camino de regreso. Era una mañana fría y húmeda de noviembre, casi a mitad del semestre. Al despedirse en la puerta sacó del bolsillo un paquetito envuelto como regalo: eran las llaves de la casa. Recuerdo que el llavero tenía la forma de un martillo en miniatura, el mango hecho de plástico color blanco y la cabeza de alguna aleación de estaño.

—Pero no se trata de un juguete —me explicó con solemnidad—, sino todo lo contrario: ya eres un niño grande, acabas de cumplir diez años.

Podía utilizar las llaves en caso de que mi madre o él estuvieran ausentes cuando yo regresara de la escuela. Era una gran responsabilidad para mí, recalcó, y una prueba de confianza de su parte. Lo más importante era no perder el llavero, no hacer nada malo cuando estuviera solo —acercarme a la estufa, por ejemplo, o hurgar en la recámara de mis padres— y no abrirle la puerta a ningún extraño.

—Entiendo —asentí, honrado, consciente de que, con excepción de abrirle la puerta a un extraño, tarde o temprano cometería alguna de las faltas mencionadas: estaba en mi naturaleza.

Lo que el hombre no sabía es que yo muchas veces me había saltado la escuela para regresar a casa cuando mi madre y él estaban en el trabajo. Entraba por una de las ventanas del primer piso, después de quitar el mosquitero, para mirar durante horas los programas de la Telesecundaria, pues era el único contenido en la televisora del estado a esa hora, y hartarme de fruta como un macaco (lo mejor es que nadie parecía darse cuenta de los faltantes en el refrigerador). Así fue como aprendí muchas cosas ausentes en el programa de quinto grado que me parecieron mucho más interesantes. Como la Telesecundaria era un sistema ideado para comunidades rurales, también había programas de ciencias agropecuarias: cualquier cosa antes que estar en la escuela. Poco antes de que mis padres regresaran del trabajo volvía a saltar por la ventana para luego aparecer en la casa con mi mochila, haciéndoles creer que había pasado la mañana en la escuela, no sin antes hacer una visita al local de videojuegos. Por eso cuando tuve la llave, evitar la escuela resultó más cómodo y provechoso para lo que ya consideraba mi educación verdadera: la Telesecundaria.

 

"Lo más cerca que estuvimos de morir fue cuando un depósito de gasolina se incendió en el centro de distribución regional de Pemex. La columna de humo negro pudo verse desde cualquier punto de la ciudad.”

 

Uno de los programas estuvo dedicado a la Revolución Inglesa del siglo xvii. Aquello sí que fue una novedad para mí: en la escuela vimos una Revolución Francesa, pero más de cien años antes, en Inglaterra, le cortaron la cabeza al rey Carlos i. El programa detallaba muy bien el proceso con toda clase de imágenes: la guerra civil, la constitución, la dictadura de Cromwell, etcétera. La señorita Noemí, la maestra de quinto, se limitaba a dictarnos el contenido de los libros de texto que uno podía leer por sí mismo cuando nos los entregaban a principio del año. Otras veces hacía que los alumnos nos turnáramos para leer en voz alta un fragmento de la lección, el resultado era exasperante porque el noventa por ciento de la clase era incapaz de leer con fluidez. Que cualquier error implicara una reprimenda o el escarnio público provocaba que el otro diez por ciento tartamudeara o se equivocara al acentuar las palabras. Durante los dictados yo luchaba para no quedarme dormido; el tedio era algo físico, casi doloroso. En contraste, los programas de la Telesecundaria resultaban interesantes a más no poder. Por ejemplo, en apicultura aprendí sobre el comportamiento de las abejas y las medidas a tomar antes de acercarse a una colmena; el tipo de equipo protector necesario, incluyendo el ahumador con fuelle: información que podía salvarte la vida, sobre todo bajo la amenaza de las abejas africanas, de las que todo el mundo hablaba. Todo era explicado por un hombrecillo simpático, con una tesitura de voz aguda y acento chilango, vestido con pantalón de pechera y sombrero de paja. De alguna manera, incluso las materias más difíciles para mí, como matemáticas, geometría y las naturales, eran más comprensibles.

A media mañana, como si fuera el receso, transmitían un programa de interés general llamado Albricias, regalo de buenas noticias que me parecía insoportable ya desde la rima en el nombre; en especial el conductor con vestimenta y actitud juvenil, según el criterio de algún funcionario de Educación. Era el momento para ver la barra de noticias del Canal Dos: Gorbachov, Reagan, Thatcher, Castro y Arafat; el papa Juan Pablo II encerrado en su cajita de cristal, como un muñeco de cera. El mundo era gobernado por viejos que sabían muy bien lo que hacían. Reagan quería llenar el espacio de cabezas nucleares, pero tenía largas entrevistas con Gorbachov para firmar acuerdos de desarme nuclear. El orden existente era precario: portaaviones en el Mediterráneo, Muamar el Gadafi, el ayatolá Jomeini. No entendía muy bien todo ese cuento de la Contra y los Sandinistas. El planeta pudo estallar en cualquier momento, pero nunca sucedió por alguna razón. En cuanto a mí, tenía una fe ciega en el sentido común de los políticos en general. A pesar de las opiniones de mi padre sobre Ronald Reagan, me parecía un tipo simpático, también Gorby, como lo llamaba para mis adentros.

[caption id="attachment_699203" align="aligncenter" width="1068"] Foto: Especial[/caption]

Nunca fui tan optimista como entonces.

Lo más cerca que estuvimos de morir fue cuando un depósito de gasolina se incendió en el centro de distribución regional de Pemex. La columna de humo negro pudo verse desde cualquier punto de la ciudad. El director de la escuela llegó haciendo rechinar las llantas de su Datsun destartalado, se bajó corriendo, sin cerrar la puerta, y echando mano de toda su ecuanimidad le gritó a una maestra que se estaba incendiando Pemex y que mandara a los niños a casa, pues la explosión podía llegar hasta la escuela. El pánico se expandió por los salones; es decir: entre los adultos, porque la mayoría de los niños nos sentimos felices de salir temprano. Al volver a casa en grupo, muertos de hambre, era obligatoria una parada en la tortillería, donde nos cooperábamos para comprar entre todos varios kilos y comerlos con nuestras manos sucias y uñas negras, en tacos de tres o cuatro tortillas, con la salsa roja del mostrador y sal. El día del incendio tenía mi juego de llaves, el martillo de estaño con mango de plástico, y grandes planes con la Telesecundaria —tal vez esa mañana transmitirían el módulo sobre la Revolución Industrial—, pero dejaron salir a mis padres del trabajo porque comenzó a hablarse de evacuar la zona.

El ejército patrulla las calles para evitar que los amantes de lo ajeno se aprovechen de la situación, dijo la radio. Los bomberos ya estaban ahí, intentando apagar el tanque, pero sobre todo para evitar que el fuego se propagara a los otros depósitos de combustible. Aquello podría convertirse en otro San Juanico, dijeron, la explosión resultante podría tener un radio de diez kilómetros o más. Nosotros estábamos a cinco o seis, calcularon mis padres, así que decidimos trasladarnos a casa de la abuela Josefa, al otro lado de la ciudad, donde en opinión de ellos el peligro era menor. Hicimos un rodeo para evitar la avenida Tecnológico, tan cerca del incendio, y desde el periférico pudimos ver en toda su dimensión la columna de humo negro en el centro del valle, bajo la claridad de un cielo primaveral, sin nubes. A diferencia de los vecinos, que huyeron en medio de una mezcla de histeria y escepticismo, llevando en sus coches algunas de sus pertenencias más preciadas —televisores a color, equipos de sonido, los primeros hornos de microondas y videocaseteras que comenzaron a verse en el barrio, comprados en la fayuca— mi madre se mantuvo en calma (si en la vida cotidiana no era muy ecuánime, en situaciones de emergencia era tan imperturbable como el general MacArthur), pues le parecía que la explosión no podría llegar hasta ahí, aunque no pudo argumentarlo ante el clima general.

Decidimos no llevarnos nada (teníamos un reproductor de casetes Sanyo y un televisor en blanco y negro de marca nacional), pero yo me negué a irme sin el gato, pues si una explosión iba a borrar del planeta nuestra casa de interés social, me pareció injusto que él estuviera ahí y nosotros no. La Plasta era un gato maltrecho que no hacía otra cosa sino dormir en el sofá. Su nombre completo, Plasta de Sofá, fue inspirado por un capítulo de Dos perfectos desconocidos en el que Balki se vuelve adicto al televisor. Mi madre insistía en que usáramos el artículo masculino para referirnos a él —es decir: que lo llamáramos el Plasta y no la Plasta para mantener su endeble carácter de macho—, pero el femenino se impuso al masculino desde el primer momento.

La Plasta se llevó el susto de su vida al no estar acostubrado a las explosiones del motor de nuestro Safari 1975, más allá de las cinco cuadras hasta el consultorio del veterinario, y tampoco a las muchedumbres huyendo de un incendio, en un pequeño punto de distribución de combustible, como si fuera la Peste Negra que asoló Londres en 1665 (una vez más: gracias, Telesecundaria). A pesar del supuesto pánico, los vecinos no pasaron por alto que yo cargara con el gato envuelto en una cobija, para evitar que saliera corriendo entre los bocinazos y los autos aglomerados en la calle.

—¿Es un gato fino o qué? —me preguntó Lorena, mi vecina y compañera de escuela: una niña de aspecto hombruno y rostro mofletudo, más alta que yo, a quien durante años consideré como mi mejor amiga por razones que aún desconozco (las amistades muchas veces son como la familia: no se escogen); también era la máxima autoridad en un montón de cosas, lo divino y lo terrenal, a pesar de que éramos de la misma edad.

 

"Esa era la pauta para escoger mis relaciones humanas: si entraba a una clase nueva, algo más poderoso que yo, cierto instinto de automarginación, me llevaba a sentarme en la parte de atrás, junto a los niños más débiles.”

 

La Plasta era muy feo, y olía tan mal que podías callar a quienes afirman que los gatos son más limpios que otros animales domésticos. Por más que lo cuidáramos, y mi madre era tan inhumana como para bañarlo dos veces al mes, incluso en invierno (me daba pena su carita frente al cañón de la secadora), se las apañaba para tener el aspecto astroso de un gato callejero. Lo escogí de entre una camada en adopción porque me dio lástima, acurrucado junto a su madre, con los ojos cerrados, sin que sus hermanos le cedieran una tetilla. Los demás parecían inquietos e inteligentes, con la excepción de la Plasta, quien no hubiera sobrevivido en un entorno salvaje. Esa era la pauta para escoger mis relaciones humanas: si entraba a una clase nueva, algo más poderoso que yo, cierto instinto de automarginación, me llevaba a sentarme en la parte de atrás, junto a los niños más débiles, víctimas potenciales en la cadena alimenticia, con ejemplares atrasados de El Hombre Araña y Batman en la mochila; incluso los que olían a orines o, en el peor de los casos, los que profesaban religiones raras como los Testigos de Jehová.

Al igual que aquellos amados por los dioses, la Plasta tuvo una vida corta y trágica, aunque sin gloria. Al llegar la época de celo abandonaba el sofá para ser vapuleado por los machos alfa de la cuadra, y por más que lo protegiera se las arreglaba para escaparse durante días y regresar herido, con infecciones cutáneas, las orejas con pedazos arrancados y el pelambre blanco y negro lleno de semillas espinosas muy difíciles de quitar.

Un día ya no regresó.

Era más nervioso que otros gatos: cuando pasaba el camión de la basura o del gas se metía debajo de la cama, y en Año Nuevo había que dormirlo con el vino blanco del pavo —la jeringa en la boca, sin aguja—, pues de lo contrario saldría despavorido por las bardas de concreto, corriendo entre patios de gente sencilla y honesta que no dudaría en dispararle a un gato que se ofreciera como blanco. Ser gato o ser comunista o ateo o protestante, cualquier cosa fuera de la norma era peligroso en mi vecindario. Y era una costumbre arraigada en la ciudad detonar en Año Nuevo el arsenal ilegal guardado en aquellos hogares pacíficos: todo padre de familia que se jactara de serlo tenía al menos una pistola al alcance de su hijo suicida o de rasgos psicópatas o tan solo curioso e imprudente.

En cierta ocasión me encontré a la Plasta a tres cuadras de la casa, su aspecto era inconfundible. Lo vi sortear un auto en movimiento y saltar hasta una barda.

—¡Plasta! —grité.

El animal giró desde lo alto, me miró por un instante y prosiguió su camino, como si no me conociera. Regresé a casa inquieto porque me parecía un gato de pocas luces y tenía razones para preocuparme. Desde hacía varias semanas alguien en el barrio estuvo matando gatos para colgarlos de los árboles. Recuerdo en especial un ejemplar que apareció a la vuelta de la esquina. Nunca vi uno tan grande: atigrado, de color gris, con la lengua de fuera y rodeado de moscas, el vientre abierto en canal, el revoltijo de sus entrañas sobre la banqueta. Y aunque el cadáver fue retirado, las manchas rojas permanecieron durante días como recordatorio de que alguien en el vecindario no estaba bien de la cabeza. Porque la crueldad con la que el gato fue asesinado destacó entre las formas permitidas sólo por diversión, el envenenamiento la más común. Al menos dos de los gatos que tuve murieron envenenados. Otro método consistía en atrapar uno y obligarlo a que se tragara un Alka-Seltzer para luego soltarlo: el gato huiría espantado y estallaría en medio de la carrera, decían, no sin cierto regocijo. Mis vecinos se mostraban orgullosos de haber participado en uno de estos hechos o haberlo atestiguado; a Lorena sobre todo le gustaba mucho explayarse en toda clase de detalles. El odio asesino a los gatos no era algo que se mantuviera en secreto ni que estuviera mal visto.

[caption id="attachment_699204" align="aligncenter" width="1068"] Foto: Especial[/caption]

Desde temprana edad tuve la noción de crecer junto a una frontera invisible, y de que al otro lado la maldad o la violencia era más que latente. Una calle separaba nuestro fraccionamiento de interés social de un asentamiento ilegal llamado Tierra y libertad, habitado por migrantes del campo. En nuestro lado, construido en una época de fervor nacionalista, las calles tenían nombres patrióticos —muchos de ellos prehispánicos— como Chimalpopoca, Teocali, Chaac Mool, Juan Escutia, José María Mata, etcétera, un conjunto semántico que a veces no tenía mucho sentido, y del lado de Tierra y libertad los nombres eran Che Guevara, Sandinistas, Farabundo Martí, Diego Lucero, en honor de un guerrillero local cuya muerte fue trágica como la de todos los guerrilleros. Ahí las calles no estaban pavimentadas, no había drenaje, y las casas construidas con bloques de concreto tardaron años en desarrollarse; incipientes construcciones con los castillos de acero al aire en espera de un segundo o tercer piso. Cada mañana en nuestra calle un porquero tocaba de puerta en puerta con una cubeta para pedir las sobras de comida para sus puercos. A esa mezcla repugnante, muchas veces en descomposición, se le llamaba friego. Por la mañana nos despertaba el canto de los gallos al otro lado de la frontera. Yo algunas veces acompañé a mi madre por las calles de Tierra y libertad en su labor de alfabetización, a visitar mujeres que querían aprender a leer y a escribir. Ella me decía que los habitantes de esas casas eran muy pobres, pero yo no podía entender por qué tenían enormes televisores a color y nosotros uno en blanco y negro, y pequeño. En algunos habitáculos se criaban puercos y gallinas. Sobra decir que el olor de los chiqueros me parecía repugnante. En opinión de los vecinos de nuestro fraccionamiento, todo lo malvado y violento provenía de ese lugar. En la colonia también teníamos nuestros delincuentes o semidelincuentes, dependiendo del caso: los cholos, una pandilla de jóvenes delgados, a los que todos conocíamos, que por las tardes se juntaban en una esquina a fumar y a beber caguamas junto a un radio en el suelo. Los niños les temíamos y los reverenciábamos por su manera de vestir —pantalones Dickies, zapatos de charol, camisas muy cuidadas, abiertas al pecho, camisetas de tirantes y redes para el cabello— y por su manera de bailar la música oldie —Buddy Holly, Chuck Berry, Ritchie Valens—, que a las seis de la tarde transmitían por el canal 12.80 de la radio, en un programa llamado Los abuelos del rock. Cada tanto la policía venía por uno de ellos y muchas veces no los volvías a ver. Algunos regresaron luego de una condena, se juntaron con alguna chola —una mujer nervuda y bella, de armas tomar—, tuvieron hijos y se volvieron pilares de la comunidad. Si había alguna clase de problema, ellos eran los primeros en salir de sus casas, con la puerta siempre abierta, a repartir puñetazos y defender al más débil, como si pertenecieran a una orden de justicieros bajo un antiguo código de honor. A los niños nos trataban con consideración y benevolencia, pues qué podíamos saber nosotros de la vida, en comparación con ellos, veteranos de tantas batallas. A veces los podías reconocer en la sección policiaca, atrapados in fraganti, un cuchillo casero en el bolsillo de sus Dickies, robando un tanque de gas, en una nota llena de epítetos al estilo de “amante de lo ajeno” o “rata humana”. Se decía también entre los vecinos que la policía venía por ellos cuando hacía falta un chivo expiatorio al cual cargarle un crimen, como si fueran una especie de recurso natural que finalmente terminó por agotarse. Esos eran nuestros cholos, hijos de la clase obrera, pero en opinión de los vecinos, en Tierra y libertad estaban los psicópatas, y yo raras veces me aventuraba por sus calles.

 

"Al final de este asentamiento está uno de los cementerios de la ciudad: uno muy grande y vacío, donde mis vecinos van a cazar lagartijas con arpones hechos de pasadores para el cabello, popotes y ligas.”

 

Al final de este asentamiento está uno de los cementerios de la ciudad: uno muy grande y vacío, donde mis vecinos van a cazar lagartijas con arpones hechos de pasadores para el cabello, popotes y ligas. Doblas una de las puntas del pasador hasta formar un arpón y lo afilas en la banqueta hasta producir chispas. Luego anudas con una liga el arpón al popote, y lo disparas jalando el gancho en otra liga tensada entre el índice y el pulgar. Son artilugios peligrosos y muchas veces los vi clavados en la mano de un niño chorreando sangre de manera escandalosa. Lorena es muy buena en eso de cruzar Tierra y libertad hasta el cementerio en compañía de otros niños y regresar con una lagartija muerta, atravesada por un arpón. Me dan pena y repulsión esos pobres animales, aunque admiro la puntería de mi amiga. Por suerte los gorriones y las palomas son más ágiles cuando se trata de evitar armas arrojadizas.

Uno de mis recuerdos más tempranos: debo tener tres o cuatro años, acabamos de mudarnos al vecindario, algunas casas todavía están vacías. Es de mañana, presumiblemente un sábado, pues no estoy en el jardín de niños, sino en el pedazo de tierra frente a la casa de Lorena, junto con otros vecinos —hay en cada vivienda un terreno de tamaño idéntico, para que cada familia tenga un jardín pequeño—: hemos construido toda clase de carreteras en miniatura en la tierra yerma, en donde también hay formaciones de caliche, de vetas rosáceas, amarillas y blancas. Jugamos con carritos de metal. Un viejo empuja por la calle una carretilla hecha con tablones sin pulimentar, muelles de automóvil oxidados y neumáticos que crujen en el asfalto, muy parecida a las que usan los vendedores de raspados. Pero en lugar del gran pedazo de hielo bajo un trapo sucio y las botellas de jarabe con diferentes colores hay un bulto cubierto con una sábana percudida y estampada de flores; en medio una mancha ocre que huele a hierro oxidado que me recuerda el sabor de la sangre cuando me he llegado a cortar un dedo. El viejo exuda polvo y sudor, se detiene frente a nosotros, quemado por el sol y con los ojos tan claros que parecen de ciego. Saca un pañuelo rojo del bolsillo trasero de sus pantalones de mezclilla y se enjuga la frente y el cuello.

—¿Qué es eso? —pregunta Lorena, y señala el bulto sobre la carretilla.

—Es un chavalo, ¿quieren verlo?

Levanta el extremo de la sábana y vemos una larga cabellera de muchacho, casi rubia, cubierta de tierra y briznas de hierba seca. Tiene los ojos cerrados, las cejas pobladas y una frente morena, tostada. Una frente muy hermosa, pienso, puedo ver sus vellos dorados sobre el granulado de la piel.

—¿Qué le pasa? —dice Lorena.

—Está dormido.

—¿A dónde lo lleva?

—Lejos, porque se porta muy mal. ¿Ustedes se portan bien?

Asentimos. El hombre se aleja con su carga por la calle alargada, de casas idénticas entre sí, hasta doblar en una esquina y perderse en la niebla luminosa de la infancia; aún puedo escuchar el rechinido de los muelles, y el arrullo de los neumáticos sobre la grava de esa mañana espléndida y silenciosa. Cuando le conté ese recuerdo a mi madre, años después, me dijo de manera tajante que debió tratarse de un sueño, incapaz de soportar la idea de que su hijo hubiera estado a escasos metros de un asesino.