"México, mi patria elegida": Juan Gelman

Sin importar dónde radicara, Juan Gelman tenía los brazos siempre como “ramas abiertas al sur”, según reza en un poema. A 10 años de su muerte, recuperamos esta entrevista que le hizo Myriam Moscona: narra los avatares de la infancia y el acercamiento a la literatura, así como sus actividades políticas contra la dictadura argentina, que lo llevaron al destierro. El texto apareció poco después de que el poeta se quedara a vivir en nuestro país, “ya no por exilio sino ‘por razones de amor’", donde falleció el 14 de enero de 2014

Juan Gelman (1930-2014).
Juan Gelman (1930-2014).Foto: imer.mx
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En 1992, durante la primera Feria Internacional del Libro de Guadalajara a la que Juan Gelman asistió tras la decisión de convertir México en su país de residencia definitiva, aceptaba esta conversación con una escritora mucho más joven, de 37 años. Gelman ignoraba que, ocho años después, recibiría allí mismo el llamado entonces Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, dotado con 100 mil dólares. 

Resulta cuando menos curioso que, con ese premio, adquiriera un departamento en la calle Atlixco de la colonia Condesa, donde vivió hasta su muerte, acaecida en enero de 2014. La entrevistadora se mudaría unos años después al piso de abajo, dibaxu, debajo del 302, donde Gelman escribía. Mi cercanía al poeta fue múltiple: como lectora, desde el momento en que lo descubrí; como vecina fugaz (Gelman murió tan pronto me mudé); como amiga e incluso como la afortunada que compartió con él distintos ires y venires en varias ciudades de Suecia y Alemania. Fui testigo: donde aparecía, toda la comunidad latinoamericana del lugar hacía acto de presencia para preguntarle algo, para llorar por un destino que también los había expulsado o bien por la emoción de escucharlo. Con Mara Lamadrid, su compañera, compartimos la vecindad y el dolor de perder nuestras casas en el sismo de 2017. Hasta la fecha, seguimos sin recuperarlas. Antes de que nuestro edificio fuera demolido constaté el momento en que Mara y su familia escribieron unos versos de Juan en los muros que iban a desaparecer al día siguiente. La fugacidad versus la permanencia. Dibaxu, el libro de Gelman, reconocido y admirado por la crítica y por sus miles de lectores, escrito en judeo-español, fue el disparador de varios proyectos que seguirán estimulando mi propia escritura. En la recepción del Premio Cervantes (2007), Gelman clavó una sentencia que concentra mucho de su historia personal y una suerte de destino crítico hacia el oficio que ejerció hasta el fin de sus días. Dijo entonces: "Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto".

Esta entrevista se publicó en La Jornada Semanal en 1992. Hasta donde sé, es la primera que dio tras la decisión de permanecer en México, ya no por exilio sino “por razones de amor”. He eliminado algunas intervenciones mías, para escucharlo con más fluidez.

Marina Tsvietáieva dijo que el arte es el encuentro con las cosas perdidas, la inmortalización de las pérdidas. En la poesía de Juan Gelman esta condición permea en las propuestas contenidas en sus libros. Su amigo, Julio Cortázar, escribió que “acaso lo más admirable en su poesía es su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia”.

Buenos Aires, Roma, Madrid, Managua, París y la Ciudad de México son algunos sitios donde has vivido por accidente, por exilio o por elección. Una vuelta de tuerca y hubieses sido ucraniano. ¿No es así?

Mis padres eran rusos. Él era social-revolucionario, participó en la revolución de 1905 y tuvo que escapar perseguido por la policía del zar. Con un pasaporte falso partió hacia Génova. Ahí supo que zarparían dos barcos: uno hacia Nueva York y otro a Buenos Aires. El de Buenos Aires salió primero y en él se fue. Vivió en la capital argentina hasta que regresó a su tierra de origen, en los inicios de la revolución rusa. Volvió esperanzado porque eran momentos de cierto pluralismo. Como todo mundo sabe los espacios se fueron cerrando. En 1957, cuando estuve en Moscú, vi la casa de madera de la que tuvo que escapar, el sitio donde fue cercado. 

¿Qué oficio tenía?

Era obrero ferroviario, carpintero. En 1928 volvió a Buenos Aires con mi

madre y mis dos hermanos mayores. Ahí siguió de carpintero y luego de pequeño comerciante. 

Donde aparecía, la comunidad latinoamericana hacía acto de presencia para preguntarle algo, para llorar por un destino que también los había expulsado

¿Y ella?

Había sido estudiante de medicina en Odesa. Era hija de un rabino meti-

do en su shtetl, un pequeño pueblo judío donde fungía como juez de paz. Era una especie de santo que se alimentaba de té y pan. Muchos años después, en la poesía norteamericana de los años 20, encontré la referencia del té y el pan en la boca de un poeta judío. Pero ¿para qué sirve recordar todo esto?

¿Qué se hablaba en tu casa?

Ruso, yidish y más adelante español, bien hablado, casi sin acento. Sin embargo, mi hermano, 19 años mayor, además de enseñarme a jugar ajedrez, me decía poemas de Pushkin que aún recuerdo. 

Así que, de niño, oías a Pushkin.

Mi infancia está muy lejos, en el barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires. Nací ahí porque en un momento tan delicado como un alumbramiento quise acompañar a mi madre. 

Corresponde a un caballero estar con una mujer querida en una zona difícil como un parto. ¿No pensás igual? Mi infancia también está llena de cosas que no viví. Por ejemplo, de historias extraordinarias y terribles que mi madre me contaba, como el día en que los cosacos quemaron todo durante un pogromo y mi abuela entró en la casa en llamas para salvar a sus hijos. Perdió uno. Cada vez que había peligro, mi abuelo sacaba una arquilla con un pergamino de 1700, y como en el Génesis, leía: “El rabino tal que engendró al rabino tal que engendró a tal…”. Él era el último de la lista. Cuando existía una amenaza, la lectura del pergamino les otorgaba cierto sentido de continuidad y supervivencia. En esos años no paré de escribir y de leer. Pero eso no es cuestión de reprochármelo en una entrevista.

¿Creciste con el sentimiento de ser el primero de una extensa línea de extranjeros?

Nunca nos encerraron en un gueto, ni cultural, ni nada. Esos años de mi vida coincidieron con la Segunda Guerra. Hice, por ejemplo, mi bar-mitzvah, porque hacerlo se llenaba de sentido en medio de la matanza de judíos en Europa. Pero no recibí ninguna educación religiosa. Lo que más recuerdo de mis trece años fue que me regalaron las obras completas de Sholem Aleijem. 

¿En qué tipo de escuelas estudiaste?

Lo que aquí llaman la prepa la hice en la escuela nacional, gratuita pero llena de hijos de generales, una escuela para la oligarquía. Ahí estudié latín, francés e inglés.

Te preparabas, sin saberlo, para tu exilio, pero también para traducir a Catulo. Te procuraron una educación circular.

Mi padre, de cultura centroeuropea, era un militante político, de los que en esa época se formaban, lo sabés, en todo. Mi padre era un lector voraz. Mi madre, por su herencia rabínica, tenía un modo de entender la vida donde la pobreza existe, sí, es un hecho, pero ahí no se acaba el espíritu humano. Crecí con una vida repartida: la del colegio donde me rozaba con gente de otras clases y la vida del barrio en el que, paso a paso, hice el escalafón completo: billar, mujeres, organillos, fútbol, milonga y esas cosas.

¿Y en qué momento empezaste a escribir?

A los 11 años, cuando me enamoré de una vecinita de nueve. Me salían versitos de amor, rimados.

¿Querías ser poeta?

Supongo que sí, digo, por la persistencia. No sé si eso es una virtud; probablemente no. Llegó el día en que me declaré a mí mismo poeta. Abandoné entonces la facultad de química. Además, estaba enamorado y dejé todo. Me puse a trabajar de camionero. Transportaba muebles, fui vendedor de partes automotrices y, a través de las facturas, descubrí el paso del lápiz a la tinta y de la tinta a la máquina de escribir. Pienso que el paso a la computadora ya no lo podré dar.

¿Cuándo dejaste finalmente todos esos oficios pasajeros?

Cuando entré al periodismo. Ahí estuve en casi todo menos en política nacional, por mis ideas. Transité en varias secciones: desde libros hasta política internacional. Más tarde fui secretario de redacción de Crisis, director del suplemento cultural de La Opinión y jefe de redacción del diario Noticias.

Los restos de mi hijo fueron encontrados 14 años después, a principios del año 1990. Tuvieron que pasar 13 años para que pudiera entrar a la Argentina

¿Tu actividad política ya había tomado cuerpo?

Desde los 15 años había ingresado en la juventud comunista, que era la izquierda existente en el país. Luego se produjo la revolución cubana y nos dimos cuenta de que había otro modo de realizar los sueños de justicia. Eso no era posible por la vía pacífica, como proclamaba Kruschev. Rompimos con el PC, que ni siquiera era como el mexicano. Buscamos otros caminos que desembocaron en la guerrilla. Ahora, con los cambios en Europa del Este, hay quienes se asombran por aquello que se comenzaba a advertir hace más de 30 años. Conociendo la actitud de los partidos, era previsible esta caída. Se contaba el chiste de que, en un combate en el río Amur, aparecía Marx en lo alto de una colina, gritando: “Proletarios del mundo, separaos”. 

¿Cuándo rompiste con el partido comunista?

En 1964. Estuve años en distintas condiciones. En 1975 tuve que irme a Roma. Era el tiempo de Isabel Perón. La AAA (Alianza Anticomunista Argentina), como se sabe, mataba en todas partes. Iba a Europa a denunciar todo aquello. Pero esto que era una misión se convirtió en exilio porque entre el 76 y el 78 nos barrieron. Entré dos veces clandestinamente a la Argentina. Poco después de la primera secuestraron a mi hijo y a mi nuera: 24 de agosto de 1976. Él tenía 20 años y su mujer, 19. Esperaban un bebé. Los restos de mi hijo fueron encontrados 14 años después, a principios del año 1990. Tuvieron que pasar 13 años para que pudiera entrar a la Argentina. Alfonsín llevaba ya cuatro años en el gobierno, pero yo tenía un proceso abierto del cual no estaba enterado. Cuando Alfonsín pasó por Europa le llegaron a preguntar por mí. Se ponía frenético, manoteaba: “Eso lo trata la justicia”. Finalmente pude entrar. 

¿Y qué encontraste?

Un país enfermo. Mirá, no practico la nostalgia ni como oficio ni como modo de vivir. No se trata de suspirar por los cafés que ya no existen, ni de encerrarse en el llanto por los 30 mil asesinados por la dictadura. Se trata de que los torturadores andan en la calle. Te podés cruzar con el jefe del campo de concentración que mató a tu hijo.

El poeta cuando recibió el Premio Cervantes, en España, 2007.
El poeta cuando recibió el Premio Cervantes, en España, 2007.Foto: rtve

Y sonreírle.

Eso nunca.

Pero tal vez te dé el paso a la entrada de un elevador y tú, sin conocerlo, digamos, le agradezcas…

En eso no había pensado.

La función del intelectual, ¿está muy cercada?

Bajo cualquier régimen esa función es crítica. Y eso ahí se ha apagado. Los que siguen con la llama son pocos. Son mis queridísimos y escasísimos hermanos argentinos.

¿Cómo te recibieron los poetas jóvenes? Alguna vez un escritor argentino me dijo con los ojos anegados: Sabines es grandioso. Pero te cambio a tu Sabines por Gelman.

Alguna vez tendré que acercarme a Sabines para pedirle disculpas por esa comparación. Pero sí, tengo buena relación con los poetas jóvenes. Charlé con ellos y me dio miedo y tristeza verlos tan desamparados. De los jóvenes, me mató su desprotección. Apenas empezaban a conectarse con un tejido cultural que la dictadura había destruido mucho. Quemaron muchos libros, entre ellos El Principito, una obra llena de ternura, y la ternura es una amenaza para los militares. Otro aspecto de la enfermedad es la práctica del olvido que se ejerce ferozmente. Con ella se comen a los muertos. Es un canibalismo extraordinario. La dictadura creó dos muertes: la real y la muerte de la historia de los asesinados. Para mí, recuperar los restos de mi hijo era sacarlo de esa segunda muerte, de esa neblina.

¿Quisieras fundar de nuevo la vida que dejaste interrumpida?

Mirá, a nadie le gusta que lo echen. Quería volver. Soy indefectiblemente porteño. Pero me quedaban tres alternativas: una, vivir en el furor y la amargura; dos, achancharme, acostumbrarme a la situación; y tres, tomar una ametralladora y matar a los torturadores por la calle. Las tres son alternativas de muerte, ninguna sirve. En medio de todo esto conocí a Mara, y aunque la vi por primera vez en la Argentina, ella llevaba ya varios años en México. Me enamoré de ella y con ella, de este país. Ésta es mi patria de elección. No niego que haya fantasmas por la casa, pero estoy aquí y estoy bien, agradecido.

¿Qué estás escribiendo?

Acabo de terminar un libro de sonetos. A la vejez, sonetos.

Me decías alguna vez que eres lector de la Cábala. 

Me interesa por la visión exiliar que tiene del ser humano. Somos exiliares en la tierra: en la historia, en la existencia. Hay una hermosa tradición de los indios guatemaltecos. Cuando la mujer tiene un hijo en el vientre lo lleva a ver los pájaros y los árboles. Le dice lo que son, repite sus nombres para que aprenda a identificarlos con el respeto a la vida. Creo que no hay nada más hermoso que el trabajo con las palabras. Las palabras son piedras.