Monumento al jabón

Monumento al jabón
Por:
  • luigi-amara

No pensamos casi en él, no le agradecemos al jabón todo lo que se merece. Tal vez por elusivo y menguante, porque siempre que vamos al baño traemos alguna cosa más importante entre manos, o porque creemos saber de sobra lo que ofrece, no veneramos al jabón, no lo acariciamos como correspondería a la panza de un pequeño buda doméstico, y dejamos que pase inadvertido como un simple guijarro.

El jabón tiene una doble personalidad y todo su espectro bipolar responde al contacto con el agua. En forma de pastilla es austero y taciturno, previsiblemente reseco, cuando no ajado; sólo revela el secreto de su perfume si lo atraes hacia ti, si lo interrogas con el olfato. De no ser así permanece más bien serio, con aire servicial, un objeto anodino a la espera de cumplir con su deber higiénico. Pero todo cambia con el chorro de la llave. Apenas lo roza el agua se diría que despierta de su sueño de piedra y se pone del lado de la voluptuosidad; hay un ablandamiento, sí, cierta alegría o locuacidad que no tardará en estallar en la algarabía de la espuma; pero primero una levedad aceitosa que llama a la caricia, que propende a lo concupiscente o a lo lúbrico; algo del orden de la tentación que lleva a que le hinquemos la uña o lo aprisionemos salvajemente como si se quisiera escapar. La atmósfera se torna entonces deslizante, blanca, jubilosa, y sólo en circunstancias desesperadas —como cuando queremos lavarnos la conciencia— remite a la baba de la rabia. Aunque el jabón no nos purifique el alma, aporta la ilusión de que algo de nuestro pasado más reciente se escurre por la coladera en forma de remolino.

Esa doble personalidad del jabón forma parte de su estructura química y es, en pocas palabras, la razón de su fuerza limpiadora. De un lado, soluble al agua; del otro, soluble a los lípidos: la dualidad inmejorable para levantar la película superficial de grasa de la piel y arrastrarla bajo la acción del chorro como si se tratara de un susurro. Ése es el poder de su compromiso: llevarse consigo lo indeseado, las capas de mugre y gérmenes que hemos acumulado a lo largo del día, y de paso algún recuerdo que comenzaba a estorbarnos demasiado.

Quizá por ello cantamos en la regadera: el jabón nos transmite su felicidad, su ética resbaladiza, su talante voluble. Tan pronto festeja sus bodas con el agua se reenciende la promesa de renovación, el sueño de dejar atrás no sólo la suciedad, sino un poco de lo que fuimos; un viento fresco sopla entonces hasta en nuestras partes más íntimas; un torbellino eficaz aunque imponderable —a su manera casi mental— recorre la piel de arriba abajo, la envuelve con su magia nacarada, protegiéndola de los males que la acechan, penetrando por los poros; y tanto conoce el jabón de corvas y de axilas que de algún modo se las arregla siempre para arrancarles un poco de cosquillas.

Cantamos también con él porque tiene algo de canto rodado, de piedra de río trabajada por el frotamiento de las manos y el flujo de la llave, y lavarse parece un juego con el agua en el que debemos sujetar un pez escurridizo. Que el video de Gloria Gaynor lavándose las manos a ritmo de “I Will Survive” se haya vuelto viral a minutos de su lanzamiento —un auténtico himno para enfrentar con buen ánimo la pandemia del coronavirus— no se explica sólo por su ayuda para contar los cuarenta segundos que debemos comulgar con el jabón, tampoco por la añoranza de los viejos tiempos en que podíamos bailar como locos música disco en salones atestados. Su éxito tiene que ver con algo más profundo y ancestral: con la asociación espontánea entre el jabón y el canto, con la identificación milenaria del baño —o su variante de bolsillo, el lavado de manos— como un ritual de renacimiento.

"Esa doble personalidad es, en pocas palabras, la razón de su fuerza limpiadora. De un lado, soluble al agua; del otro, soluble a los lípidos".

A pesar de que también han sido invocados sonetos y poemas para recitarlos frente al espejo durante el reaprendizaje del enjabonamiento, creo que nadie propuso la “Oda al jabón” de Pablo Neruda, que es sobre todo un elogio de su aroma, de los lugares a los que nos transporta, como si para el chileno, el jabón de cada mañana fuera lo que la magdalena para Proust. Tampoco nadie propuso —lo cual ya se antoja una desconsideración terrible, tanto para el jabón como para el grandísimo poeta que fue—, ningún pasaje del libro de Francis Ponge dedicado a esa suerte de huevo que se consume suavemente hasta esfumarse como la espuma entre los dedos. Escrito y reescrito muchas veces durante la Segunda Guerra Mundial, precisamente cuando el jabón escaseaba y se había vuelto un artículo de lujo que muchos codiciaban pero pocos podían obtener, El jabón es un canto pero también una reflexión lúcida y evocadora sobre la presencia de esa pasta fragante en nuestras vidas, una remembranza y un homenaje a esa especie de burbuja sólida que va dejando a su paso otras burbujas como si de hijas abstractas se tratara (hijas perfectas, si se quiere, y por ello un tanto irreales y evanescentes). Compuesto de una forma casi musical, como variaciones sobre un mismo tema, mi apartado favorito del libro es aquel en que vincula el enjabonamiento con la inclinación incontrolable a farfullar, a ridiculizar un poco las palabras, a embrollarlas en un ambiente festivo y demencial, pero siempre con el jabón en las manos.

A pesar de que casi todas las civilizaciones de la antigüedad se disputan su invención (hay recetas para su elaboración conservadas en tablillas de arcilla que datan de hace más de cuatro mil años), no sé de ninguna ciudad, de ningún pueblo que haya erigido un monumento al jabón, aun cuando todos los días esté junto a nosotros para librarnos de impurezas, para protegernos de bacterias y virus. Lo imagino como un gran monolito de mármol blanco en medio de la plaza. Una avellana gigante esculpida quizá con algún signo de desgaste —no con la dureza plástica de cuando apenas lo extraemos del empaque—, por cuya superficie se derrama un velo de espuma etéreo, inasible, que desprende un aroma difícil de identificar, que a veces nos conecta con un prado de flores y, otras, con los espacios cerrados de la infancia. Cada ciudad podría elegir la versión que mejor se amolde a su temperamento: Rosa Venus, Camay, el paralelepípedo increíble del Zote.

Si ya el paisaje de todas las ciudades de México se ha ensuciado con los armatostes del escultor Sebastián, mi propuesta es que, en compensación a tanto fierro amarillo, se levante un monumento al jabón, un monumento fresco, burbujeante, que además tenga la virtud de recordarnos cada vez que ya es hora de lavarnos las manos.