Una noche con yo la tengo en el Longhorn Ballroom

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Longhorn Ballroom
Longhorn BallroomFoto: Cortesía del autor
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En Dallas siempre me pongo hasta el merequetengue. A veces por entusiasta. A veces porque se me sale de las manos. Y otras veces por accidente. Esto último se parece mucho al autosaboteo. 

Aterricé en la capital texana con la misión de pergeñar unas cuantas decenas de páginas. Apenas toqué tierra lo primero que hice, antes de tomarme una Shiner Bock de barril, fue checar la agenda de conciertos para auscultar con qué podría aderezarme los oídos. A la vista refulgían dos shows donde encajar la bandera. Señores, compermisa, tengo una cita con mi vicio favorito: la música. 

Pero qué veían mis ojos, oh Lord. Kenny Wayne Shepherd en el Majestic Theatre. Qué golpe de suerte. Además, no conocía el venue. Pedero como suelo ser, moví los hilos y corrí la voz. Embarré en el plan a dos compas: Luis Prado (tal vez lo conozcan por otras de mis crónicas sobre mis aventuras en Dallas) y Javi. Toda estaba planchado para que esa noche acabara con el corazón henchido de blues. Pero entonces la puerca torció el rabo. 

ARRANQUÉ EL PRE alrededor de las cuatro de la tarde. En el barrio de Oak Cliff, donde creció nada menos que T Bone Walker. Una Yuengling y un caballito de Tequileño me dieron la bendición. En la mesa había almendras rostizadas sin sal, nueces de la india, bolitas de chocolate amargo y una bolsa de gomitas en las que no había reparado. Picotee un poco de botana. Y cosa rara en mí, me apeteció algo dulce. A veces en la cruda me pasa, que mi cuerpo me pide azúcar para remontar el vuelo. Abrí la bolsa de las gomas y me comí una. Me cayó con madre. Seguí concentrado en la actividad de beber y de berrear a todo volumen “Born with a Broken Heart”. Pasados veinte minutos me comí otras dos gomas nomás por convivir.

Transcurrida una hora comencé a sentirme raro. Pero apenas había arrancado. Como a todo alcohólico, a veces el trago me entra chueco y me empedo en chinga. Pero tampoco tan rápido. Dos tequilas y tres cheves no derrocan estos cien kilos de marrano. Sentía la boca seca seca. Juraría que estoy pacheco, me dije. Pero nel, no puede ser, pensé. Pasé una hora estudiando mi estado. ¿Habrá estado echado a perder el kombucha ginger lemon que me empiné? Tomé agua según yo para contrarrestar la peda incipiente. Se me ocurrió mirarme en el espejo. Tenía los ojos rojos. Rojísimos. En ese momento me percaté de la media sonrisa que se había cristalizado en mi jeta.

Fui hasta la mesa y curioseé la bolsita. Elevated Endibles, decía. Y contenía: 14 mg de Delta 9.8 mg de CBD, .15 mg de CGB y .32 MG de CBC. Era oficial. Andaba bien pastel. Quise mandarle un mensaje por whatsapp a mis amigos pero me costaba enfocar la pantalla del teléfono. No mames, no mames, me dije, el concierto, me dije. No caigas en el pánico, me recomendé. Eres un toxicómano. Tú puedes manejar la situación. Sí, pero qué hago, me pregunté alarmado. Kenny, el Majestic, Luis, Javi. 

No se me ocurrió mejor solución que acostarme un rato a ver si se me pasaba. Cuando me tiré sobre la cama sentí que mi cuerpo se hundía como si pesara lo mismo que la enorme piedra con la que debraya el personaje de De perfil.

Desperté trece horas después.

A la vista refulgían dos shows donde encajar la bandera. Señores, compermisa, tengo una cita con mi vicio favorito: la música

*

VI A YO LA TENGO EN VIVO en la Ciudad de México en 2007. Pero no me acuerdo de nada. Seguro andaba bien pasado. Es más, sigo dudando que estuve ahí. A pesar de amigos que juran que se la pasaron a mi lado todo el show. Siempre me refiero a eso en tono de burla y digo que a quien vi fue a Yo la tenía.

Pero Dallas me ofreció la oportunidad de redimirme. Días después de mi blackout patrocinado por el Delta 9, Yo la Tengo se presentaría en la ciudad, nada menos que en un venue mítico: el Longhorn Ballroom, célebre porque ahí habían tocado los Sex Pistols en la gira que hicieron por el Gabán en 1978. Para un punkie como yo esas eran palabras sagradas. Mantente alejado de las gomitas, canijo, me recomendé decidido a que sin importar lo que saliera al paso, a ese toquín no fallaba.

El jueves por la noche tomé el street car hasta el downtown y de ahí proseguí a pie a mi encuentro con la historia. Una calle antes de llegar vi a la distancia la enorme marquesina en forma de granero con el nombre del lugar. Y debajo la gigantesca efigie del toro de cuernos largos. Rehabilitada hace poco, duró muchos años inactiva, la sala de conciertos tiene un aura de museo musical. La entrada está tapizada por fotos enmarcadas de bluseros y cantantes de country que pasaron por su escenario. Además de una vitrina con instrumentos y carteles. 

En el otro extremo hay un par de fotos de gran tamaño de Sid Vicious de cuando tocaron los Pistols ahí mismo. A Sid le sangra la nariz. Cortesía de los puñetazos que recibió de un par de punketas texanas. A espaldas de las fotos hay una especie de galería. Con más imágenes de figuras y con una vitrina dedicada por completo a la visita de los Pistols. Con notas de prensa, instrumentos y viniles de la banda. También hay otra dedicada a Stevie Ray Vaughan, el santo patrono de estos lares.

Qué mejor lugar para ver a Yo la Tengo.

Pasadas las ocho de la noche el trío salió al escenario. 

Arrancaron con “Sinatra Drive Breakdown”, cuyo título me hizo evocar la crónica “Frank Sinatra está resfriado” de Gay Talese. Una demostración de músculo noise. Advertencia de lo que estaban por servir. A cinco metros del escenario veía a la guitarra estrujarse, los oídos me ardían como si llevara más de tres minutos sumergido en el agua. Después nos llevaron de paseo por varios tracks de “This stupid world”, su último disco, en el que se dan la licencia poética de desmarcarse de su estilo. El disco menos Yo la Tengo de su discografía.   

Después de nueve canciones se tomaron un descanso. Y volvieron a la carga para desatar el feedback y la distorsión que son el sello de la casa. A diferencia de otras bandas de noise, que las observas sobre el escenario concentradas en el acto mismo de hacer noise, la actitud de Yo la Tengo es bastante despreocupada. Como si estuvieran operando una sala de controles. O realizando alguna maniobra con un montacargas. Lo que contrasta con el sonido poderoso que se desprende del acto mismo. Diez canciones después, hicieron una segunda pausa.

El público pensó que el show había finalizado, pero el trío reapareció una tercera vez para ofrecer un encore furioso. A pesar de las casi tres horas de duración, daba la sensación de que el show había sido muy corto. Si hubieran tocado otra hora nadie habría protestado. Yo la Tengo tiene repertorio para eso y más.   

Mientras la sala se vaciaba fui hasta la foto de Sid y me persigné en señal de despedida. 

Salí aturdido. Con tinitus. Lo poco que me quedaba de tímpanos lo dejé ahí.