Pina en el mundo encantado

Pina en el mundo encantado
Por:
  • ana_clavel

Vente conmigo al País de los Juguetes… allí nos divertiremos de la mañana a la noche y estaremos siempre alegres.

Mis padres son los mejores del mundo. Me dijeron “vete por el lado luminoso del túnel y llegarás al país de los dulces”. Y fue verdad. Los lobos del Metro —incluidos los policías y las polecías— me franquearon el paso. Los pasajeros me hacían cosquillitas y me daban palmadas en la cabeza. Otros niños me compartieron de sus helados. Ahora estoy en una nube de algodón de caramelo, al lado de mi hada azul y del dulce niño-rata. Entre polvos multicolores de nieve: de limón, de fresa, de invierno como no tenemos en esta ciudad que la verdad, es lo único que le hace falta para que sea la más perfecta del mundo encantado.

Al principio iba de la mano de mi madre hasta la línea amarilla del último andén de Pantitlán. Me despedía con las recomendaciones de siempre: sé buena niña, Pina; si hablas con extraños, sé amable y obediente. Y sobre todo nunca digas mentiras. Después aprendí a salir yo sola. Con mi impermeable y mis botitas rojas por si al bajarme del vagón tenía que saltar en los charcos. Es que el bosque mágico que se extiende más allá de la terminal subterránea a veces se inunda con las lluvias y de plano hay que usar canoas para llegar a los juegos y diversiones. Por suerte siempre hay señores dispuestos a llevarme en sus espaldas. Dicen que mi cuerpecito de charal es ligero de cargar. Claro, después tengo que pagar el viaje: quedarme quietecita mientras ellos me miman como mi papá.

He ido tantas veces al bosque que sé todos los riesgos del camino: que si los lobos, que si las abuelitas, que si las brujas, que si las hadas azules, que si los príncipes, que si las ranas, que si los gatos, que si las zorras, que si las caperucitas, que si los muñecos de madera...

Dicen por ahí que hay gente que entra al Metro y no regresa. Las cámaras de vigilancia los ven traspasar los torniquetes pero no salir. Lo que no saben es que en el bosque mágico todos ellos se han transformado y encontraron una vida nueva: hay burros que no aprendieron la lección de portarse como sus santos padres les pedían, chanchos que comieron a otros chanchos y hasta de más, ciervos metiches que vieron lo que no debían. También niños a quienes les salieron tremendos volcanes por aguantarse las ganas y cuando se quedan quietos hacen erupción. Yo sólo dejé de ser Pino y me volví chica en un de repente: es que me gustaba comer la tierra del bosque —tan fresquita, tan penetrante— y para ello tenía que apartar las lombrices que a veces se colaban. “No debiste comerla”, me dijo el vigilante del bosque, “y menos quitarle las lombrices”. Pero a mí me dieron pena los gusanitos: se veían tan felices jugueteando, retorciéndose, cogiendo entre ellos, que los hice a un lado. Los aparté y mordí la tierra mientras el hombre que me había comprado me hacía ver las estrellas, un palacio de plata, un caminito de flores enrojecidas y de perlas alunadas. Desde entonces he sido Pina para los mandados, para los recados, para las entregas, para los cobros. Pina y ya no Pino para servir a usted y a quien ordenen mis padres. Pina que nunca dice mentiras y sólo habla y habla y le crece una historia como cola larga que cepilla frente al espejo del tocador de mamá. Ahí donde aparece el fulgor del hada de cabellos azules de los cuentos para decirle que de tan buena niña muy pronto se convertirá en muñeca.

Por eso salgo tranquila de mi casa y entro confiada al Metro. En realidad, cuando mis pobres padres necesitan dinerito para alimentar y mantener a mis hermanos. Son siete. A veces, cuando estoy sola con ellos en casa, me siento como Blanca Nieves y sus siete cabritos, de tanto que me husmean y me brincan encima. La verdad es que a veces prefiero salir de la casa para no escuchar su llanto y sus ruegos. “Anda, Pinita, tráenos de comer y beber...”. Entonces, ya sin que los padres intervengan o me lo pidan, voy yo sola al Metro de las dos banderas que conduce al bosque subterráneo.

Sé que hay peligros que sortear. Remolinos que de pronto se abren al dar un paso de más pero también grutas sésamo que se abren cuando les confías tus sueños. Mi madre es buena como el hada azul de los cuentos. Me ha dicho: “Una mujer sin un hombre es una mujer sin valor... Lo bueno, Pina, es que tú llevas el varón entre las piernas”. Y me ha colocado un listón violeta en el cuello con una medalla de San Benito para que no me entre la zonzera ni los demonios, y me ponga a gritar como si me estuvieran destripando cuando en realidad los patrones del bosque me prodigan bendiciones y regalos.

"Debe de ser la misma niña azul que se les ha aparecido a varios niños pobres y los invita a jugar a la pelota, y cuando ellos dicen que no tienen pelota, ella hace un pase mágico y se quita la cabeza para hacerla rodar".

Claro que todo es más fácil si los dejas hacer, si les tomas la mano y te subes con ellos al carrusel que hay en el claro del bosque encantado y aceptas la máscara y la manzana de caramelo brillante que eligen para ti. Así he sido bruja con verruga en vez de nariz; también he berreado como corderito cuando me pusieron la careta de uno tierno y mamón. También querubín con alas rosadas y boquita de corazón. Esa vez hasta me dieron un arco y un carcaj con flechas. “Carcaj”, me dijo el patrón que se llamaba el saco especial para la flechas, antes de ponerme sobre sus piernas. “Sólo acuérdate de carcajada y verás que no te lleva la chingada con tanta flecha...”, dijo y me encajó la suya en el centro. Fue tan súbito aquello, tan total, que el carrusel se volvió una ráfaga y el bosque circundante una pintura en vértigo. El patrón tuvo que hacerme reaccionar con un polvo de nieve de colores y entonces fui un ángel que ardía en pequeñas llamas que me lengüeteaban como alma en gozo.

Sé que a espaldas de la catedral, por el Metro del Zócalo, hay una capilla de las ánimas del gozo porque ahí me lleva mi madre cuando me recupero de una enfermedad que me provoca que la saliva se me haga espuma y me retuerzo como si fuera una babosa con sal. Cuando eso pasa, no puedo trabajar ni llevar recados ni hacer entregas, ni quedarme siquiera un ratito con los patrones del bosque. Entonces viene a cuidarme una vecina que me dice cuentos de hadas que se sabe de memoria, mientras mamá lleva a mis hermanos para que vayan aprendiendo el camino del Metro. Con los cuidados de Rosita, su delicioso caldo con patas de pollo y los cuentos maravillosos que se sabe, vuelvo a ponerme buena. Luego mamá me lleva al altar de las ánimas para dar las gracias y yo veo cómo ellas me sonríen y me prometen un lucero que me guiará siempre, por ser tan buena niña, por ser tan obediente.

A menudo, aun en los momentos más oscuros en el mundo subterráneo, cuando apagan las luces de la feria para que juguemos a las estatuas de marfil, siempre veo esa luz que me marca el camino con huellas del ángel de mi guarda. Como son pequeñitas, he llegado a creer que mi ángel es en realidad una ángela niña azul. La niña azul que salva al muñeco de madera de la historia y lo convierte en un niño de a de veras. Debe de ser la misma niña azul que se les ha aparecido a varios niños pobres en los andenes de un Metro del aeropuerto y que los invita a jugar a la pelota, y cuando ellos dicen que no tienen ninguna pelota, ella hace un pase mágico y se quita la cabeza para hacerla rodar y que comience

el partido.

Yo he visto mejor sus huellas cuando hay oscuridad total. No como ahora que he vuelto a enfermarme, pero esta vez mi cuerpecito de charal casi se transparenta y mamá y papá me han traído a esta bodega iluminada del Metro de la Merced, repleta de dulces y caramelos, para que juegue con el niño rata del Metro, cuyos padres, verdaderos reyes ratones, son tan bondadosos que compartirán sus tesoros con los míos. Seguro que ahora sí me gano convertirme en muñeca de a deveras.

Meto las manos en los sacos y tomo montones de dulces que me guardo en la gabardina y en la capucha roja. También en las botitas. Cuando ya no me caben más, me lleno la boca y como puños y puños. De repente se apaga la luz y se oye como si descorrieran la puerta de una jaula. Luego un chillido entrecortado. Y veo las huellas de mi ángela azul que caminan por delante de mí. Cuatro, cinco pasos e iluminan con un fulgor azulado esa oscuridad acariciante. De pronto se detienen ante un bulto peludito y de ojillos brillantes. Su boquita dientona y sus bigotes de catrín se curvan en una sonrisa golosa. ¿Qué juegos me invitará a jugar el dulce niño-rata?