Postales del desasosiego

Postales del desasosiego
Por:
  • bibiana_camacho

Voy por el tóper que olvidé y, al salir del elevador, me topo a Mimí.

—¿Ya me enviaste lo que te pedí?

—Sí, claro, te lo acabo de mandar.

—Gracias, bonita.

Recojo la bolsa con el tóper y salgo. Por supuesto que no le envié nada. Mimí, de libros, no sabe un carajo; no le interesa y ni tiempo tiene. Es mi jefa directa pero debe supervisar la confección y entrega de los chalecos, playeras, mochilas y demás prendas para las próximas elecciones. Ni se acuerda de mí y, cuando me halla en los pasillos, me da órdenes en voz muy alta, para que todos se enteren de que ella manda. Por la tarde me pide un listado de pendientes. Por supuesto, no hice nada y al otro día ni se acordó. Cómo indignarse con alguien que necesita tanta atención.

Me voy con un mal sabor de boca. Mi objetivo era salir antes de las ocho de la noche. Permanecer tanto tiempo en la oficina a la espera de que los superiores se pongan de acuerdo y den una orden coherente es una prueba de resistencia a la que no estoy acostumbrada ni quiero acostumbrarme. Camino por el puente que atraviesa Periférico, le doy las buenas noches al primer policía. Siempre hay dos, sobre todo de noche. El segundo policía ni siquiera me mira cuando lo saludo; está entretenido en la pantalla de su teléfono. Han sido tantos los asaltos que hace algunos años se volvió necesario poner seguridad en el extenso puente que conecta el edificio del Instituto con el otro lado del Periférico. Cada que atravieso ese puente me pregunto si no es un riesgo para la salud de los vigilantes permanecer tantas horas a la intemperie, expuestos a las emisiones de cientos, miles de automóviles que a diario transitan por ahí. ¿Les pagarán un salario justo?, ¿tendrán seguro médico, revisiones periódicas? Si ocurriera algo, ¿están entrenados para actuar? Camino por Periférico y luego por Xomali hasta llegar a la estación de tren ligero. Tengo suerte: no viene tan lleno. Me acomodo en un rincón y abro el libro. Desde que estoy esclavizada a un horario de oficina me obligo a leer en el transporte público por más incómoda que vaya, ya no por placer, sino por obligación. Siento que la rutina me envenena y es un intento desesperado por no sucumbir a la monotonía.

EL OTRO JEFE, el de más rango que Mimí, dice que las cosas deben hacerse de manera clara: “Antes tuvimos muchos problemas porque la gente decía mentiras por quedar bien, se saltaban las jerarquías y eran irrespetuosos; ahora los conmino a hacer un trabajo honrado”. El problema es que la aspiración de Mario, a quien es mejor hablarle de usted y con el rango de doctor, es imposible. Estamos en año electoral y todos los esfuerzos están concentrados en ese aspecto. Los libros son importantes, por eso hay un comité editorial, pero como nunca hay tiempo de nada, no queda más remedio que mentir, hacer estrategia, así dice Mario, estrategia.

FALTA UNA SEMANA Y MEDIA para la reunión del Consejo Editorial. Mi responsabilidad es entregar cuentas, pero apenas hace una semana que estoy aquí y aunque entiendo que hay que mentir, las órdenes son precisamente opuestas. ¿Qué hago? Trabajo día y noche con César y Roberto. Son la mejor ayuda que pueda tener. No sólo son inteligentes y analíticos: tienen la vocación del esclavo; se van a marchar hasta que el informe esté terminado. Yo me iría antes. Nada es para tanto. Maribel viene a cada rato, da órdenes contradictorias, grita, jamás está satisfecha. Es una mujer competente, hace oficios impecables, con las negritas donde deben ir y con las mayúsculas en los nombres adecuados. A veces, sin embargo, la Presidencia no le informa lo que ocurre y arremete contra nosotros, conmigo, como si yo tuviera la jerarquía para tomar decisiones u obtener información privilegiada. Siempre le sonrío y le digo: sí, Maribel, sí, no

te preocupes, todo va a salir bien. Se queda callada y me mira con furia.

EL HORARIO ES UN MISTERIO. Podemos salir un día a las ocho de la noche y al siguiente, por razones misteriosas, es necesario permanecer ahí hasta la una o dos de la mañana. Aquí el tiempo no existe, tampoco los individuos. Todos formamos parte de una maquinaria que trabaja y trabaja, sin producir otra cosa que no sean oficios. Hoy me escapé a las seis y apagué el celular.

—¿VISTE QUE MARGARITA está vendiendo Avon y Andrea?

—¿Margarita?

—Sí, imagínate, cómo se le ocurre.

Margarita, me entero, tiene apenas unos meses ahí y resulta que Perla tiene ya diez años de trabajar y vender Avon, Jaffra, Andrea y un largo etcétera en estas oficinas.

—No es justo. Perla siempre ha completado su gasto así. Mira, tú, esta vieja que le viene a bajar el mercado.

—Hay que avisarle a todos, para que no le compren.

La discusión se prolonga. Hay quienes defienden la antigüedad de Perla y su condición de madre soltera luchona, pero otros defienden a la advenediza:

—Los cambios siempre son buenos. La competencia genera mejores ofertas.

Se supone que las ventas en la oficina están prohibidas, pero guardo silencio.

HOY ES EL CUMPLEAÑOS de una compañera. Es diseñadora. Hay globos

y serpentinas por todos lados, un pastel y una gelatina sobre la mesa de trabajo. Se cantan las mañanitas. Yo apenas la conozco; finjo recibir una llamada en el celular y salgo. Vago durante algunos minutos por las oficinas. Cuando regreso, encuentro un plato desechable con una porción de pastel y de gelatina en mi lugar. Me siento una grosera, pero es que ni siquiera recuerdo el nombre de la festejada.

[caption id="attachment_762286" align="alignnone" width="850"] Foto: traficozmg.com[/caption]

—LE VENIMOS A SUSTITUIR su equipo viejo por uno nuevo.

—Pero me acaban de dar esta computadora la semana pasada. ¿No será para ella? —Lalo me señala. Llevo más de un mes y trabajo con un equipo destartalado que me prestó el departamento de diseño. Tarda en prender, se apaga cuando quiere, se pasma y cada cinco minutos aparece un mensaje que indica problemas diversos, todos tan graves como que el equipo está a punto de explotar. Además, no tengo internet.

El técnico revisa sus papeles, pregunta mi nombre, vuelve a revisar.

—No, aquí dice que el equipo es para este señor, usted ni siquiera aparece en mi lista. —¿Qué puedo decir? Observo resignada cómo, ante las protestas e intentos de razonar de mi compañero, le cambian el equipo por otro exactamente igual.

LA JUNTA PROGRAMADA a las siete de la noche ocurre a las diez. Mientras tanto no hago nada, no hay nada que hacer, no puedo avanzar en los manuscritos, no le puedo solicitar a los autores sus textos o enviarles correcciones y sugerencias, no puedo preguntarles si han avanzado; no tengo el nivel, me dicen. Sólo los superiores pueden comunicarse con ellos. ¿Quién soy yo? La editora y jefa de producción. Nadie.

LA REUNIÓN DEL COMITÉ editorial es la próxima semana. Los avances deben estar listos hoy mismo para que los miembros de dicho comité tengan tiempo de revisar. Pero no hay avances. Inventamos los que no existen y adornamos los pocos que sí. Lo importante es la presentación y el discurso: abigarrado y barroco; entre más se preste a la interpretación, mejor. Salgo a la una de la mañana, luego de que Jimena me gritonea, después de haberme insultado por Whatsapp, por algo que ni siquiera es mi responsabilidad: estar en comunicación con los autores y con los superiores.

GRAN DÍA. Todos estamos convocados al auditorio para disfrutar los spots que realizó el Instituto para invitar a la gente a votar. Hay palomitas. Luego de varios minutos, Lorenzo Orizaba hace su entrada triunfal. La gente le aplaude como si fuera el mismísimo Luis Miguel. No falta quien le chifle a la guapura y gallardía del funcionario. En su discurso afirma que esos spots fueron hechos para limpiar la imagen deteriorada del Instituto, porque, continúa: “No voy a permitir que nadie hable mal del Instituto, porque eso significa hablar mal de mi gente, de ustedes. Yo me voy a ir, pero ustedes se quedan y se van a quedar con la mejor reputación que haya tenido este Instituto durante su existencia. De eso me encargo yo”. Ovación generalizada. Y yo, con un ataque de pánico.

—¿QUÉ TALLA ERES?

—¿Por?

—Es para los chalecos.

—¿Chalecos?

—Sí, vamos a mandar a hacer chalecos para todos, por las elecciones.

Estoy a punto de decir que, si estamos en oficinas, no los necesitamos, que es un gasto inútil y que de todos modos yo no pienso ponerme ningún chaleco, pero contesto:

—Chica.

—MIRA, CARMELITA, hay oferta en Sears.

—A ver...  ¡Las teles... !

—Ay, Carmelita, pero te acabas de comprar una.

—Pero ésa se la quedó mi mamá. A ver, ¿a cuántos meses?

Carmelita y Néstor hacen cuentas, planean una estrategia, revisan los cortes de sus tarjetas. Al final, Néstor da una amplia explicación de cómo endeudarse y no pagar la deuda en su totalidad, sin que les cancelen la tarjeta. Escucho atenta pero no entiendo nada. Otros compañeros se unen a la charla. Todos son expertos en plazas comerciales, tarjetas, créditos envolventes, pago de capital y demás detalles ajenos a mi entendimiento. Yo ni tarjeta tengo. Pretendo estar muy ocupada, aunque en realidad me estoy devanando los sesos por aprender algo, quizá lo necesite en un futuro.

—A ver, ¿tú dónde compras?

Siento las miradas en mi espalda. Cuando volteo, mis compañeros están a la expectativa.

—En los tianguis, no me gustan las plazas, me dan claustrofobia y ansiedad.

Me miran un par de segundos para continuar casi de inmediato:

—Perisur es lo mejor.

—No es lo mejor, es lo más cercano. Antara es mucho mejor, más exclusivo y con ofertas de verdad.

—No estoy de acuerdo.

ME ACABAN DE CONFIGURAR internet. Ya no será necesario molestar a César o Roberto para que me presten sus computadoras para enviar correos; por fin tengo correo institucional: ahora existo. Mi entusiasmo se viene abajo cuando me doy cuenta de que tengo cuarenta y cinco mensajes, diez de ellos son tareas atrasadas con las cuales tengo que ponerme al corriente: cursos, declaraciones patrimoniales, actualización de CV, subir una foto al sitio...

[caption id="attachment_762287" align="alignnone" width="945"] Foto: ciudadanosenred.com.mx[/caption]

ESTOY LISTA, de buen ánimo. Tengo un café y las gomitas de jengibre que tanto me gustan. Abro la aplicación. “¿Estás listo?”. Elijo “Sí”. Tengo que aprobar un curso de inducción al Instituto, por medio del cual conoceré mis derechos y obligaciones. Tengo derecho a contar con el equipo y los medios necesarios para realizar mi trabajo, a que respeten mi horario de entrada y salida, a que me paguen con puntualidad, a recibir horas extras en caso de que haya suficiencia presupuestal, a vacaciones, aguinaldo, a que me devuelvan el dinero que aporte al Instituto por emergencia, a que me paguen transporte en caso de salir a altas horas de la noche, a quejarme si sufro acoso laboral o sexual. Entre mis obligaciones están: cumplir con mi trabajo, asistir a juntas, dirigirme con respeto a mis superiores. Vuelvo a leer la oración, “a mis superiores”, dice. ¿Y a los inferiores? ¿Eso

quiere decir que los puedo tratar como una mierda sin consecuencias?

—NO HAY CAJA CHICA para pagar un ISBN. Lo tienes que pagar tú.

—¿Qué?

—Mira, si quieres que las cosas funcionen aquí tienes que hacer algunos sacrificios mínimos.

—No voy a pagar un ISBN.

—No exageres, son como doscientos pesos.

—No importa la cantidad, no voy a pagar por trabajar, nomás eso me faltaba.

—Pues no es justo. A mí me deben más de diez mil pesos. No es justo.

—Claro que no es justo. No pagues más. Yo no pienso pagar.

—No es justo.

—Vamos a hablar con Mario, no pagues más, yo no voy a pagar.

—Es que si no pagamos las cosas no funcionan.

—Pues que no funcionen.

Cinco días después, Mimí me avienta un billete de quinientos para pagar el ISBN. He visto contratos millonarios con editoriales externas que se aprovechan del presupuesto del Instituto e inflan las cantidades. A ellos sí les pagan, de lo contrario el libro no sale. El ISBN corre por nuestra cuenta, “si queremos que las cosas funcionen”.

"Entre mis obligaciones están: cumplir con mi trabajo, asistir a juntas, dirigirme con respeto a mis superiores. Vuelvo a leer la oración,  a mis superiores , dice. ¿Y a los inferiores?"

LA MEJOR HORA del día es cuando llega Lencho. Bolea zapatos y trae dos enormes bolsas negras llenas de golosinas. ¿Van a querer ago?, pregunta. Nos acercamos como abejas al panal: ¿traes platanitos?, ¿papas naturales?, ¿gomitas de jengibre? Sabe que adoro las gomitas de jengibre y siempre me guarda una bolsita. No siempre quiero, pero le compro cada que aparece, no sea que un día no traiga.

VOY AL COMEDOR por primera vez. La oferta es tentadora: el menú cuesta diez pesos. Hay coctel de camarón, sopa de poro, filete de pescado o flautas y gelatina. Desolada, miro mi charola. Estoy sentada en una mesa larga, rodeada de gente que no conozco. Apenas como. La sazón no existe. Pienso en la ensalada que olvidé en casa: queso, lechuga, zanahoria, pepino, pollo, aceitunas, jitomate, jamaica y tocino. La mayoría de las charlas que cacho versan sobre el trabajo, los problemas económicos, los chismes de pasillos. No vuelvo a olvidar mi comida.

CÉSAR NO ESTÁ. Luego de la comida acompañó a Carlos ver un departamento en renta, muy cerca de las oficinas. Como los horarios son tan desgastantes, Carlos decidió rentar algo cerca, igual que César desde que fue contratado. Roberto está nervioso, la próxima sesión del Consejo Editorial es el lunes y hoy es jueves. Ya todo está entregado y revisado, pero nunca se sabe. Yo me voy temprano, ya avisé. Hoy presento el primer libro de cuentos de uno de mis mejores amigos, no faltaría por nada. Tomo un taxi hora y media antes de la presentación, debo atravesar la ciudad desde el sur profundo hasta Polanco. Al principio el tráfico fluye sin contratiempos, pero a la altura de Perisur todo se detiene; luego vuelve a fluir hasta El Charco de las Ranas, donde se detiene de nuevo. Creo que tengo taquicardia. No puedo faltar, me aterra llegar tarde. El tráfico es impredecible y caprichoso. Hay tramos verdaderamente congestionados y otros bastante fluidos. Repaso mis notas en el taxi. Llego justo a la hora de la cita. Mi amigo está nervioso, como siempre, pero contento. El lugar está lleno. Me abruma la atención del público y temo decir estupideces, como seguramente hago. Luego bebemos vino, platicamos con otros asistentes. Mi celular vibró durante la presentación, pero no miré. Ahora, relajada, presiono un botón y miro: “Junta importante, todos en mi oficina ahora”. Por supuesto que no voy a regresar, por nada en el mundo.

La petite mort

Juan Manuel Gómez

Como estatua de sal al viento

Mi rostro inmutable se desgrana.

Una sed originaria,

Mineral,

Carcome mi cuerpo,

Me deshace por dentro.

Pasan los días, los años,

Las horas,

Los latidos tenues de este corazón

Desacompasado.

Síndrome de abstinencia,

Inquietud del alma,

Bilis negra.

La noche es absoluta.

En la sucesión de los días

Tan solo un breve momento falta,

Un ritual nuestro

Que corría el manto de la noche.

Sin tus ojos no puedo despertar.

¿Para qué los rayos de sol furtivos?

Sin la humedad de tus labios

Que suavizan

Cada partícula del mundo.

Hacia dónde he de dirigir mis pasos

Sin la guía de tus manos

Que surgen del silencio oscuro

Para inaugurar el día.

Si tuve tus ojos para abrir la mañana

Con el universo girando en tus pupilas,

¿Por qué paso los días en este páramo sin salida?

No encuentro mi fuerza, mi Norte, mi centro.

He perdido mi pan, mi casa,

Los pies que me sujetan al suelo,

Las alas que me hacían volar.

Tuve miedo un día

De que se derrumbara el edificio que hicimos.

No quise abrir los ojos,

Para salvarte a ti,

Y la noche se extendió para siempre

Sobre un Paraíso intacto

Pero sin ti, en la penumbra.

Recuperé cada una de las joyas que creí perdidas,

Derroté a la catástrofe, pero no a tu ausencia.

Ahora

No tengo tus ojos para despertar.

Los días pasan sin mí.

Y en mitad del gran banquete de la vida

Mi hambre de ti persiste

Y todo lo llena de vacío.