Sixty-Four

Sixty-Four
Por:
  • francisco_hinojosa

Me llegó el momento que esperó Paul McCartney en su canción When I’m Sixty-Four, aunque lo que aquí cuento no tiene que ver con una pieza de amor, sino de achaques. Desde antes de los sesenta y cuatro ya mi cuerpo había empezado a cobrar las facturas de una vida disipada. No voy a hacer aquí el recuento de esos achaques, solamente consignar uno de los últimos eventos.

Hace unos tres años quedé de verme con mi esposa a comer en un restaurante de la Condesa. Pasé antes a El Péndulo y compré dos libros. Una vez sentados en la mesa, al ver la bolsa le pregunté qué había comprado. Sorprendida me dijo que ese paquete lo había llevado yo: no recordaba algo que había sucedido hacía unos minutos. Ni siquiera sabía qué libros contenía. No se trataba de algo nuevo: esa pérdida de memoria inmediata tiene conmigo ya más años, aunada a un déficit de atención que cargo desde que tengo memoria: hubiera sido sin duda un niño medicado con fármacos para el TDAH. Aunque el episodio no tenía importancia (no se me había olvidado, por ejemplo, ponerme ropa antes de salir a la calle), aproveché para consultar con un amigo mío que trabaja en el Instituto Nacional de Neurología. Una prueba (resonancia magnética) demostró que hay algunas lesiones en el cerebro, producto de años de tabaquismo, alcoholismo y buena vida.

 

Obligarme a dormir a esas horas lleno de cables que me conectaban con una computadora fue para mí una tortura

 

Allí quedó la cosa, con ciertas recomendaciones de salud. Tres años después, al alcanzar los sesenta y cuatro, y con más episodios de desmemoria, decidí tomar otra opinión. Esta vez el neurólogo me mandó a hacer un electroencefalograma de una hora, cuyos resultados aún desconozco al escribir estas líneas. También me mandó a hacer una polisomnografía para comprobar un probable trastorno conductual del sueño MOR y apnea. Me recomendó hacerme el estudio en la Clínica del Sueño de la UAM Iztapalapa ya que sus costos son inferiores a los que se realizan en otras partes (20 por ciento de lo que costaría en Médica Sur).

Aquí hago un paréntesis: de 1981 a 1984 me desempeñé en ese plantel universitario como jefe de publicaciones. Renuncié para irme a trabajar a Villahermosa, Tabasco, y no había vuelto a poner un pie en él. Mi jefe inmediato era Nacho Toscano y mis compañeros cotidianos, Juan Villoro, José Luis Rivas, Elvira García, Jordi Arenas y Francisco Torres, entre otros. Publiqué libros de Evodio Escalante, Jaime Moreno Villarreal, Adolfo Castañón, José Antonio Alcaraz, Jorge Ayala Blanco, además de plaquettes con autores como Gonzalo Rojas, José Kozer, Daniel Sada, Federico Campbell y otros más. En ese lapso, Arnold Belkin pintó un mural en las fachadas del Teatro del Fuego Nuevo titulado Imágenes de nuestros días.

Treinta y cuatro años más tarde regreso a un campus que no reconozco del todo, salvo por el mural de Belkin, que por cierto está en perfecto estado de conservación. El estudio, que se llevó a cabo en la Clínica de Trastornos del Sueño de la UAM, debía realizarse de las ocho treinta de la noche a las seis de la mañana.

Desde hace mucho duermo poco y mal. Para hacerlo más llevadero me echo una pastilla, unas copas de vino y me meto a la cama entre las once y las doce luego de ver una película. Así que obligarme a dormir a esas horas lleno de cables que me conectaban con una computadora fue para mí una tortura. Me había llevado un libro para pasar ese tiempo entre la cita y mi reloj biológico.

Pero no, la historia era otra: quien me llenó de electrodos y sensores la cabeza y parte del cuerpo me pasó a un cuarto, me apagó la luz y me dijo que durmiera, como si el verbo dormir soportara el imperativo: ¡duerme! Aunque desconozco aún los resultados, no estoy seguro de que reflejen la realidad: para mí fue una noche atípica y tormentosa. Creo no haber dormido. Sin embargo, al salir me dijeron que todo había sido registrado con éxito. ¿Éxito?

Los siguientes capítulos se llamarán When I’m Sixty-Five, Six, Seven, Eight…