Vivir en una isla en el fin del mundo

Vivir en una isla en el fin del mundo
Por:
  • brenda-rios

Quien llegue a Bahía conocerá Guinea. Algo así leí en uno de los ensayos breves de Antonio Risério, antropólogo bahiano, pero eso sería mucho después de haber llegado a Salvador, Bahía de todos los Santos, en Brasil.

Lo primero fue recibir el olor de la ciudad. Lima, mi querido amigo, llevaba la maleta y yo lo seguía como podía en pleno centro de la ciudad, entre puestos de frutas, ropa colorida. Dos olores mezclados, fuertes: el de la gente y de las mercancías. Un regalo, un golpe en la cara, todo a la vez. Yo veía esas carretillas expuestas, entre paradas de autobús, estudiantes, amas de casa, gente con prisa. El calor mordía por el cuello, por las orejas. Alguien me respiraba en el rostro y su aliento era una máquina hirviente.

Calculé mal las fechas y debía quedarme con mi amigo una semana, pero al final me quedé dos. Abusé de su hospitalidad, como decimos en México, tan conscientes de esa palabra; por nuestro pasado árabe-hispánico, por los ancestros nahuas, por lo que sea, somos demasiado conscientes de no molestar. Lima Trindade es escritor, en esos días lanzaba su quinto libro, una novela con tintes autobiográficos sobre la fundación de Brasilia. Él y su esposo, Marcelo Frazão, artista y poeta, fueron mi familia adorada. Lima posee una de las mejores bibliotecas que he visto jamás. Una selecta. Literatura francesa (los brasileños aman Francia aunque desde hace dos siglos ya no es la capital cultural de Occidente), además de rusa, norteamericana, latinoamericana... Para leer todo eso necesitaba por lo menos cinco años.

Yo debía pasar por Salvador unos días antes de ir a Itaparica —isla a una hora en ferry de ahí—, para cumplir con una residencia artística. Dos meses en una casa colonial, en un lugar donde internet es casi inexistente. Mi proyecto fue seleccionado entre novecientos —quién diría que una isla en el culo del mundo sería tan cotizada— y seis artistas, mujeres todas (coincidencia, afirmaban los organizadores) debíamos ir a escribir, bailar, pintar, hacer una película o dormir y ver el mar todo el puto día si quisiéramos. Nos prepararían comida bahiana —patrimonio intangible de la humanidad según la UNESCO—, la habitación estaría limpia y no tendríamos nada de qué preocuparnos. Tres brasileñas, una mexicana y dos gringas. Una de origen indio radicada en Chicago, casada, dos hijos, rica. La otra, una negra, 24 años, que vivía en Berlín y llevaba dos años saltando de residencia en residencia —la mayoría de las becas cubren el pasaje de avión y van de los dos a los nueve meses; algunas además incluyen una especie de salario. Ésta, la mía, no incluía ni pago extra ni pasaje —la era Trump-Bolsonaro es una de las más oscuras respecto del arte.

"Para alguien como yo, que vive de dar talleres y hacer freelance, fue un mal negocio... En la ecuación del dinero perdí. Pero, con todo, esos sesenta días en la isla me hicieron escribir, pensar".

SIN CAPARAZÓN

No es para todos, debo decir, lo de una residencia. Para alguien como yo, que vive de dar talleres y hacer freelance, fue un mal negocio. Me fui con los ahorros y regresé semanas después para ver la ciudad que siempre me dio trabajo ahora convertida en una urbe opaca, desempleada y más carente que nunca. En la ecuación del dinero perdí. Pero, con todo, esos sesenta días en la isla me hicieron escribir, pensar y sentirme sola como nunca en la vida. Recordé uno de los episodios más traumáticos de mi vida adolescente: a mis padres, poco antes del divorcio más culero de la historia universal de los divorcios, se les ocurrió que yo debía hacer un retiro espiritual. Mi padre era ateo pero en esa época no quería pelear más, supongo, así que me dejó ir. Mi madre, beata de novela, fue la autora intelectual del suceso: un fin de semana con adolescentes de la iglesia lograrían hacer de su hija medio mula un ser de amor y gratitud. Lo que en verdad sucedió es que tomé una conciencia de mí misma como si hubiera estudiado por años a Kierkegaard. Aunque odié la iglesia para siempre, aprendí sobre lo que la gente hace para embonar, para hacer amigos, para que los quieran, así sea por dos días.

Y aprendí a defenderme. Cuando esos guías aprendices de psicología cristiana me querían aplicar su metodología para romperme y aceptar a Cristo, resistí. Estoy en una foto masiva de ese retiro. Me hicieron escribirle una carta a mis padres pidiéndoles perdón. Ellos debían pedirme perdón a mí y a mi hermano por hacerse mierda por años. Lo hice, pedí perdón. Y mi madre fue feliz y yo veía mi cara en esa foto, mi cara de enojada con todo. Y saber qué significaba estar sola entre idiotas.

Así me sentí en la isla. No porque los demás fueran idiotas (una de las gringas era una hija de su puta madre, pero idiota no), sino porque noté que estar fuera de mi círculo de amigos, de lo que yo conocía e incluso pensar en un idioma que no era mío y que me lo recordaba cuando estaba cansada y no conjugaba bien un verbo, todo me hizo tomar conciencia de que fuera de eso que me hacía ser quien era y estar alejada de mis queridos, yo estaba sola. Y yo era horrible. Cursi, necesitada, pordiosera de cariño, eso era a la mitad de la residencia. La primera sorprendida fui yo. Me quedé sin andamios. Me derrumbé como no lo hice a los 16 en ese campamento cristiano; ahí, en una isla a treinta grados y un sol que mata, me quedé sin caparazón.

ENCONTRAR Y PERDER

Escribí un libro, leí con devoción, me concentré. Me rehice. A mitad de la residencia me quebré una mano, fui al hospital, me hicieron rayos X. Y lue-go me la pasé el resto del viaje con una tablilla en el brazo, lo que me impedía escribir. Podía leer a ratos. Los moscos no me dejaban estar mucho tiempo en la intemperie, tampoco. Así que debía aceptar el aprendizaje o enfurecerme. Primero, claro, hice lo segundo. Qué coño era eso. Ver el mar y no poder meterme. La residencia artística se volvió un tiempo de reposo y de pensar. Como en una clínica psiquiátrica. Sin las drogas. Lo irónico es que la hermosa casa colonial estaba a metros de un territorio en disputa por una de las bandas del narcotráfico. La isla es muy pobre, los chicos rara vez llegan a la universidad y si la población no muere es porque la isla misma alimenta. Hay frutos, marisco, pescado. Pero tiene una precariedad tremenda.

Fue por mis idas al hospital que pude notar todo eso. Por salir de la burbuja de niña blanca que vive en una casa atendida por personal negro, porque vi y olí, porque aprendí a entender y porque pude hablar como se habla ahí. No estaba yo en el culo del mundo. Estaba en otra parte y esa parte era buena, era un punto de partida, un lugar donde crecían cosas. El sol mata pero hace crecer. El agua mata pero hace crecer. Hay selva, hay mangle, hay insectos, hay ranas, hay flores, hay pájaros que sólo existen ahí; por supuesto, no sé sus nombres. Hay una mística en todo lo que se dice. Los itaparicanos tocan mucho. Y tienen su lado oscuro. Tienen la belleza y una parte donde nadie más entra, una parte hecha de misterio.

Fue algo que sentí. No algo racional. La isla es un ente que pide cosas. Y da a cambio de eso que le es entregado.

Antes de llegar ahí yo tenía una vida sólida, podía ganar dinero con lo que escribía, tenía un libro a punto de ser publicado y una persona a la cual querer. Tenía amigos. Y proyectos, ideas en la cabeza. Al salir, como en un viaje iniciático, no sabía qué seguía, tenía una mano menos, las piernas llenas de piquetes de moscos, ninguna oferta de trabajo, los ahorros mermados y la persona que me quería había dejado de buscarme casi al mismo tiempo que el accidente de mi mano. Viento en contra, dirían los marineros. Dete, Lavínia y las chicas me acompañaron al taxi. Yo casi lloro al dejar ese lugar donde fui no sé qué y estuve de pésimo humor y encontré y perdí.

[caption id="attachment_994801" align="alignnone" width="696"] Fuente: santeriachurch.org[/caption]

EL AXÉ, LOS ORISHÁS

Aterricé de nuevo con mis amigos en Salvador antes de volver a México. Hubo una fiesta de despedida y yo hablaba a mitad de una pesadilla sobre la isla, un barrio donde estábamos rodeadas de narcotraficantes (no sabíamos al respecto), del candomblé, de mi orishá, pero estaba en otra parte, más profunda, más intocable. Me rozaban la mano lastimada como si les diera suerte. Me deseaban lo mejor. Profesores, escritores, artistas. Mi vida ha estado siempre rodeada de personas así. Una vez que dejé de vivir con mamipapi, claro está.

Salvador fue mi refugio. Pero no sabía de qué. La isla estaba enfrente. En la noche, en la casa, podía ver las luces de la ciudad de Salvador. Y ahora, ahí, me sentía lejísimos. Las islas tienen un movimiento, deben tenerlo. Y en la oscuridad de la noche ese movimiento no pasa en silencio.

Salvador vibra. Y Bahía no tiene que ver con Brasil. Yo había estado ahí ocho años antes, conocí a Lima y a João Filho el mismo día. A João lo traduje para Calygramma. Pero nunca imaginé que volvería. Y que la sensación sería otra. Me escuché hacer planes: regresar y vivir seis meses, rentar una casa y escribir (como si yo viviera de mis rentas, ja).

Debe ser el axé, pensé, eso que se tiene en la tradición del candomblé, mezcla de bendición y regalo. Tener axé es tener soul, estar bendecido, tener ese algo, lo espiritual, parte de una conexión con la lengua, con la tierra, con algo que une. Los que no pertenecemos al axé tenemos una existencia que flota sin sentido. El candomblé mismo, por ejemplo, da sentido a la vida pero exige mucho a cambio. Demanda sacrificios, alimentos, bebidas, comportamientos de tal tipo, de acuerdo con el orishá del que se es hijo. Cada orishá tiene su propio catálogo de premisas. Jorge Amado era devoto seguidor del candomblé, comprendía la magia. Y en esa isla en particular era casi normal ver a los dioses-humanos departir la fiesta, enamorarse, buscar pelea. Los orishás no son dioses al estilo cristiano: no son santos, no son ejemplos de lo que uno debe hacer. Parte de su belleza es su propia humanidad. Cometen errores, son pasionales, se enojan, se emborrachan, se pelean a muerte con otros orishás, son territoriales. Son más cercanos a líderes de pandillas que a una vida ejemplar. Pero el axé une. Jugaba con los habitantes de la isla a una pregunta: “¿a usted le gusta vivir en la isla?”. Y sabía la respuesta: una vez que usted llega no querrá irse.

"Antes de llegar ahí yo tenía una vida sólida, podía ganar dinero con lo que escribía, tenía un libro a punto de ser publicado y una persona a la cual querer. Tenía amigos. Y proyectos, ideas".

Eso, visto desde la distancia de tiempo y geografía podría ser una maldición. La isla llama. Dice. Nombra. Una residencia artística puede ser un sueño. Enciérrese a escribir. Viaje al fin del mundo. Conrad estaría orgulloso de mí: conocí la entraña del mangle y sobreviví, casi.

Antonio Risério, el antropólogo, amigo de generación de Caetano Veloso y Gal Costa, exasesor de Lula, desencantado del PT, vive enfrente de la residencia, retirado a escribir, pero ama la polémica. Su esposa, Sara Victoria, es una compañera ideal, paciente; obsesiva con su propio trabajo, hace cerámica, óleo, pan, ama cocinar. Soñó un tiempo en unirse al EZLN. Le dije que hizo bien en seguir su vida. Conversamos. Bebimos Heineken. Risério ama ser quien es. Y escribe libros que no se pueden conseguir en su zona, uno debe ir a Río o a São Paulo para encontrarlos; ambas ciudades están a unas horas en avión de la isla. Escribe sobre la identidad bahiana, sobre la negritud, sobre cómo Bahía es otro país. Y estoy de acuerdo. Bahía no es Brasil. Por ahí llegaron los portugueses en 1500. La mayoría de la población es negra. Es un lugar con orgullo: María Filipa tomó una rama de ortigas y con ella atacó a los invasores. Bahía es de los pocos sitios en Brasil donde se presentó resistencia a la invasión portuguesa.

Lo que tiene en la actualidad, además del centro histórico de Salvador y la casa de Jorge Amado, es ser el lugar donde João Ubaldo Ribeiro, autor de ese libro monumental, Viva o Povo Brasileiro, donde explica en detalle cómo algunas tribus de la isla (Itaparica) ponían a los portugueses en jaulas y luego se los comían. Comerse a alguien no por hambre sino también por apropiarse del otro, tener su conocimiento, su historia. Ahí surge un mito al respecto. El canibalismo es un gran tema, pienso. Una de mis amigas cineastas me puso la película Ex Isto, de Cao Guimarães, sobre qué haría Descartes en Brasil, basada en Catatu, un libro inconseguible de Paulo Leminski. Y es justo eso lo que imaginé: no hay manera de resistir Brasil, no tiene fórmula. Sólo los que viven ahí, los que saben de qué va pueden amansarla, vivirla.

Bien, estuve en Bahía y en una isla caníbal. Aprendí a caminar, a mirar a los ojos, a reconocer el acento africano en la sílaba, a respetar, a ser mirada. Eso fue Bahía: un aprendizaje de lo bárbaro, lo limpio, lo sucio, lo hermoso, lo feo, lo oloroso, todo viviendo al mismo tiempo. Y ese tiempo es justo ahora, los orishás bajan y saben que la fiesta dura un instante: aman divertirse y pasar un tiempo entre nosotros.