Bernardo Bolaños
Van Gogh y la salsa de tomate
ANTROPOCENO
Ha pasado una semana desde que dos jóvenes ambientalistas lanzaran salsa de tomate sobre unos girasoles de Van Gogh.
Las emociones afloraron instantáneamente, como dicta nuestra naturaleza, pero hacia direcciones opuestas (las emociones humanas corresponden no sólo a nuestro carácter innato, sino a nuestra historia personal). Algunos adultos maduros clamaron “¡terrorismo!”, otros se lanzaron contra los que trataban de colocar el performance vandálico en sus justas dimensiones (como yo, que recordaba que el cuadro tenía vidrio protector).
En cambio, algunos chavos milénicos (millennials) lamentaron la tibieza del acto. Según ellos fue “cobarde” porque las activistas habían elegido una obra cubierta con cristal. Era, dijeron, un acto “fácil” por la protección que los jóvenes blancos privilegiados tienen, gracias a oenegés de los países capitalistas contaminantes y de billonarios falsamente filántropos.
En esa misma línea (o en una línea paralela a ella), me sorprendieron los comentarios de la historiadora del arte Veka Duncan. Escribió en Twitter: “A mí lo que me cae mal es su tibieza. Eligen obras con vidrios y por lo tanto el daño es mínimo, se pegan a los muros o a los marcos, para que tampoco haya daños… si vas a ser iconoclasta que sea como en los tacos, con todo”.
Luego, ésta reconocida experta mexicana aludió a Mary Richardson, quien en 1914 acuchilló una obra de Velázquez en la Galería Nacional de Londres, en el contexto de la lucha feminista por el derecho al voto.
Lo que omite el argumento de Veka Duncan es decir que la iconoclasta Mary Richardson luego se adhirió a la Unión Británica de Fascistas. En 1934, alcanzó el máximo cargo como mujer en este partido. Richardson explicaría que lo que la atrajo al fascismo es que “vi en ellos el coraje, la acción, la lealtad, el don del servicio y la capacidad de servir que había conocido en el movimiento sufragista”.
El discurso de odio es un ingrediente tanto del fascismo como del terrorismo, de algunos iconoclastas y de ciertos militantes radicales.
No estoy de acuerdo con quienes desde la historia del arte o desde una perspectiva generacional auténticamente angustiada por el futuro, creen que “si ya lo iban a hacer, pues debieron llevar la protesta hasta sus últimas consecuencias, atreviéndose a destruir la obra de arte”. Esta posición desprecia al arte, pues difícilmente la sostendrían tratándose de otros bienes: una biblioteca, una bodega llena de comida, un hospital. Destruir estos espacios como protesta sería terrorismo. No debemos llegar a esas acciones que se emparentan con el fascismo.
La crisis ambiental es muy grave, principalmente porque en el primer mundo no reducen su consumo de bienes con alta huella de carbono, ni aíslan térmicamente sus casas, ni comen menos carne de res. Por lo tanto, protestar en los países ricos es muy importante. Que quienes lo hacen no arriesguen su vida, significa que no son héroes (como sí lo son los defensores de áreas naturales en América Latina), pero eso no le quita sentido a su gesto.
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