Eduardo Nateras

Hablemos de toros

CONTRAQUERENCIA

Eduardo Nateras *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Eduardo Nateras 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La llegada de los conquistadores españoles a lo que hoy es México trajo consigo —entre muchas otras cosas— la tauromaquia, una práctica milenaria con orígenes en las culturas del clásico mediterráneo, y cuya forma más parecida al concepto actual del toreo puede rastrearse a partir del siglo XIX.

Se trata de un ritual crudo que pone cara a cara a lidiador y astado, en el que —por contradictorio que parezca— se honra la vida del burel por encima de todo y culmina con la muerte del toro. Es este hecho el que genera —de manera cada vez más constante— críticas y presiones para que las corridas de toros sean prohibidas. Así ha sucedido en algunas entidades de nuestro país y en otras regiones del mundo y, recientemente, suscitó una nueva propuesta para prohibir los festejos taurinos en la Ciudad de México.

Sin embargo, para emprender una iniciativa de este tipo, lo adecuado sería conocer lo que conlleva la tauromaquia y, sobre todo, entenderlo, porque siempre resultará más sencillo atentar o proscribir aquello que no se comprende. Así sucede con estas propuestas —invariablemente acompañadas de una agenda política—, las cuales parten del desconocimiento y basan sus argumentos en la manera en la que el toro muere, sin dedicar un solo minuto para exponer cómo vive.

Además, la prohibición de los festejos taurinos conllevaría, necesariamente, la extinción del toro de lidia, con motivaciones que no buscan salvaguardar la vida del toro, sino cambiar su desenlace por uno que no es mejor.

El ganado bravo es criado con el único fin de ser lidiado. Para poder salir al ruedo, el toro pasa cuatro largos años en el campo bravo, en un estado prácticamente de libertad —cuestión inconcebible en la crianza del ganado tradicional. Ya en el ruedo, cada acción de la faena va aparejada de una motivación, siempre con el toro como principal protagonista y con la intención de dotar de grandeza el momento del desenlace —contrario al anonimato de la muerte en el rastro.

La dignidad en el sacrificio del astado se la da el acto de la corrida en torno suyo, lo cual no sucedería de otra manera. Es la capacidad de apreciación de la sublimidad de este rito la que ha generado todo tipo de expresiones artísticas —arquitectura, escultura, danza, música, pintura, literatura, cine y teatro— durante siglos. Sin embargo, las sociedades cambian y que lo que un día fue, no tiene que serlo siempre.

Si los tiempos marcan que la tauromaquia ha de perecer, que así sea, pero de manera natural, por falta de interés entre afición, empresarios y ganaderos —que, dicho sea de paso, ésa es la tendencia— y no por motivaciones electoreras y politiquería barata. Si verdaderamente es un espectáculo arcaico —como muchas veces se señala—, que por sí mismo desaparezca, y que la labor de sus detractores sea de convencimiento, mas no la fácil salida de una medida prohibitiva.

Evidentemente, el público taurino es minoría y definitivamente la tauromaquia no es para todos, por una cuestión de convicción o meramente de gustos. Pero ello no implica que no pueda ser para nadie. #ProhibidoProhibir.