Guillermo Hurtado

Estado de cuenta

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
Por:

El recuento de nuestras vidas es una contabilidad de ganancias y pérdidas. Con el paso de los años, vamos haciendo un balance de “cómo nos ha ido en la feria”. Algunos recuerdan más las ganancias que las pérdidas, tienden a ver el vaso medio lleno; otros recuerdan más las pérdidas que las ganancias, tienden a ver el vaso medio vacío. Sin embargo, hay que subrayar algo que, no por obvio, deja de ser definitivo: a la larga, no importa cuántas ganancias hayamos alcanzado, todo acaba en una pérdida absoluta. Tarde o temprano, nuestro vaso quedará vacío, enteramente vacío.

Quienes no quieren malograr sus ganancias toman todo tipo de precauciones. Guardan su dinero en cajas fuertes, blindan sus casas, compran seguros. Sin embargo, todo lo que hemos logrado acumular en esta vida, ya sean posesiones u honores, lo tendremos que abandonar cuando llegue el momento de nuestra partida final. Asombra que, aunque todos conozcan esta verdad definitiva, sean tantos los que la pasen de largo.  

Los reyes de la antigüedad se hacían sepultar con todas sus posesiones: joyas, carros de combate, esclavos. Creían que podían llevarse todo al otro mundo. En verdad, lo único que hacían era desperdiciar todos esos bienes de la manera más absurda. Sus tesoros no los seguían en su viaje al ultramundo, sino que quedaban enterrados, esperando a convertirse en el botín de los profanadores de tumbas.  

El individualismo más recalcitrante nos ha hecho olvidar que somos parte de varias colectividades. Somos integrantes de familias, clubes, iglesias, barrios, pueblos, naciones y, a fin de cuentas, de aquello que llamamos —no sin cierta vaguedad— la humanidad. No man is an island, decía el poeta metafísico John Donne. La funesta teoría del individualismo absoluto nos ha hecho perder de vista que nuestro estado de cuenta no es el único que nos concierne. Hay otros estados de cuenta en los que cada uno de nosotros tan sólo ocupa una línea, una entre otras.  

Todo esto viene a cuento porque no debemos olvidar que hay una manera, una y nada más, para que nuestras ganancias no se pierdan por completo cuando llegue nuestra muerte: esconderlas para que no queden al alcance de la parca. ¿Dónde? La respuesta es muy sencilla: con los demás. Lo que damos a nuestros hijos, a nuestros parientes, a nuestros amigos, a nuestros vecinos, a nuestros compatriotas y, en general, a nuestros congéneres, es lo único que permanece activo y latente después de nuestra partida.  

No todo se perderá si lo donamos antes de irnos. Y no pienso únicamente en los bienes materiales, sino, sobre todo, en los bienes intangibles: enseñanzas, afectos, pasiones. Si nos concebimos en función de las colectividades a las que pertenecemos –familias, cofradías, patrias–, nuestra muerte no será total ni definitiva porque siempre quedará algo nuestro en los demás.

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.