Guillermo Hurtado

El Doncel de Sigüenza

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
Por:

En el hermoso pueblo castellano de Sigüenza hay un sepulcro cuya fama ha trascendido las fronteras. Don Martín Vázquez de Arce fue un Comendador de la Orden de Santiago que murió en una batalla por la reconquista de Granada en 1486. En la capilla familiar, dentro de la catedral seguntina, se construyó una tumba con una bellísima escultura fúnebre. La obra se distingue de todos los demás monumentos de su tipo. Lo normal era que se esculpiera a los finados acostados, con los ojos cerrados, durmiendo el sueño previo a la resurrección.

A Don Martín se le representó reclinado sobre un costado, en su armadura de caballero, con los ojos bien abiertos y un libro en la mano. El doncel –así llamado, aunque, en realidad, era hombre casado– no espera la resurrección dormido, sino despierto, es más, realizando una actividad intelectual que exige toda su atención. ¿Qué libro lee Don Martín? No se sabe. Podría ser uno de horas, o de historia o de versos. No importa saberlo. Lo relevante es que el libro acompaña al doncel en su viaje al más allá. Don Martín no sólo sueña, sino que piensa, ejercita su intelecto. Por ello, la escultura puede considerarse como uno de los ejemplos más destacados del renacimiento español.

Don Martín Vázquez de Arce lleva un libro para su trayecto al otro mundo. Seguramente Don Quijote de la Mancha hubiera hecho lo mismo. Quizá él hubiera escogido el Amadís de Gaula, publicado en 1515, o el Palmerín de Oliva, de 1511, o el Tirante el Blanco, de 1490. Para cuando Miguel de Cervantes escribe su obra maestra, un siglo después de la muerte de Don Martín, la cultura literaria se había extendido en toda España. Don Quijote, un hidalgo pobretón, tenía una biblioteca de buen tamaño. Don Martin, por rico que fuera –en realidad, no sabemos nada sobre su fortuna– seguramente no poseía más de cincuenta libros.

Cuando yo era niño no podía cruzar la puerta sin llevar un libro. Me angustiaba esperar en algún sitio sin tener algo que leer para distraerme. A veces, mis padres se desesperaban porque yo no decidía a tiempo qué volumen elegir. Pero, en verdad, no importaba demasiado el título, lo que quería era tener material de lectura a la mano, sobre todo, si la salida iba a ser larga. Esto viene a cuento porque yo también quisiera, como el doncel de Sigüenza, irme al cielo con un libro; con todos ellos si es posible. Si Jesucristo nos prometió resucitar en nuestro mismo cuerpo —no en otro, en el mismo— ¿por qué no añorar llegar a mejor vida con los libros —no con otros, con los mismos— que afanosamente fuimos juntando en nuestro paso por este mundo?

¡Oh Doncel de Sigüenza! ¡Préstame tu libro si no llego al cielo con uno de los míos!