Julia Santibáñez

Lo apaciguador de unos tamales

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
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La adolescenta dice que mis huesos tienen la consistencia del queso más añejado que exista, frutas varias, pan y una barra de chocolate. Preciso: y mangomitas.

Aunque de chica me emproblemé con la comida —me empacaba demasiada o tan poca que daba tristeza—, hace quizá treinta años hicimos las paces. Hoy nos caemos bien. Sobre todo disfruto platillos en los que se enraízan temperaturas humanas. Me doy cuenta de que en gran medida soy a partir de lo que ha pasado por mi garganta y la gente que me ensancha el tórax, con quien he compartido infinidad de cenas más una sopa de marisco indescifrable y carcajadas en un restaurante de Tokio; los tablones de primos engarnachados en los diciembres de Tehuantepec; una torta de bacalao en la Condesa a la salud del soneto neto; la noche cortante en que los Santibáñez Maldonado me recibieron con quesadillas; un plato oaxaqueño en el Pedregal y mis personas del alma; una comida neoyorkina con los Regidor, que tienen el color de mi sangre; las enfrijoladas que de niña hacía mamá el cinco de enero; una pasta enamorada al limón hecha por manos italianas.

Porto con orgullo el estandarte de comer con las emociones. Si bien lo parece, en general sé que no busco tanto satisfacer el hambre animal, sino la de la patria afectiva, es decir que hallo humanizante el ritual de saborear por todo lo alto —o lo bajo— con quienes me significan. Me dignifican. Encuentro algo apaciguador en unos tamales de complicidad o en un salmón que ratifica que si bien todo alrededor puede estar muy mal, la belleza es factible. Pienso por eso que debería estar prohibido masticar junto a quienes nos dan igual o, peor tantito, nos miran desde el amago y el amargor.

Parece que la modernidad atenta contra el disfrute de sentarnos a la mesa; nos instruye a deglutir solos, todo light y sin crear historias. Esto no, porque sube en colesterol; aquello, porque engorda. Durante la cuarentena, el alimento ha sido una de mis fortificaciones de disfrute, por eso me afianzo en ser comensal de cuerpo entero, ahora y al volver a la calle: platicar mientras remojo el pan en el plato de junto y dejo que otros paseen su cuchara por el mío es una forma de querencia a quien me importa.

Me explican en primera persona estas palabras del poeta y amigo Antonio Calera-Grobet, de su libro Sobras completas: “La tragazón, la comedera, siempre y cuando se trate de un ejercicio voluntario de provocar placer, esa hambre de ser humano, viene de lo más adentro de nosotros y se trata de los deseos mejor encarnados por ahora en la raza humana. Comer para ser feliz, con los otros: uno de los pocos placeres que nos quedan”.