Julia Santibáñez

Del chiras pelas al hacernos weyes

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Aunque casi quinientos millones de personas hablamos español como lengua materna, para decir que alguien es vanidoso, únicamente los mexicanos acudimos a expresiones como se cree la divina garza envuelta en huevo, la mamá de los pollitos, la gran caca, la mamá de Tarzán, la última coca del desierto. O si la parienta tiene un logro inesperado, nos sale rebonito del pecho: ¡Bien bajado ese balón! Y el resto aplaude, porque entiende.

Me fascina encontrar en un libro esas y otras expresiones guaracheramente propias, de mi rompecabezas oral cotidiano: recuerdo a mi mamá decir ¡línguili, línguili! para referirse a que uno andaba de flojo, y a mi amigo Armando Vega-Gil mencionar que había caído una lluvia mojapendejos: corta y leve. En estos días comento que un proyecto hizo chiras pelas, es decir, se canceló; oigo en la calle a una chava reírse por celular al decir que se echó un rapidín o una relación sexual en tiempo escaso, mientras mi hija cuenta que su amiga se manchó: no lleva aguacate en la solapa, sino le faltó el respeto a otra. El libro soberbio que compendia todo esto es el Diccionario de mexicanismos. Propios y compartidos, que la Academia Mexicana de la Lengua (dirigida por el escritor Gonzalo Celorio) publicó a fines de 2022. Son unas ochocientas páginas de acepciones, juego, eufemismo. El proyecto lexicográfico lo presidió durante más de una década la lingüista Concepción Company Company, mi maestra en la UNAM (la boca se me llena de orgullos). Ahí estamos en el humor y en los afectos, pero también en la discriminación, la transa, el sexismo. Ni cómo hacernos weyes.

Dado que este espacio es breve, me concentro en el juego de la oralidad: inventamos palabras o damos nuevo sentido a las ya existentes, para designar otros referentes. De ese modo surge decir que nos acatarra una persona molesta o que a zutano le dio el jamaicón cuando desde el extranjero añora el país. Como nos fascinan los diminutivos, muchos platillos que llevan esa forma pierden sentido sin ella: nadie pide en el mercado unas carnes sino unas carnitas; vamos al changarro que vende antojitos, cosa radicalmente distinta a ofrecer antojos: así, no apetecen. Está la cochinita pibil, la pancita, las gomitas y hasta la quesadilla, con el diminutivo -illa más escondido. Por seguir con el asunto, repetimos flojito y cooperando para quien debe resignarse ante algo o ¡ay, nanita!, para expresar miedo.

Es relevantísima la propuesta de este Diccionario: ofrece una imagen de la riqueza del español mexicano y, sobre todo, de cómo hablamos en la calle y en casa unos cien millones de nosotros, no cómo deberíamos hacerlo. Las voces incluidas están documentadas durante al menos cinco años, con alto empleo oral y escrito.

Tengo las palabras por vicio y oficio, así que no encuentro mejor cosa que entretenerme en sus páginas. Y sentirme muy muy de mi lengua.