Julio Trujillo

Milagros del Quijote

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Murió Francisco Rico, especialista de la literatura del Siglo de Oro español y en particular del Quijote, al que pudo aproximarse con las herramientas del historiador y del filólogo (para ofrecernos datos como éste: “No nos las habemos, ciertamente, con ninguna obra maestra de la tipografía: todo ahí, desde el papel del Monasterio del Paular hasta la letra del texto [una atanasia: a grandes rasgos, una redonda de la prole de Garamond, del cuerpo doce], se mantiene en el nivel medio de la imprenta española de la época, un nivel que sólo cabe calificar de bajo”).

Pero también con el más puro placer de lector común y corriente, siguiendo las apariciones y desapariciones del asno de Sancho Panza con deleite detectivesco, por ejemplo, o entendiendo que, más que una obra escrita, el Quijote es una obra hablada, y que su éxito descomunal (un long seller sostenido durante cuatrocientos años) se debe precisamente a que toda vida, la tuya o la mía, aspira a ser contada (de hecho, nos contamos nuestras vidas), y la de Alonso Quijano es la vida contada por excelencia.

La muerte de Rico me sorprendió en el inicio de la que es mi tercera lectura de las andanzas quijotescas, más o menos a la altura del celebérrimo capítulo noveno, en el que leemos con sorpresa que Cervantes adquirió el manuscrito Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo en el mercado de Toledo, y que lo mandó traducir a un “morisco aljamiado” que alojó en su casa durante un mes y medio (la paga por tan trascendente trabajo fueron “dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo”). Este malabarismo cervantino hace reflexionar a Borges que “si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”. Ni hablar de la segunda parte del Quijote, a la que todavía no llego, en la que los personajes del libro han leído la primera parte y se convierten en protagonistas y lectores de su propia historia… Es así que, por culpa de Borges, me sentía un poco ficticio (¿quién me escribe?) cuando me enteré de la muerte de Rico, ya un fantasma que alguna vez fuera un lector de lujo de la historia que Cervantes le atribuye a un historiador arábigo.

Con el libro en mis manos (una edición de 1901 sin demasiado valor salvo el sentimental), pude sopesar un milagro que nadie como Rico supo entender: el derrotero de la edición misma del Quijote, desde la escritura del novelista hasta el momento mismo de estar frente a mis ojos: los borradores de Cervantes, la copia puesta en limpio por un amanuense, las revisiones a que después la sometió el autor, los reparos de la censura, la confección material del libro, el trabajo de los tipógrafos, las correcciones y añadidos del propio Cervantes a la segunda y tercera edición, las erratas y variaciones… Una aventura editorial que, de haber conocido o profetizado, Cervantes no hubiera dudado en incluir como un capítulo más en la vida del ingenioso hidalgo. Y tal vez Francisco Rico sería un personaje de esas páginas.