Ir y volver. Crónica de un parpadeo

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio TrujilloLa Razón de México
Por:

¿Cómo empezó todo? Mi mala (o tal vez selectiva) memoria me impide precisarlo. Sólo sé que me sorprendió mucho la sorpresa global, ese trending topic realmente planetario de nombre “pandemia”, su realidad, su poder para vaciar ciudades enteras y atrincherar a la gente detrás de sus puertas.

La fascinación (que tenía que ver con la fuerza microscópica de un virus, pero también con una nueva forma de extender y manipular el tiempo), cedió rápidamente a la preocupación, aunque no escaseaban las noticias que nos hacían sentir en tiempos inéditos y emocionantes, como el avistamiento de animales salvajes en las megalópolis, o tantas nuevas formas de estar juntos virtualmente, sin exponernos al peligro de un contacto. Esto último fue lo que taladró gradualmente mi ánimo: yo, tan epidérmico, palmeador, abrazador y besucón. A pesar de su prudencia y congruencia, odié secretamente a Susana Distancia y la consideré una némesis personal. Pero esto se va a acabar pronto, nos decíamos todos, y navegábamos la pandemia montados en la esperanza de su brevedad. Pero la pandemia prosperó, se ramificó, medró.

Huí de la Ciudad de México. La opresión venía no del encierro, sino de su imposición, y de la soledad a la que nos condenaba. Al menos, junto al mar, siempre estará ese flanco abierto, esa coordenada indomable, esa oxigenación salutífera, salitrosa, sedante. ¿Privilegio? Sí, pero también la voluntaria quema de las naves, de irme saliendo definitivamente de una ciudad amada y odiada, “ciudad negra o colérica o mansa o cruel, / o fastidiosa nada más: sencillamente tibia”. Mejor la canícula que la tibieza, y me fui a recibir la cátedra del sol. Tuve la mejor compañía. E improvisando, casi como un prestidigitador de mi destino diario, me quedé nueve meses en la costa como si hubiera ingresado en el más generoso de todos los paréntesis, un lugar fuera del tiempo pero también un tiempo fuera de lugar en el que incluso comencé a comunicarme con las iguanas. ¿Lo soñé? Tengo esa sensación, un poco robinsoniana, de haber sido arrojado a las playas de la imaginación. Pero fue real, tan real que terminó y tuve que volver.

Como hijo pródigo, crucé los terribles umbrales de la ciudad un poco apenado y un poco asustado, desacostumbrado ya al ritmo frenético y a la hostilidad, recibiendo como bienvenida una sonora mentada de madre. El tiempo milenario de las iguanas, en la ciudad, se convierte en un segundo vertiginoso y neurasténico que nos recuerda que no somos dueños ni de un racimo de minutos… Y en la ciudad, el virus, como salteador rapaz, trepado en la cresta enorme de una tercera ola más peligrosa aún porque nos sorprende hartos, confiados, con la guardia baja. Habrá que adaptarse nuevamente a las reglas no escritas de la urbe contagiada, pero no demasiado, ya nunca demasiado ni definitivamente. Un respiro: entrar, en la compañía y amistad de su director, al Museo Nacional de Antropología para volver a descarrilar un poco el tiempo. Observar frente a frente, cara a cara, la máscara de Malinaltepec, cubierta de mosaicos verdes, hermosísima, y tener una rara reminiscencia… Como cuando observo por un largo rato a

una iguana verde.

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.