Rafael Rojas

Un laboratorio del caos global

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Un soldado estadounidense convive con refugiados afganos, en Kabul.
Un soldado estadounidense convive con refugiados afganos, en Kabul.Foto: AP
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En cuarenta años Afganistán ha sido un prospecto de satélite soviético, un emirato islamista regido por el Talibán y una democracia islámica tutelada por Estados Unidos. Todos esos proyectos han fracasado y la actual vuelta del Talibán al poder no garantiza la paz y la estabilidad. Las dudas sobre una posible contención de ISIS y lo que queda de Al Qaeda, tras la caída de Kabul, han sido cruelmente despejadas con los atentados en el aeropuerto de la capital afgana.

Los sucesivos experimentos políticos en esa nación multiétnica y multirreligiosa, que hace frontera con potencias regionales o globales como Pakistán, Irán, China y las antiguas repúblicas del Asia Central soviética (Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán), han convertido a Afganistán en un laboratorio del des(orden) global. Un laboratorio, valga la tan ineludible como fútil aclaración, que somete a prueba y error las vidas de millones de personas.

Siendo un país sin salida al mar y extraordinariamente diverso, Afganistán ha sido imaginado como una nación homogénea por quienes han intentado controlarlo. En Los muchachos de zinc (2013), sus crónicas sobre la invasión soviética, Svetlana Alexiévich cuenta que los soldados soviéticos llamaban a sus rivales “afgans” o “dushmáns”, sin distinguir si eran pastunes, tayikos o hazaras.

El supuesto objetivo de esa larga y costosa intervención, que era el exterminio de Al Qaeda, queda como un rotundo fracaso a los ojos del mundo. Con sus últimos actos terroristas en Kabul, el Estado Islámico reafirma su presencia letal e impone a la “guerra contra el terror” de Washington un final de pesadilla

Comenta también Alexiévich que en uno de sus vuelos a Afganistán, le tocó muy cerca de su asiento un funcionario soviético que dormitaba abrazado a un busto de Marx, ya que “los bustos de los caudillos socialistas se transportaban sin envoltorios”. Y agrega la Nobel bielorrusa: “no sólo transportaban el cargamento sino todo lo necesario para los ritos soviéticos: pilas de banderas rojas, rulos de cintas rojas…”.

Cuando en 1996 el Talibán tomó el poder y decretó la sharía, todas las comunidades del país, de cualquier origen étnico, practicantes de religiones budistas, hinduistas, ortodoxas o cristianas, o del laicismo socialista o liberal que había crecido antes y después de la invasión soviética, fueron sometidas al mismo código moral y legal. Los talibanes impusieron su hegemonía a una sociedad diversa, siendo las mujeres unas de sus principales víctimas.

La república islámica que intentó reconstruirse tras la invasión de Estados Unidos y la elección de Hamid Karzai nunca logró superar el estado perpetuo de guerra civil. Karzai provenía de una de las corrientes afincadas en la dimensión geopolítica del conflicto afgano, la de los muyahidines respaldados por Estados Unidos para contener el avance comunista a fines del siglo XX. Esa marca de la Guerra Fría restaba legitimidad a un liderazgo que prometía el renacimiento del país.

Además de la reputación de gobierno títere de Estados Unidos, el de Karzai se vio muy pronto vapuleado por varios escándalos de corrupción. En una brillante crónica en The New Yorker, en 2012, Amy Davidson Sorkin definió el gobierno de Hamid Karzai como un emporio nepotista y corrupto más cercano a una cleptocracia que a cualquier otro régimen político

Además de la reputación de gobierno títere de Estados Unidos, el de Karzai se vio muy pronto vapuleado por varios escándalos de corrupción. En una brillante crónica en The New Yorker, en 2012, Amy Davidson Sorkin definió el gobierno de Hamid Karzai como un emporio nepotista y corrupto más cercano a una cleptocracia que a cualquier otro régimen político.

Los Estados Unidos sostuvieron una guerra y una ocupación de Afganistán, durante casi veinte años, que legaron una democracia cuestionada en un país dividido. Los “señores de la guerra” reemplazaron en la práctica a los partidos políticos y ahondaron aún más las diferencias étnicas y religiosas de esa república imaginaria. La lógica de la guerra creó una atmósfera más propicia al terrorismo que se intentaba contener.

El supuesto objetivo de esa larga y costosa intervención, que era el exterminio de Al Qaeda, queda como un rotundo fracaso a los ojos del mundo. Con sus últimos actos terroristas en Kabul, el Estado Islámico reafirma su presencia letal e impone a la “guerra contra el terror” de Washington un final de pesadilla. El saldo de destrucción y muerte de una ocupación militar de dos décadas habría sido en vano y la hidra del terror está más viva que nunca.