Baño de eclipse en Torreón

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Baño de eclipse en Torreón
Baño de eclipse en TorreónFoto: Genaro Delgado
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Ahora sé por qué se hacen adictos los adictos a los eclipses.

El Universo ha escogido a Torreón como sede de una serie de eventos desafortunados. La matanza de los chinos, la guerra vs. el narco, etcétera. Pero este territorio golpeado históricamente se sacó la lotería este 2024 al ser elegido por el mismo Universo traidor como el mejor lugar para presenciar el eclipse. En esta región de La Laguna de Coahuila el fenómeno se prolongaría más que en cualquier otra parte de la franja. Catorce segundotes más de orgasmo cósmico.

Un eclipse es un gran negocio. El precio de los boletos de avión para visitar Torreón subió hasta los catorce mil pesos. Y los hoteles se atascaron. Desde el sábado las calles rebosaron de turistas. La ciudad se convirtió en una sucursal de la Condesa. Grupos de japos caminaban por las aceras. Pero la cosa no acabó ahí. Había gente de todos los sabores y diseños. Torreón parecía chiste de Polo Polo. Estaban un español, un argentino, un brasileño y un gringo. Y chingo de mexicanos. Circulaban carros con placas de Chihuahua, Veracruz, San Luis Potoyes, et al.

Gracias a esos catorce segundos de dicha extra, la NASA instaló sus cachivaches en el planetario para registrar el fenómeno. Lo que provocó la aparición de los “sombrófilos”, los adictos a los eclipses. La raza es capaz de aficionarse a cualquier cosa. Pero cómo prendarse de una sensación que dura unos pocos minutos y encima tarda décadas en volver a experimentarse. Es la madre de todas la relaciones tóxicas.  

Torreón era una fiesta. Desde la mañana del lunes la ciudad se volcó en el fenómeno. Las clases se suspendieron. Las gorditas del Tío Pepe no abrieron. Y en todas partes se regalaban aguas, refrescos, Sabritas y lentes para ver el eclipse. El eclipse se podía admirar desde cualquier parte. El patio de tu casa. La azotea. Pero la experiencia se tornó un acto colectivo. Y la gente se reunió en diferentes puntos. El Territorio Santos Modelo, el planetario, el Cerro de las Noas. Eso dentro de la urbe. Otra gente optó por salir al campo. A los ejidos circunvecinos. Al Cañón de Fernández. O a la presa.

El lunes desperté crudo. Y hubiera podido atestiguar el eclipse desde la terraza de una cantina. Y mi plan era ése. Sin embargo, en determinado momento algo me impelía a salir a descampado. Era demasiado tarde para agarrar carretera. Para subir al cerro por el teleférico había que hacer una fila de tres horas. Y una vez terminado todo el show la gente que optó por esta vía reportó que tardaron seis horas en bajar.

Mi mejor opción entonces era el Helipuerto. Si me daba prisa podría llegar a la cima antes de que comenzara el eclipse. Me subí al carro y me dirigí a los pies del cerro. Pero el camino estaba clausurado por los agentes de vialidad. Y la fila de carros en doble fila llegaba hasta la Jabonera. La gente no se dirigía al Helipuerto, sino al Cristo de las Noas, pero como el acceso era el mismo habían colapsado el camino. No me quedó más remedio que regresar a mi departamento. Me pegaría un baño y después volvería a salir en el carro en busca de una zona despejada de cables y espectaculares.

Quería que otra vez la luz se pusiera en pausa. Volver al instante en que todo se apagó. Ese momento de asombro que te roba el aliento. Ese baño de sombra

El enemigo número uno de los eclipses es el cielo nublado. Desde un par de días antes, el clamor general se hallaba ensombrecido por el pesimismo. Si no se despejaba, se arruinaría la fiesta. Eso sí, la derrama económica de casi mil millones o algo así, ya estaba asegurada. Gracias, Tata, eclipse, más lana para las campañas políticas. Pero los milagros existen también en la ciencia, eh. Que los eclipses son más papistas que el papa. Y minutos antes de que se hiciera el primer contacto, la nublazón comenzó a amainar. El sí se puede, sí se puede, llegó a los oídos del eclipse y consentiría a la banda que no se cansaba de darse ánimos y echar porras.

Tengo un recuerdo vago pero firme sobre el eclipse del 91. Tenía trece años y estaba en la secundaria. Michael Jordan le acababa de dar hacía un mes su primer campeonato a los Toros de Chicago. En mi cabeza almaceno la imagen de contemplarlo desde la calle. Lo que sí no preservo es una algarabía igual. El eclipse se volvió mainstream. No es que antes fuera under, pero la cantidad de parafernalia no tiene comparación. Había playeras conmemorativas, los tamales del eclipse (que no podían faltar), los elotes del eclipse, los condones del eclipse, todo se volvió del eclipse. Ni siquiera el viacrucis de Semana Santa causa tanto alboroto.

En lugar de meterme a la ducha, decidí darme un baño de eclipse. Dos minutos antes de que la luna se empatara con el sol salí al balcón de mi departamento desnudo por completo. La única prenda que portaba eran los lentes AAA. Todas las miradas apuntaban al cielo, aun así, estoy seguro que me vieron los vecinos de enfrente. La oscuridad se apoderó en esta parte del mundo y una sensación extraña me invadió. Me sentí raro. Pero a la vez eufórico. Alguna vez, como todos, y sobre todo la gente del desierto que tenemos que padecer las altas temperaturas, nos hemos preguntado cómo sería la vida sin sol. Y ahí estaba por fin la respuesta. Ahí estábamos por fin en el lado oscuro de la luna. 

Mientras observaba la corona en el cielo, comencé a sentir nostalgia por el eclipse. Todavía faltaban dos minutos para que terminara la fase completa y ya empezaba a sentir síndrome de abstinencia. Entendí por qué la gente se hace adicta a los eclipses. Por qué gastan fortunas para viajar por ciudades y países cazando el fenómeno. La sensación que te produce es de una intensidad inigualable. Es una droga dura. Y una vez que la dimensionas en la piel, tu mente te pedirá más. Pero a diferencia de otras sustancias, no puedes tenerla cuando quieras, sino cuando el cosmos te lo permita.

Apenas terminó el eclipse me invadió la urgencia por volver a atestiguar aquello. Quería que otra vez la luz se pusiera en pausa. Volver al instante en que todo se apagó. Ese momento de asombro que te roba el aliento. Ese baño de sombra. Ese bronceado de luna. Pienso que al verme los vecinos debieron preguntarse si no se trataba de una aparición. O una alucinación producto del eclipse. La visión de un abominable hombre de las nieves en el balcón de un edificio. Para no darles más material de literatura, entré a mi edificio a ponerme ropa. 

Horas después, y al día siguiente, se produjo el éxodo. Los más de cincuenta mil visitantes comenzaron a abandonar Torreón. Chiflados que estarán como yo a la espera del siguiente eclipse para trasladarse a España, donde será el próximo. Porque algo tengo claro después de mi bronceado de sombra, ahora seguiré los pasos de los sombrófilos. Quizá me convierta en uno de ellos. Ansío desde ya repetir la experiencia. Espero estar vivo cuando llegue el momento.