España camisa blanca

España camisa blanca
Por:
  • larazon

El fútbol.  La cascarita infantil. Jugar gol-para. Intentar diez cabecitas,  era el código en común entre mi abuelo Matías y yo. Cuando se trataba de pasar dos horas frente al televisor comiendo las papas fritas que preparaba la abuela; él bebiendo dieta fiel y yo sidral, ambos le íbamos al mismo equipo: Real Madrid.

En aquella época, no había Sky. La moda era la parabólica o la televisión por cable, la cual mi abuelo se negaba a adquirir.  Gracias a Hugo Sánchez, sin embargo, contábamos con la transmisión en señal abierta de algunos partidos de la liga española y don Matías tomaba su lugar casi media hora antes. En la sala de estar, en la parte inferior de casa, estaba la tele de bulbos con un regulador Koblenz que, hasta que se calentaba, mostraba las primeras imágenes en blanco y negro. El canal lo cambiábamos a mano, con una perilla que tronaba ante cada movimiento de un canal a otro. De perfil a la tele, yo me acomodaba en un reposet mecedora; él, en su sillón de una plaza, frente al televisor; en medio de nosotros, un sillón de tres plazas donde, la abuela, a ratos, rodeada de hilos y trapos; con su “costura”, nos acompañaba. Al centro, como fiel testigo y compañero, un balón de fútbol oficial con el que jugueteaba en momentos de tensión y el cual servía también, de silla.  Él se podía quedar ahí o junto a mí, sólo si prometía no patearlo contra la pared.

Mi abuelo sólo reía ahí, frente al televisor.  Sólo bailaba conmigo si festejábamos un gol. Era el único momento, también, en que ambos olvidábamos que tras de sí, justo al lado derecho de su sillón, había un tanque de oxígeno.

¡Abuelo, esa dupla Butragueño-Sánchez! ¡Verás que serán estos los mejores tiempos del equipo Merengue! ¿Si vas a España algún día me traes una playera oficial? ¿O una foto autografiada? Abuelito ¿Me llevas a España?... Y siempre que llegaba a esta pregunta petición, el silencio cubría la atmósfera.  “Si vuelvo a España, es para morirme ahí”.

Acompañándonos, acariciando nostalgias, arrancándole anécdotas, vivimos momentos futbolísticos memorables. Nos conocimos, nos disfrutamos, gracias a un balón de fútbol, una televisión de bulbos y una pasión compartida llamada gol. Compartimos los cinco pichichis de Hugo y dos mundiales: nos desbordamos en España 82: por años, guardé a Naranjito, la mascota oficial que, vía una tía, mi abuelo le obligó a traerme. Ni qué decir de México 86. Tuve mi Pique de peluche y no me hartaba de gritar: ¡México unido por un balón, México! Al mismo tiempo que le insistía constantemente a mi mamá que comprara Carta Blanca, la cerveza oficial, sólo porque la anunciaba La Chiquitibum.

Comenzaban los años difíciles. Sufrimos mucho la eliminación de España por Bélgica y de México por Alemania, ambos definidos en penales. ¿De qué servían las hazañas del Buitre y de Sánchez? De nada. Hasta ahí llegamos, a cuartos de final. ¡Qué gusto me dio cuando Argentina les ganó en la final y se quedaron, unos eliminados y los otros como subcampeones! ¡La justicia divina, existía, gritábamos mi abuelo y yo, mientras le gritábamos por la tele, a Maradona, que les diera su merecido. Y no nos falló!

Después del Mundial, al abuelo se le empezó a descomponer primero el ánimo y después el semblante. Ya no era el mismo. El fútbol le interesaba cada vez menos, ahora quería dormir o ver noticias. Me decía que estaba cansado. Percibía el cambio pero no lo entendía.  Nos alejamos. Mamá no me llevaba a verlo. Él ya no iba a casa a verme. Ya no manejaba, ya no reía.  Respirar era una actividad que le costaba trabajo y mi cerebro no alcanzaba a entender lo que estaba sucediendo.

1988 parecía devolvernos la ilusión.  Vivimos juntos de junio a diciembre y aunque nos era imposible jugar fut, el balón nos acompañaba mientras escuchábamos los deportes en el radio de su Rambler amarillo.  Cuando teníamos ánimos —más él que yo— veíamos algún partido en la tele, pero ya no bailaba, pasaba casi todo el tiempo conectado a su tanque de oxígeno, ese que por años ignoramos.  En el medio tiempo, le quitaba las mangueras y él recostaba su cabeza haciéndome creer que dormitaba. Ya el fut no lo disfrutaba igual.  Ya no era divertido.  Ya no tenía con quién festejar.

El 3 de diciembre de 1988 mi abuelo despertó con nuevos y extraños bríos. Me dio un beso y bailó conmigo una rumbita sin cansarse y sin ningún gol de por medio. Estaba atónita. Luego, recorrió la sala. Miró, sin bajar las escaleras, la sala de estar. ¿Me acompañas a acostarme un rato? Sí abuelito, claro. No alcanzamos a llegar a la recámara, con paso lento, al llegar al hall que daba a su puerta, se detuvo. Respiró hondo. Te quiero abuelito, te quiero, le dije y, apenas hube terminado, como si no hubiera querido dejarme con la palabra en la boca, se quedó dormido en mis brazos. Tardé en reaccionar.

Ya no habría con quién ver y disfrutar Italia 90, no habría nunca más con quién compartir un partido de fútbol. Mi balón, aquel gran compañero y amigo, regalo de mi abuelo, nueve días de luto después, se lo llevó el camión de la basura, junto con mi infancia. Ahora es distinto en 2010, el Mundial corre a paso lento, pero sin pausas y España, aunque perdió contra Suiza, es mi patria. Su furia, roja, me alimenta.

fdm