La depresión que viene

La depresión que viene
Por:
  • larazon

¿Tienen los líderes políticos, sociales y de opinión alguna responsabilidad en el estado de ánimo de la ciudadanía, en particular en los niveles de felicidad que alcanza o en los grados de depresión y de otras enfermedades asociadas que padece? Todo parece indicar que sí.

Probablemente desde la antigüedad los fenómenos íntimos —la espiritualidad o la sexualidad, por ejemplo— no han sido materia de política pública porque se entiende que pertenecen a una esfera en la que nada ni nadie debe entrometerse, mucho menos el Estado o la ley, salvo para garantizar la absoluta libertad con que esas y otras manifestaciones deben ejercerse.

Pero en los últimos años la investigación académica ha prestado atención a la relación que existe entre la felicidad humana —entendida como el grado de satisfacción que el individuo siente en relación con su vida y su entorno— y la elaboración y ejecución de políticas sociales o económicas.

La conclusión a la que han llegado, con bastante evidencia, expertos como Richard Layard, Bruno S. Frey o Derek Bok es que las implicaciones de lo que hacen los gobiernos y los políticos son mucho más decisivas de lo que se pensaba. Bok, por ejemplo, sugiere que el encono, la discordia y la desconfianza en la vida pública son tres de los elementos más destructivos del andamiaje democrático, de la calidad del gobierno y, desde luego, del bienestar social.

Si esto es así, a contrario sensu, entonces ciertas patologías como cuadros depresivos, trastornos obsesivos y manifestaciones de angustia, ansiedad o estrés son consecuencia, en cierta proporción, de malas políticas o de un liderazgo público que es incapaz de generar algunos de los bienes más importantes —seguridad, empleo, ambiente limpio, respeto a los derechos humanos— en que se funda eso que llamamos felicidad; de introducir una racionalidad que haga más explicable el caos de la vida contemporánea, o, por lo menos, de reducir la tensión social.

Los datos son muy preocupantes. Cifras del Instituto Nacional de Psiquiatría hablan de que en México unos 10 millones de personas entre 18 y 65 años muestran síntomas depresivos, 15 por ciento de las cuales presenta conductas suicidas.

Más aún: si, como estima la Organización Mundial de la Salud, para el año 2020 la depresión será la segunda causa de discapacidad a nivel mundial, el país, su gobierno y sus agentes de socialización —medios, iglesias, escuelas, organizaciones civiles— deben otorgarle a este fenómeno, de manera mucho más efectiva y urgente, una elevada prioridad y construir las condiciones para, como dijo muy bien el rector de la UNAM, José Narro, “cambiar el ambiente en el que estamos inmersos, un ambiente depresivo y de temor”

(El País, junio 1, 2010).

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