La poesía y nosotros, un diagnóstico
No me parece exagerado relacionar la descomposición social de las últimas décadas con nuestra casi nula lectura de poesía. Ésta es una declaración que hay que desarrollar.
La lectura y goce de un poema promedio (algo más que Benedetti y algo menos que Mallarmé) requiere de una sensibilidad lingüística básica, de una proclividad a la abstracción, de un mínimo desdén por los resultados y los desenlaces, de intuición rítmica y de tiempo. La pérdida gradual de estos atributos, por falta de uso, nos ha convertido en seres insensibles e iletrados, hiperconcretos, siempre a la espera de un premio inmediato o de una solución digerida, arrítmicos y torpes pero, eso sí, incapaces de aquietarnos. La involución de las especies.
Es normal, pues, que la sola idea de detenerse a leer un poema resulte intimidante y provoque rechazo, disfrazado de pereza o repulsión a la “cursilería”. Un poema es un espejo implacable en el que muchísima gente prefiere no mirarse. La capacidad de goce estético (ya no digamos de comprensión) que produce un poema es directamente proporcional a nuestro desarrollo perceptivo. Si cada lector está condicionado por su conciencia histórica y la sensibilidad derivada de ésta, nuestro alejamiento de la poesía demuestra el desplome dramático de nuestro bagaje y nuestra sofisticación.
Incluso hemos olvidado cómo leer un poema, no sabemos qué hacer con tanto espacio blanco y el cambio de un verso a otro representa un abismo para nuestras capacidades lectoras. Entonces “rengloneamos”, nos tropezamos con la boca y evidenciamos nuestra alienación radical frente al texto. La prosa, sobre todo la prosa narrativa, que avanza y tiene un desarrollo lógico y además nos entretiene, no presenta estos problemas. Pero déle usted a leer un poema en voz alta a un adulto cualquiera: el espectáculo será casi siempre triste.
Y no es necesario exagerar. Un poeta anónimo parodiaba hace muchos años a la poesía “que no se entiende” con versos como éstos: “Palaciego y bufón es el poeta / que amolusca boñiga para surcos ajenos”. La poesía que no se entiende es mala poesía, pero siempre hay algo que entender y disfrutar con la buena, aunque ésta sea más o menos abstrusa y al principio se nos presente como un jeroglífico.
Así pues, yo relaciono directamente nuestro distanciamiento de la poesía con la corrupción, por ejemplo, o con la violencia, pero sobre todo con la indigencia mental que nos lleva a ser corruptos y violentos. Alguien dijo célebremente que “la poesía no se vende porque la poesía no se vende”, pero creo que esa posición de pureza que se le atribuye a la poesía ha contribuido a su aislamiento. Yo prefiero una poesía impura y, sí, a la venta, pero activa y leyéndose, a una poesía que de tan intocable se haya vuelto ilegible. Que hoy sólo los poetas lean poesía es un diagnóstico severo de nuestra comunidad, en gran parte achacable a los propios poetas que se creyeron especiales. Que la gente se acerque a la poesía, sí, pero también que la poesía se acerque a la gente, quitándole solemnidad, rompiendo el hielo, cantándola, compartiéndola y enseñándola. O si no, darwinianamente, nuestra capacidad de comerciar con ella va a desaparecer, y eso sería una pérdida terrible para todos.
julio.trujillo@3.80.3.65
Twitter: @amadonegro
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