Variaciones sobre tema cernudiano

Variaciones sobre tema cernudiano
Por:
  • larazon

Luis Cernuda fue un poeta español con maneras de gentleman inglés cuyos últimos 11 años de vida transcurrieron en México. Imaginemos, pues, a un sevillano vestido de tweed bebiéndose un martini en el Sanborns de Lafragua.

Escribo “imaginemos” porque, a pesar de que tenemos su correspondencia a la mano, de que su poesía siempre tuvo una fuerte carga autobiográfica y de que no escasean las anécdotas de gente que vio su fina figura peinando las calles de la ciudad de México, Cernuda fue un ave solitaria y encerrada en sí misma a cuya intimidad casi nadie tuvo acceso. Sus cumpleaños, al parecer, los festejaba como cuento líneas arriba: paladeando un melancólico coctel en la barra de un bar donde sólo le hacían compañía sus pensamientos.

Su libro de poemas en prosa, Variaciones sobre tema mexicano, apenas tiene roce humano. Hay gente, sí, pero ésta aparece en los textos como parte de un paisaje ensimismado. A Cernuda le interesaba registrar la temperatura espiritual de un rincón, un jardín, una terraza, no narrarnos lo que allí sucedía ni darnos los nombres particulares de estos lugares. En el siguiente fragmento de “Por el agua”, por ejemplo, apenas distinguimos que está hablando de un festivo bogar por Xochimilco:

“A esta luz velada el agua parece más turbia, los árboles más enfermos, los músicos más viejos. Un decaimiento inminente acecha a todo esto, tan dolorosamente hermoso. ¿Tierra nueva? No sabes qué ecos de sabiduría extinta, de vida abdicada, yerran por el aire. Esos cuerpos callados y misteriosos, que al paso de sus barcas nos tienden una flor o un fruto, deben conocer el secreto. Pero no lo dirán.”

Vida abdicada, cuerpos callados y misteriosos, secretos guardados con celo: esto es puro Cernuda. Pero no nos engañemos: en él latían pasiones contenidas y una disposición solar muy andaluza, pero enmarcadas en un supremo pudor que lo caracterizó hasta el día de su muerte. No obstante, sabemos que aquí se enamoró de un joven boxeador y que llegó a frecuentar (suponemos que con vigiladísima modestia, siempre aparentando desaparecer) gimnasios y cuadriláteros. Acaso también él fue un “bird in the night”.

José de la Colina cuenta una anécdota que retrata a la perfección la visible vulnerabilidad de aquel flâneur. Cernuda salía a caminar por las calles de la ciudad, perfectamente vestido, el pelo corto y relamido, el bigotito fino, la pipa en la mano, y De la Colina y sus amigotes, hijos de refugiados españoles, creyendo que se trataba de un vacuo señorito, escondidos detrás de un coche, un poste o una esquina, le lanzaban un grito como una pedrada: “¡Ey, Cernuda!”, y “él se volvía vivamente, mirando en torno suyo, buscaba al este y al oeste, al sur y al norte, escudriñaba la calle como un páramo de chacal, fruncía el entrecejo, se le veía desconcertado, descentrado, perdiendo su eje, repentinamente inmerso en un amenazador vacío.” Supongo que sí, que bastaba un grito súbito y sin dueño para sacar a Cernuda de su eje (De la Colina, al leer años después al autor de La realidad y el deseo, se lamentaría de esa sutil tortura que él y sus amigos repitieron en varias ocasiones).

Cernuda vivía en Coyoacán, sobre la calle Tres Cruces, en la casa de Concha Méndez (ex mujer de Manuel Altolaguirre), su hija Paloma Altolaguirre y sus tres nietos. Cuando no salía a dar clases de literatura a la UNAM (cuyo flamante campus sureño le parecía horroroso), su rutina era de un pasmoso recogimiento. Así la describe Concha Méndez: “Se levantaba a eso de las seis de la mañana y bajaba al refrigerador a tomar un jugo; luego subía a su cuarto y lo arreglaba. Salía a dar un paseo de una hora por Coyoacán. Cuando volvía, se quedaba en el jardín hasta la hora de comer; después del almuerzo, se iba a su cuarto y ya no lo veíamos hasta la hora de la cena. Eso sí, la hora de la cena para él era muy temprano, con los niños, pues se acostaba a las siete, se quedaba leyendo hasta las once y luego se dormía”.

La mañana del 5 de noviembre de 1963 la sirvienta advirtió que el poeta no había bajado por su jugo. Al subir a buscarlo junto con Paloma, lo descubrieron en la escalera, muerto, con la bata y las zapatillas puestas. En una mano sostenía su pipa y en la otra una cajita de cerillos. Suponemos que se disponía a descender la escalera con la elegancia de un cuadro de Whistler. Ya abajo, habría encendido su pipa y dicho los buenos días a la sirvienta en medio de una apropiada nubecilla de humo.

Pero no, murió solo y en silencio. Tuvo pudor hasta para eso.

eltrujis@gmail.com

agp