Bellas Artes, albergue atemporal del Muralismo

Bellas Artes, albergue atemporal del Muralismo
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A principios del siglo XX, como parte de los festejos del centenario de la independencia, Porfirio Díaz proyectó la construcción de un teatro nacional que fuera un espacio emblemático, acorde con las ideas de progreso y modernidad que pregonaba su gobierno. El estallido y el posterior desarrollo de la Revolución Mexicana habían postergado los planes que el gobierno porfirista tenía para su construcción.

El proyecto arquitectónico concebido originalmente por el italiano Adamo Boari, bajo la impronta del art nouveau y el diseño europeo, había sufrido algunas adecuaciones necesarias: el arquitecto mexicano Federico Mariscal, sucesor de Boari, resolvió la incorporación del art déco en los interiores del edificio, añadiendo algunos detalles inspirados en nuestro pasado precolombino. Conforme el proyectó se materializaba, se decidió integrar una galería destinada a acercar al público mexicano a la obra de creadores nacionales e internacionales.

Fue el 29 de septiembre de 1934 cuando el presidente Abelardo Rodríguez inauguró el Palacio de Bellas Artes; y dos meses después abría sus puertas el Museo de Artes Plásticas, con el mandato de mostrar lo sobresaliente del arte nacional.

Se incluyeron piezas del siglo XVI, una sala de escultura mesoamericana, otra de estampa mexicana y el Museo de Arte Popular, con la colección de Roberto Montenegro. El nuevo museo mostraría también lo que en ese momento era la máxima representación de la plástica nacional: el muralismo. Los primeros artistas en ser convocados para decorar el recinto fueron José Clemente Orozco y Diego Rivera.

Rivera pintó El hombre en el cruce de caminos o El hombre controlador del universo (1934), en el que retomó elementos del fallido mural que había pintado un año antes en el Rockefeller Center en Nueva York. Por su parte, Orozco pintó una alegoría sobre la guerra donde mostró la anarquía y la decadencia moral: Katharsis (1935-1935). David Alfaro Siqueiros fue comisionado para pintar un mural en 1944, al que tituló: México por la democracia y la independencia, el cual es una representación de la humanidad libre. Un año después añadió dos tableros: Víctimas de la guerra y Víctima del fascismo, el nuevo título de la obra sería Nueva democracia. En 1951, cuando Fernando Gamboa estaba a la cabeza del Museo Nacional de Artes Plásticas, encargó a Siqueiros la ejecución de una obra más.

Años más tarde, en 1952, el gobierno consideró que la mejor manera de reconocer la carrera artística de Rufino Tamayo era concediéndole un espacio en este recinto cultural. El díptico Nacimiento de nuestra nacionalidad (1952) y México de hoy (1953), que representa la conquista y el mestizaje, se ubicó en el segundo piso.

Más tarde, con motivo de la Primera Bienal Interamericana de Pintura y Grabado, en 1958, el Museo Nacional de Artes Plásticas se transformó en el Museo Nacional de Arte Moderno y a partir de 1968 se conoce como Museo del Palacio de Bellas Artes.

El último mural realizado por encargo institucional fue de Jorge González Camarena. Liberación o La humanidad se libera de la miseria (1963) se divide en tres secciones en las que aborda la esclavitud y la liberación física y espiritual de la humanidad.

En la década de los sesenta se emprendió la tarea de reubicar algunos murales ubicados en diferentes lugares, siendo el Palacio de Bellas Artes el lugar idóneo para exhibirlos. El primer mural en ser trasladado fue Carnaval de la vida mexicana (1936), cuatro paneles que Diego Rivera hizo para decorar el Hotel Reforma, sin embargo, en virtud de su temática la obra fue retirada en 1963, año en que se ubicó en el Palacio. Dos años después, en 1965, se instaló Alegoría del viento o El ángel de la paz (1928), del artista jalisciense Roberto Montenegro, cuya obra originalmente formaba parte de las pinturas realizadas en el Excolegio Máximo de San Pedro y San Pablo. En 1966 fue trasladado el mural La Piedad en el desierto de Manuel Rodríguez Lozano, fresco pintado en 1942 sobre uno de los muros del Palacio de Lecumberri. Finalmente, en 1977 se integró la obra Revolución rusa o Tercera Internacional (1933) de Diego Rivera, concebida originalmente para la Liga Comunista de América.

Esta síntesis histórica sobre la obra mural del Museo del Palacio de Bellas Artes, de sus 17 pinturas consumadas entre 1928 y 1963, con sus estilos, temáticas e ideologías de pintores excepcionales, nos permite apreciar el mecenazgo del Estado y las iniciativas institucionales en favor del arte público. Los muros del Palacio han contribuido a la consagración del proyecto muralista de los años veinte y han hecho de ese movimiento posrevolucionario un arte oficial.

Si bien es cierto que la pintura mural es hija de la Revolución, su impulso vino de un riquísimo y milenario pasado. Surgió como filosofía y eje de la política cultural de José Vasconcelos, ministro de Educación Pública en el gobierno de Álvaro Obregón. Bajo el mecenazgo del Estado, el muralismo podría ubicar sus inicios hacia el año de 1921, que es el fin de la revolución y a su vez el principio de la revolución en el arte.

De esta época son los murales precursores de Roberto Montenegro. Un año después, Diego Rivera concluiría La Creación en el Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. A partir de entonces y con el manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores como estandarte del movimiento, y Siqueiros como vocero principal, se emplearon kilómetros de pintura mural en edificios públicos que reflejaron problemáticas sociales y asuntos históricos; esto significaba también la punta de lanza de una plástica propiamente mexicana.

El movimiento muralista se distinguió por estar relacionado estrechamente con las ideas políticas y sociales de sus militantes. Era un arte nuevo para el pueblo. Un arte público y monumental. Una nueva fe en busca de “la esencia de la nacionalidad”. Lo indígena y arqueológico puede destacarse en Rivera; en Orozco prevalece un pesimismo crítico; en Siqueiros predomina la búsqueda de soluciones plásticas y nuevas técnicas. Además destacan Ramón Alva de la Canal, Jean Charlot, Xavier Guerrero, Fermín Revueltas y Fernando Leal, entre otros de generaciones posteriores, que emplearon nuevas técnicas y materiales que aseguran vida indefinida a sus obras de realismo social.

Desde los años 20 hasta los 60 del siglo anterior, el arte mural fue la gran manifestación artística de la nacionalidad mexicana. Se desplegó a lo largo del país en recintos como la SEP, el Hospicio Cabañas, el Hospital de la Raza, el Palacio de Bellas Artes, por citar sólo unos cuantos. En la década de 1930 comenzó a internacionalizarse cuando Rivera, Orozco y Siqueiros hicieron pintura decorativa en los Estados Unidos. Si Jean Charlot llamó a este periodo renovador y de efervescencia cultural el “Renacimiento mexicano”.