Cervantes y Frankenstein

Cervantes y Frankenstein
Por:
  • fernando_iwasaki

Teniendo en cuenta que fue Cervantes quien retrató al hampa sevillana en Rinconete y Cortadillo, que justo en esa ciudad estuvo encarcelado por un delito tan de actualidad como el manejo dudoso de fondos públicos y que fue tal vez durante su cautiverio cuando se le ocurrió la trama del Quijote, yo me atrevería a elevar una modesta proposición a las autoridades culturales andaluzas: si no le dan el nombre de Miguel de Cervantes a un instituto, que se lo pongan al menos a una prisión.

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A diferencia de Shakespeare, cuyo iv Centenario será celebrado en el Reino Unido con fastos que moverán millones de libras, los presupuestos de los actos conmemorativos por los cuatrocientos años del fallecimiento de Cervantes serán en España tan escuálidos como el propio don Quijote. En realidad, la obra de Shakespeare se mantiene fresca y lozana sobre los escenarios de todo el planeta, retoña gracias a películas que actualizan sus ficciones —desde Lion King (1994) hasta West Side Story (1961)— y podría tararearse a través de canciones de los Beatles, Rolling Stones, Led Zeppelin, David Bowie, Lou Reed, Eagles, Bob Dylan, Elvis Costello, Rush o Elton John. Por el contrario, el único título de Cervantes que no ha envejecido en absoluto es precisamente el Quijote, cuya lectura pública los 23 de abril de cada año es un alegato contra su ausencia de la actualidad cultural, educativa o escénica española. A Shakespeare no hay que exhumarlo una vez al año, mientras que a Cervantes trataron de desenterrarlo del madrileño convento de las Trinitarias para utilizar sus huesos como souvenir, pues alguien pensó que a falta de lectores buenos son los turistas.

En la misma España Cervantes ha tenido que demostrar su valía y su vigencia en más de una ocasión a lo largo de los últimos cuatro siglos, avalando así la reflexión de Coetzee acerca de los clásicos:

... lo clásico es aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio.

Así pues, llegamos a una cierta paradoja. El clásico se define en sí mismo por la supervivencia. Por tanto, la interrogación al clásico, por más hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico.1

En efecto, Cervantes fue atacado sin piedad en el siglo xviii, xix, xx y está a un tris de serlo también en este siglo xxi, porque las lecciones del Quijote siempre fueron de difícil digestión en cualquier época de la historia de España:

Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo “rendimiento” de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de la actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.2

La España contemporánea vive sumergida en la trifulca política, acosada por los fantasmas de su historia y jalonada por las corrientes centrífugas de sus comunidades más díscolas, y desde esa estresante actualidad el Quijote es leído —por cierto— con impaciencia e irritación.

El Quijote

y las dos Españas

Cuando llegué a Sevilla en 1985 descubrí la diversidad lingüística española y las enconadas querellas entre las “Dos Españas” del poema de Machado.3 Con respecto a lo primero, debo decir que para cualquier hispanoamericano resultan cuando menos extraños los conflictos que la convivencia de idiomas desata dentro de España, existiendo como existen en nuestros países docenas o centenares de lenguas —minoritarias con respecto al español como consecuencia de una dominación colonial— que conviven sin que sus hablantes riñan o se enzarcen. Y acerca de lo segundo, confieso mi fascinación sociológica por el sectarismo y la pulsión tanática de España, dos agonías que siguen validando la antigua sentencia de Otto Bismarck: “España es una nación tan fuerte, que lleva siglos tratando de autodestruirse y no lo consigue”.

Muchas veces me he preguntado cómo se avinieron o comunicaron los pobladores de las distintas regiones de España antes del siglo xx, cuando era imposible familiarizarse como ahora con todas las lenguas del estado español, gracias a los medios audiovisuales contemporáneos. Sin embargo, descubrí la respuesta releyendo la segunda parte del Quijote, cuando el melancólico hidalgo llega a Cataluña y conversa con el bandolero Roque Guinart, quien se expresaba en lengua “gascona y catalana” empleando expresiones como frade, lladres y pedreñales, que no entrañaron ningún problema de comprensión, ni siquiera para el cazurro Sancho.4 Por lo tanto, si manchegos y catalanes podían entenderse mutuamente hablando sus respectivas lenguas en el siglo xvii, quiere decir que desde entonces hasta el presente siglo XXI España ha venido a menos.

Así, Cervantes narró en el capítulo LX de la segunda parte del Quijote un episodio que debió ser moneda corriente en la España del Siglo de Oro. A saber, diálogos entre hablantes de las distintas lenguas peninsulares, quienes con buena voluntad y sentido común se entendían divinamente, a pesar de la ausencia de los infinitos recursos que hoy existen para estudiar idiomas desconocidos. De hecho, ¿cómo se las apañaron los misioneros para escribir en el siglo XVI vocabularios de lenguas tan disímiles como el quechua, el tagalo, el náhuatl, el japonés o el aimara? Sin duda extrapolando sus conocimientos de gramática latina, lo que significaría que quizá mejoraría la convivencia española si se estudiaran mejor las lenguas clásicas en la secundaria.

El Quijote no es una novela políticamente correcta donde las minorías lingüísticas aparezcan de acuerdo a una cuota o según las exigencias de la discriminación positiva, pues tales criterios pertenecen más bien a las obsesiones de nuestro tiempo. Sin embargo, en el Quijote podemos reconocer la presencia de personajes vizcaínos, catalanes o navarros; así como judíos, moriscos e indianos, junto a “toscanos” (italianos), “franchotes” (franceses) y “tudescos” (alemanes).

Quiero recordar que la Sevilla de los siglos XVI y XVII era una de las metrópolis más cosmopolitas de Europa, con sus pasajeros de Indias provenientes de toda la península, grabadores flamencos, pintores italianos, impresores alemanes y esclavos de tres continentes. La diversidad de aquella España no escapó a la mirada penetrante de Cervantes, quien espolvoreó por el Quijote las semillas del Babel peninsular.

Por otro lado, no conozco odios más feroces ni tirrias más rotundas que las que se prodigan las sempiternas “Dos Españas”, cada una encastillada en su campanario, negándole el pan y la sal a su enemiga secular. Por eso quiero convocar un pasaje del Quijote donde Sancho narra cómo dos degustadores de vino discrepaban sobre el sabor del caldo: uno aseguraba que sabía a hierro y el otro estaba persuadido de que el vino tenía gusto a cordobán. No se pusieron de acuerdo, pero cuando la cuba quedó vacía encontraron al fondo del tonel una llave de hierro atada a una correa de cuero. En realidad, los dos decían la verdad, pero sólo una parte de la verdad. Los dos tenían razón, aunque sólo la mitad de la razón. Ninguno fue capaz de reconocer ni el más mínimo porcentaje de acierto en la opinión del otro. O badana o hierro y cierra España:

Diéronles a los dos a probar el vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, su cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua; el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a hierro; el segundo dijo que más sabía a cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia y que el tal vino no tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendiose el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeña, pendiente de

una correa de cordobán.5

Muchos de los problemas de la vida cotidiana española se originan por discrepancias similares a la ilustrada por Cervantes en el capítulo XIII de la segunda parte del Quijote, pues muy pocos están dispuestos a admitir los errores propios y mucho menos el quantum de verdad y razón que asisten al adversario. ¡Qué digo, adversario! En España no hay ni rivales ni adversarios, sólo enemigos. O badana o hierro y cierra España. Todos los conflictos de la historia de España se cifran en aquel episodio cervantino sobre el que una y otra vez se enzarzan las dos Españas.

Siempre que observo en España discusiones crispadas sobre temas políticos, sociales, deportivos, religiosos e incluso literarios, soy perfectamente consciente de que los contrincantes podrían ahorrarse horas de bilis y malhumor con sólo explorar el fondo de los toneles, aunque a todos les iría mejor si leyeran el Quijote. El problema es que leer a Cervantes no siempre ha sido bienhechor para los españoles.

Cervantes y el

burro flautista

Cuando España se preparó para celebrar el III Centenario de la edición del Quijote, la obra ya había recibido encendidos elogios de Flaubert, Stendhal, Víctor Hugo, Heine, Manzzoni, Eça de Queirós, Schiller, Freud, Kierkegaard, Sterne, Defoe, Byron, Turguénev y Dostoievski, entre otras grandes figuras de las letras europeas. No obstante, para los intelectuales españoles más importantes de aquella época había algo incomprensible. ¿Cómo un escritor como Cervantes, que jamás pisó la universidad y a quien consideraban más bien un mediocre, podía convocar tanta admiración universal? En realidad, la perplejidad cervantina de aquel año de 1905 sólo era comparable a la estupefacción que provocó en España el Nobel de Literatura que Echegaray había recibido apenas un año antes.

Así, en abril de 1905 Miguel de Unamuno publicó en La España Moderna un ensayo titulado “Sobre la lectura e interpretación del Quijote”,6 donde se empeñó en demostrar que algunas obras —como el Quijote— eran superiores a sus creadores:

Y no me cabe duda de que Cervantes es un caso típico de un escritor enormemente inferior a su obra, a su Quijote. Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote, cuya luz resplandeciente baña sus demás obras, apenas figuraría en nuestra historia literaria sino como un ingenio de quinta, sexta o décimatercia fila. Nadie leería sus insípidas Novelas Ejemplares, así como nadie lee su insoportable Viaje del Parnaso, o su Teatro. Las novelas y digresiones mismas que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima novela de El Curioso Impertinente, no merecerían la atención de las gentes. Aunque Don Quijote saliese del ingenio de Cervantes, Don Quijote es inmensamente superior a Cervantes. Y es que, en rigor, no puede decirse que Don Quijote sea hijo de Cervantes; pues si éste fue su padre, fue su madre el pueblo en que vivió y de que vivió Cervantes, y Don Quijote tiene mucho más de su madre que no de su padre.7

En aquel ensayo Unamuno esbozó una teoría de la genialidad, según la cual existen “genios que lo son durante toda su vida, y que durante toda ella aciertan a ser ministros y voceros espirituales de su pueblo” y —por otro lado— “genios temporeros, genios que no lo son más que en alguna ocasión de su vida”. ¿Qué clase de genio habría sido Cervantes según Unamuno?:

Cervantes fue, pues, un genio temporero; y si se nos aparece como genio absoluto y duradero, como mayor que los más de los genios vitalicios, es porque la obra que escribió durante la temporada de su genialidad es una obra no ya vitalicia, sino eterna. Al héroe de un día, al que en el día de su heroicidad le sea dado derrocar un inmenso imperio y cambiar así el curso de la Historia, le está reservado en la memoria de las gentes un lugar más alto que el de muchos genios vitalicios que no derrocaron imperio alguno material. Ahí tenéis a Colón. ¿Qué es Colón sino un héroe de temporada?.8

Al parecer, Unamuno consideraba injusto que la genialidad “temporal” de Cervantes eclipsara la genialidad “vitalicia” de otros autores de mayores méritos, pero llama la atención la correspondencia que estableció entre los méritos de Cervantes y Colón. ¿Acaso el Quijote estaba predestinado a ser escrito, tal como el continente americano hubiera sido descubierto por cualquier otro navegante? Quien se pronunció esotéricamente al respecto fue el filósofo José Ortega y Gasset en 1914:

Hamlet y Don Quijote hallábanse desde el comienzo de los tiempos en un τόποs ύπερουράυοs, en un lugar ideal en compañía de otras innumerables obras de arte aún desconocidas, algunas de las cuales tal vez nunca desciendan a la Tierra. Shakespeare y Cervantes fueron dos órganos de visión, nada más, como dos pupilas capaces de perforar la atmósfera densa, inerte de lo consuetudinario e intuir aquellos dos objetos yacentes ab aeterno en su ideal espacio.9

Al igual que Unamuno, Ortega tampoco creía que Cervantes fuera digno del Quijote, y recordó de forma despectiva su “ordinaria” condición de recaudador de impuestos:

...cuán difícil se hace caer en la cuenta de que el autor de la obra no es el hombre que un día se elevó hasta crearla o, mejor dicho, que el hombre que un día se eleva hasta producir la obra sólo un remoto parentesco tiene con ese mismo hombre ocupado en vivir la vida ordinaria. ¿Qué tiene que ver el alcabalero Cervantes con el Quijote?10

Tanto Unamuno como Ortega le concedieron a Cervantes un momento de genialidad o una visión intuitiva, respectivamente; dos “elogios” conmiserativos que más bien desdeñaban los méritos de Cervantes hasta ponerlo a la altura del burro que sopló la flauta en aquella fábula de la antigüedad. Cervantes habría sido así un vulgar instrumento, el “vientre de alquiler” de Sancho y Don Quijote. En este punto Unamuno fue implacable y rotundo: “Dios no mandó a Cervantes al mundo más que para que escribiese el Quijote, y me parece que hubiera sido una ventaja el que no conociéramos siquiera el nombre del autor”.11

No obstante, obsesionado con descifrar el destino de España a través de las páginas del Quijote, Ortega nunca

quiso entender que algo tan serio pudiera convivir con la ironía. En realidad, prisionero de su propia solemnidad, Ortega no sólo era incapaz de comprender la función del humor en el Quijote en particular, sino en el mundo en general:

Seamos sinceros: el Quijote es un equívoco. Todos los ditirambos de la elocuencia nacional no han servido de nada. Todas las rebuscas eruditas en torno a la vida de Cervantes no han aclarado ni un rincón del colosal equívoco. ¿Se burla Cervantes? ¿Y de qué se burla? Lejos, sola en la abierta llanada manchega, la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación; y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española. ¿De qué se burlaba aquel pobre alcabalero desde el fondo de una cárcel? ¿Y qué cosa es burlarse? ¿Es burla forzosamente una negación?12

Cervantes fue un intruso y un convidado molesto en los fastos organizados para conmemorar el III Centenario de la edición del Quijote, pues los grandes exégetas de la historia de España no necesitaban al creador sino sólo a su criatura. Así, con la honrosa excepción de Luis Cernuda,13 la mayor parte del estamento intelectual español acató sin chistar los dicterios de Unamuno: “Considero que una de las mayores desgracias que al quijotismo pudiera ocurrirle es que se descubriese el manuscrito original del Quijote, trazado de puño y letra de Cervantes. Es de creer que semejante manuscrito se destruyó, afortunadamente”.14

Cervantes contra

los monstruos

Si en 1905 el Quijote se convirtió en el símbolo de la unidad de España y en una parábola del destino histórico del espíritu español, cien años más tarde el Quijote representa para algunos todos los valores políticamente correctos de nuestro tiempo —la utopía, la justicia social y la multiculturalidad—, mientras que para otros encarna la decadencia y la crisis de la España contemporánea, porque el Quijote fue un perdedor literario cuya derrota no sirve de paradigma a una sociedad “desleída” y ávida de grandes relatos autocomplacientes:

Don Quijote explica a Sancho que Homero y Virgilio no describían a los personajes “como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes”. Ahora bien, el propio Don Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es algo totalmente distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son vencidos, conservan hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la vida humana como tal es una derrota.15

Sin embargo, en este IV Centenario de la muerte de don Miguel de Cervantes advierto una diferencia notable con respecto a 1905: ya no interesa tanto el Quijote, sino los Quijotes, porque el Quijote se ha convertido en una novela “progresista” que predica la tolerancia y la esperanza en la utopía, como si en lugar del “Ingenioso Hidalgo” Alonso Quijano hubiera sido el “Quijote Solidario” o el “Llanero de la Triste Figura”. Y Cervantes —por supuesto— ha desaparecido del todo. De ahí que no me extrañaría que dentro de cien años —cuando toda Europa sea un exclusivo balneario saudí— se hable de Cide Hamete Benengeli.

Por eso pienso que Miguel de Cervantes tiene mucho en común con el profesor Víctor von Frankenstein: ambos crearon un monstruo, ninguno pudo controlarlo y las dos criaturas trascendieron más que sus creadores. Así, el Quijote es un monstruo camaleónico, un mutante literario, un zelig perfectamente capaz de transformarse de manera sucesiva para dar forma a los “sueños de la razón” de cada época.

En cualquier caso, para derrotar a su monstruo Cervantes tendría que llegar a ser más políticamente correcto que el Quijote y para ello habría que buscarle un origen musulmán16 o alguna opción sexual trasgresora.17 ¿Quién pudo haber escrito un libro tan poliédrico como el Quijote? Sólo un autor que reuniera en su persona todos los rostros de la marginalidad, todas las identidades de las minorías y todas las expresiones

de la disidencia. Por lo tanto, sólo si Cervantes dejara de ser Cervantes seguiremos recordándolo dentro de cien años más. ¿Cómo será esa clase del futuro sobre el autor del Quijote en alguna escuela de Murcia, Gijón o Sevilla?

—A ver, niños. ¿Por qué estudiamos a Cervantes?

—Porque era homosexual, señorita.

—Muy bien, Jaimito, pero no te olvides que además era minusválido.

Sevilla,

primavera de 2016