Mi selfie forense

Mi selfie forense
Por:
  • larazon

Ilustración Francisco Lagos

La fotografía forense —retumbaron en mis oídos aquellas palabras del profesor— es una aproximación subjetiva a la objetividad. Es epistemológica, sentenciaba, y al concluir aquella conceptualización que consideraba brillante, soltaba una risotada.

Tal vez fue el extraño o curioso rigor mortis de aquel hombre sobre una cama con sábanas anaranjadas el que me lo recordó esta vez: su rostro dibujaba un gesto similar al de la sonrisa de pose, fingida, y sostenía aún, en la mano del tendido brazo derecho, el bastón para selfies, con el smartphone sujeto firmemente a la punta y la cámara todavía encendida (maravilla de pila, pensé).

Siempre he creído que la mente es un repositorio de basura mezclada con conocimientos y disparadores de pensamientos, un revólver de ideas que va tomando forma en la ruta recorrida del punto de origen al punto de salida, y que se carga automáticamente, en un mecanismo de adaptación a la complejidad de la existencia.

Con las cosas de la cabeza nada es casualidad. De manera que de pronto, en un segundo, me recordé a mí mismo aquella vez, bajo un sol de septiembre, en la fila para comprar los boletos de entrada a las catacumbas de París. En realidad lo que invoqué fue el diálogo de una pareja de turistas, delante de mí, que coincidía en el más profundo sentido crítico en su disertación sobre las selfies: el más grotesco espectáculo de vanidad de las clases medias, “bueno, uno de ellos, el principal hoy en día”.

En resumen, despreciaban a quienes se tomaban fotos de sí mismos, por convertir las maravillas naturales del mundo, las proezas fabricadas con el ingenio y el arduo trabajo de cientos de personas con vidas destacadas, los sitios de las más gloriosas hazañas, el arte que altera o relaja los sentidos, decían, en un vil telón de fondo, en un ciclorama mudo de historia, siempre en segundo plano e incluso desenfocado.

—Pinche deseo de alardear con el clásico “yo estuve aquí”— concluía la mujer.

Pienso igual que aquella pareja, aunque supongo que el “yo estuve aquí” de las selfies es un tanto más higiénico, o al menos lo aparenta, y gracias a la tecnología que se conjunta con el diseño, quizá un poco más sofisticado.

Y lo recordé en aquella hermosa residencia —a la que llegamos por una llamada de la empleada doméstica que había vuelto al trabajo ese día—, cubierta de desolación y polvo en todos sus rincones. En fin. Empecé a hacer mis fotos en la habitación, como marcan los cánones: de la posición del masculino de unos 50 años en decúbito dorsal, del rictus, del detalle de la ropa satinada para dormir, de la marca que dejan sobre las almohadas los fluidos de quien ha tomado una sobredosis de medicamentos, una panorámica para mostrar el claro contexto del nivel de vida del occiso, el juego de maletas de piel en cuyas agarraderas se observaban, al menos, una docena de fajillas de vuelo de avión. Me las ingenié para, sin alterar la escena, tomar todos y cada uno de aquellos cinturoncillos. El más reciente decía que el hombre había aterrizado hacía tres días en la ciudad.

Hay sentencias de mi profesor que me acompañan a los bares, barrios, tiendas, hoteles, bancos, azoteas, baños, cisternas, bosques, zanjas, ambulancias: “La fotografía forense es la ciencia del pequeño detalle”, decía en clase, y luego buscaba la mirada de cada uno de sus alumnos esperando que, uno por uno, asintiera.

Quizá por eso ocupé todo un rollo —sí, usamos película en ASA 100 y hacemos negativos para que la evidencia tenga valor probatorio, la foto digital puede ser más fácilmente alterada— en la mano aferrada al bastón de selfies. Sin la fotografía digital, me dije, ese tipo de autorretratos no existirían; mucho menos estos artefactos similares a un paraguas, sólo que sin sombrilla.

Acabado mi trabajo me acerqué al perito en jefe que revisó el teléfono y le pregunté si había fotos útiles.

—¡Sí, señor!, este pequeño rico Mac Pato acaba de viajar por todo el mundo, cuatrocientas cincuenta y dos imágenes de sí mismo, tomadas por sí mismo.

Se fue a despedir de Kenia, Grecia, Turquía, Malasia, Indonesia, China, India, París, Italia, Portugal, Costa Rica… —me dijo, mientras deslizaba su dedo, con cierta dificultad, pues estaba protegido por el guante de látex, sobre la pantalla del teléfono, como pasando páginas de libros.

—Míralas si quieres, pero sólo si ya acabaste lo tuyo.

El muerto, como todos los suicidas, se había despedido, en su caso, “del mundo” y de la que supuso su irremediable bancarrota. Las pruebas de lo anterior eran, además de una carta póstuma, las fotos de sí mismo en excéntricos hoteles de lujo, captadas todas con el consabido patrón de la selfie. Si acaso, el hombre tiene puestos los lentes oscuros en algunos casos y en otros no.

—Cuando termines, lo guardas aquí, plis —me dijo el perito, y me pasó una bolsa con zip.

—Claro.

Revisé unas trescientas, en realidad las cuatrocientas cincuenta y dos. Hurgué en el encuadre, escudriñé en el foco y en la luz con la obsesión de un stalker, en lo que eran y en lo que no aquellos retratos, y me invadió la remota certeza de que el hombre, desde el arranque del viaje del adiós, ya iba muerto.

Volví a rememorar la conversación de la pareja de la fila de las catacumbas, (en las cosas de la cabeza nada es casualidad). Desprovistas del ciclorama, del telón de fondo, las selfies, en tanto resultado de la fuerza del ego, son reafirmación del “yo estoy”, y por derivación del “yo soy”. Son, por ende, evidencias autogeneradas de la existencia individual, una prueba de constante sujeción a la vida y, por simple lógica, una reacción ante el temor a la muerte.

La paradoja es que, como tal, la existencia de una selfie dura sólo el instante en que se toma. Mientras su vida artificial, efímera o intermitente, se la confieren “los otros” cuando las observan. Y eso es posible gracias a las redes sociales que se encargan de que esos “otros” las miren. Sin “los otros”, las selfies simplemente no serían, no tendrían sentido. Lo que no se ve: no existe.

Esta clase de autorretratos son pruebas de vida, sí, pero no de todos, si acaso lo son de quienes pueden acceder a un teléfono inteligente, o sea la clase media moldeada a imagen y semejanza del mercado de necesidades y de los dictados de fuenteovejunas en redes sociales. Aunque eso será temporal, por ahora.

El profesor decía que la fotografía forense es la ciencia del pequeño detalle y si todo lo que supongo es cierto, el hoy cadáver, cuando empezó a fotografiarse, con esa falsa sonrisa que quiso volver eterna, creó evidencias de que empezaba a morir.

Mi mente voló entonces hacia mis propias selfies, a las de mis amigos y a las de desconocidos. ¿Acaso son también evidencia del inicio de nuestros propios decesos y, aún como muestras de vida, vaya paradoja, podrían formar parte de un futuro historial forense?

En la camioneta, rumbo al Ministerio Público, de pronto algo se configuró: el occiso y su entorno, su sonrisa artificial, el gasto de “lo último” que le quedada en viajes, el siniestro bastón de las selfies asido con la mano: este hombre, más que suicidarse, como lo estipulamos en el expediente que ya no vamos a cambiar, perpetró una venganza de la que ahora yo formaba parte involuntariamente al ser el “otro” que le estaba confiriendo sentido a sus selfies, y por ende a su muerte: una vendetta contra la vanidad, uno de los soportes de la vida clasemediera actual, perpetrada con los propios recursos de sus rutinas: un ajuste de cuentas limpio, que logró disparando cuatrocientos cincuenta y dos tiros.

—Carajo, siempre he creído que la mente es un repositorio de basura.