Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón
Era una multitud doliente, triste, enfurecida también. Se escuchaba el redoble lúgubre de los tambores, el relincho de los caballos, el paso de la carreta de los condenados por el adoquín de la calle. Los estadounidenses no esperaban se volcara hacia el lugar tanta gente hostil. En los fresnos de la plaza de San Ángel estaban ya dispuestas las horcas para ejecutar a esos soldados del Batallón de San Patricio.
Todavía en la noche, el arzobispo de la ciudad, el cónsul inglés, un grupo de señoritas de la alta sociedad citadina y un general del Ejército mexicano derrotado acudieron con el general victorioso, Winfield Scott, para pedir clemencia hacia los irlandeses. Todo fue inútil, al igual que lo hicieron frente al Castillo de Chapultepec y Contreras con otros de sus camaradas, a ellos también se les colgó, para convertirlos en mártires pues ya eran héroes. En total en todos estos sitios se ejecutó a cincuenta de ellos.
Llegan Alonso Alarcón, Marcelo Lombardero...
Otros de los patricios, o colorados como les llamaba cariñosamente el pueblo, fueron azotados a latigazos y marcados a hierro candente en el rostro con la D de desertores. La mayoría habían caído prisioneros en la batalla del Convento de Churubusco, donde volvieron a pelear con valor y decisión, amparados en su bandera verde de Eire, con las leyendas Irlanda por siempre y Por la Independencia de México.
En Monterrey, Angostura, Cerro Gordo, Padierna, Churubusco, el Batallón de San Patricio, dirigido por el capitán John Riley (1805-1850), integrado fundamentalmente por irlandeses, aunque había un grupo de alemanes y escoceses también, combatió por México y con los mexicanos. Muchos cayeron en esas batallas, en nombre de la libertad y de la justicia.
Un buen número de estos irlandeses provenían de San Felipe junto al río Brazos y San Patricio en la ribera norte del río de las Nueces, a ochenta leguas de Matamoros. Le debían agradecimiento a México, que los recibiera como colonos. Por eso en la batalla de Matamoros muchos de ellos decidieron pasarse de nuestro lado. 300 familias irlandesas perseguidas por los nativistas en Inglaterra, habían sido llevadas a Texas para impulsar la emigración.
Ellos no podían estar de acuerdo con una guerra promovida por la Gran Logia de Louisiana, integrada por esclavistas. Durante esta guerra, otros irlandeses fueron testigos de la matanza en la Cueva Encantada de Saltillo, llevada a cabo por el Cuerpo de Caballería de Arkansas. Decenas de campesinos fueron asesinados, se les arrancó el cuero cabelludo, se violó a sus mujeres. Ellos no podían continuar por eso con los invasores.
Así pues, más de cuatrocientos irlandeses lucharon como voluntarios del Ejército mexicano, bajo el mando del Capitán John Riley, quien había cruzado hacia México acompañado en un principio de un puñado de irlandeses y dos esclavos negros, quienes fueron libres en nuestro territorio.
Hoy la memoria de todos estos soldados es honrada en México. En forma reciente los músicos de Chieftains y Ry Cooder produjeron un disco en homenaje a su gesta, en el cual colaboró Chavela Vargas. Sin embargo, existe poca literatura consagrada a ellos, a pesar de lo singular de su historia.
Una novela, hermosa y trágica, titulada El batallón de San Patricio, fue escrita por la oaxaqueña Patricia Cox (1911-1999). Pero no ha vuelto a reeditarse, en un olvido injusto, que ni siquiera tantos gastos del Bicentenario pudieron reparar. Y estos irlandeses combatieron y murieron habiendo levantado precisamente una bandera con la leyenda: Por la Independencia de México.
Recuerdo haber visto al escritor Rubén Salazar Mallén (1905-1986), unas semanas antes de su muerte. Estaba lleno de indignación porque unos burócratas de la SEP se habían negado a reimprimir en una colección de autores mexicanos, el libro de Patricia Cox. Ese fue precisamente el tema de su último artículo publicado. Veinticuatro años después se sigue marginando este libro, el cual no puede conseguirse ahora.
Aquella vez en San Ángel, ya retirados los cuerpos de los mártires ejecutados por el Ejército estadounidense, la gente fue con hachas para derribar los fresnos, considerados malditos. Con ellos se hizo una gran hoguera, mientras un grupo de mujeres rezaba por el alma de esos soldados del Batallón de San Patricio, quienes ahí cayeron valientemente, como sucedió siempre con los integrantes de este cuerpo militar, quienes se sacrificaron por nuestro país. En San Ángel, como en Chapultepec, donde los mantuvieron a la espera de ser izada la bandera estadounidense, gritaron ¡Viva México! antes de morir.
Porque la memoria de todos estos irlandeses es importante, el libro de Patricia Cox consagrado a ellos, debe reimprimirse.