Recuperan la intimidad y la sensualidad de Renoir

Recuperan la intimidad y la sensualidad de Renoir
Por:
  • gonzalo_nunez

De Duchamp en adelante, el arte se ha convertido en una experiencia, ante todo, intelectual. En el fondo, también los impresionistas pusieron mucho de su parte para que así fuera, colocando los cimientos de la modernidad pictórica. Auguste Renoir (1841-1919) participó de aquel proceso de refinamiento conceptual que se prolongaría en las vanguardias. Pero, al cabo, el suyo fue un arte sensual, sensorial e instintivo que coincidió con el auge impresionista (del que fue, de hecho, padre junto a Monet), pero de cuyas derivaciones ni supo ni quiso participar.

Para él, el arte era una experiencia corpórea, orgánica, y no el resultado de una elaboración intelectual. Eso, precisamente, considera Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, lo hace ser un pintor “desconocido e incomprendido. Aparte de cuatro o cinco iconos, su obra no ha terminado de llegar al público”.

Además, no corren buenos tiempos para Renoir. Encumbrado antes como uno de los pilares del impresionismo (su Baile en el Moulin de la Galette es canónico), de un tiempo a esta parte ha pasado a ser un artista sospechoso, de calidad cuestionable. Hasta el punto de que han aparecido curiosas iniciativas para desalojar su obra de los museos del mundo como el movimiento RenoirSucksAtPainting. Más allá de la polémica, el entorno académico también ha abierto el telón de su presunta falta de calidad.

Y así aparece el Museo Thyssen con la primera retrospectiva en España de la obra del francés (un total de 78 piezas de hasta cinco museos distintos, de todas sus épocas) y Guillermo Solana niega la mayor: “Renoir no es un pintor fácil. Por el contrario, se ha vuelto el más difícil de los impresionistas, porque se escapa del patrón de artista al que nos hemos acostumbrado en la tardo-modernidad. No es artista post-Duchamp; aparentemente es anticonceptual”.

Es decir, nos cuesta entender su mensaje genuino de exaltación del placer cotidiano. “Renoir tenía un gran prejuicio contra los intelectuales —explica Solana—. Pensaba que eran seres tarados, incapaces para ver y tocar, a quienes no le funcionaban los sentidos”. Él, en cambio, fue puro tacto. “Los sentidos era lo más importante, no el cerebro. Él decía que prefería que sus modelos no pensasen porque posaban mejor sin hacerlo. Pero también opinaba lo mismo de los pintores”.

Frente a Monet (ese gran ojo de los impresionistas, empeñado en retratar la naturaleza, en captar su mecanismo), Renoir muestra una devoción sin condiciones por la figura humana, la carnalidad. Desde los retratos, las escenas cotidianas, las bañistas y los desnudos, los cuadros de ambiente como Después del almuerzo: Renoir se delata, dice el director de la pinacoteca madrileña, “en su deseo de entrar en sintonía con lo que pintaba. En toda su obra hay una particular querencia por la proximidad y la cercanía”.

El gran Auguste “miraba las flores, las mujeres, las nubes del cielo como otro hombres tocan y acarician”. Lo dijo su propio hijo, el no menos grande, no menos sensitivo Jean Renoir, cineasta de La gran ilusión o La regla del juego.

Esa idea de plasticidad es la que pretende reforzar el Museo Thyssen, hasta el punto de que el espectador sienta ante el viejo maestro impresionista lo que Flavie Duran-Ruel, el propio marchante del artista: Nada como una obra de Renoir para imaginarnos que acariciamos un melocotón de piel más suave que la de la propia fruta, una porcelana aún más delicada que la propia pieza, un desnudo más agradable a la vista que al tacto”, concluyó.

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