¿Por qué el futbol nos vuelve locos?

¿Por qué el futbol nos vuelve locos?
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En Uruguay las maternidades hacen un ruido infernal. Todos los bebés asoman al mundo entre las piernas de la madre gritando «¡Gol!». Eso al menos decía en su libro «Futbol a sol y sombra», con su dosis de ironía, el escritor Eduardo Galeano, quien reconoció que él también gritó «¡Gol!» al nacer.

Durante su exilio en España, el poeta encontró en el balón ese «fino hilo al que agarrarse para mantener latiendo su arraigo uruguayo». Dada la distancia, acabó forofo de cualquier equipo en el que jugase un uruguayo o, siquiera, un argentino, pero sin perder nunca de vista que dos jóvenes de equipos rivales enamorados se convertirían en los nuevos Montescos y Capuletos.

Puede que, como viene mostrando el psicólogo de la Universidad de Harvard Steven Pinker, la razón de ser de las pasiones exaltadas no sea otra que hacerlas públicas. Pero una cosa es hacerlo como Galeano, «sombrero en mano, suplicando una linda jugadita por amor de Dios», y otra la sinrazón que ha traído a los equipos argentinos Boca y River a disputar la final de la Copa Libertadores en la capital española. Unos 5.000 policías velarán por la seguridad en el que se considera partido de mayor riesgo de nuestra historia.

¿En qué momento la pasión del aficionado pasa a la enajenación de las llamadas barras bravas? LA RAZÓN ha contactado con la psicóloga argentina Beatriz Goldberg, experta en el análisis de las bases biológicas y sociales del comportamiento humano, para que nos ayude a descifrar la violencia de los hinchas y cómo nace esta perversa fascinación que se repite en todos los estadios del mundo.

Antes de nada, nos avanza que presenció la despedida de los jugadores cuando ponían rumbo a España y sintió pena y vergüenza por su país.

«En la violencia que desata el fútbol –explica– confluyen tres sentimientos, que más bien son necesidades: universalidad, territorialidad e identidad. Es en esa conducta agresiva donde la afición más exacerbada construye su identidad y su impresión de pertenencia a la manada. La tensión entre rivales es pura descarga de adrenalina, un escape para sus vidas. En las gradas derraman las lágrimas que nunca lloran».

La psicóloga recuerda aquella Argentina de Maradona que sintió que recuperaba su orgullo nacional sometiendo a Inglaterra con la «Mano de Dios».

Le parece importante resaltar un elemento cada vez más visible, las grietas sociales y políticas. «Los ciudadanos defienden con inusitada vehemencia su postura ante el aborto, Kirchner o los McDonald. El fútbol es el reflejo de esta polarización y de la necesidad urgente de un diálogo. La vida se ha vuelto en nuestro país un continuo Boca-River».

Las Barras Bravas en el futbol

El fenómeno de las barras bravas ha traspasado cualquier sentimiento. «Ellos son los amos del fútbol argentino. Controlan los derechos de los jugadores, el tráfico de estupefacientes, los aparcamientos y hay quien dice que son la mano de obra de la política». Tanto en La Doce, la barra brava más peligrosa de Boca Juniors, como en Los Borrachos del Tablón, de River, hay todo un historial de detenciones con extorsión y sobornos a policías e incluso alianzas con grupos criminales.

Igual en Argentina que en otros países de Latinoamérica, la pasión por el fútbol se ha convertido en distractor de lo importante. Proporciona evasión y novedad. En Honduras, las barras catrachas, que ocupan los fondos sur y norte del Estadio Nacional Tiburcio Carias Andino, salen de barrios en los que chapotean sangre desde niños y viven cada tarde de domingo como una catarsis en medio de un entorno de drogas, miseria y violencia. A ello se le suma que son países desiguales, caóticos y con fácil acceso a las armas.

En agosto de 1990, se fundó la barra del Olimpia, la Ultra Fiel, un club de unos 6.000 hombres con una vida organizada en torno al fin de semana, las peleas y el culto a los que cayeron (alrededor de 500). «Aunque los barristas son ignorados por esos jugadores a los que se entregan y defienden a muerte, sacan fuera su frustración y exhiben su lealtad por medio de cánticos, coreografías y los colores del equipo. Se sienten protagonistas de algo importante, son reconocidos socialmente y disfrutan del interés mediático», indica Goldberg.

No es un fenómeno exclusivo de las clases más desfavorecidas. La afición de River, por ejemplo, es un colectivo adinerado y de gente preparada profesionalmente. La agresividad está latente en nuestras vidas en general y esa crispación se traslada a los estadios, independientemente del nivel social o económico. Ahí están los hooligans ingleses u otras aficiones europeas cuya su presencia violenta es también una manera de existir para el resto del mundo. Cada uno escoge su rol: silbar, animar, insultar o alborotar.

El antropólogo británico Jeremy MacClency matiza que el deporte no es un reflejo aislado de la sociedad, sino parte integral. «Debemos entender que el fútbol no genera violencia por sí mismo. La genera una sociedad donde hay incertidumbre política, desempleo, pobreza, nacionalismos exacerbados que despiertan racismo y falta de educación. Toda esta presión contenida en la gente toma escape en los partidos de fútbol». En Bogotá, Monseñor Alirio López, mediador entre hinchas, opina que se perdió el norte del hogar, de la disciplina y de la responsabilidad, y muchas veces los padres son cómplices de los actos horribles de sus hijos».

Cuando esta tarde las barras empiecen a rugir desde las gradas, cada uno de esos individuos vivirá este juego de vencedores y vencidos como un auténtico tsunami. Un estudio del Laboratorio de Neurociencia Social de la Universidad de Valencia ha estudiado cómo se experimenta la rivalidad desde la biología humana y la conclusión es que el orgullo, la sensación de hermandad, las expectativas y la satisfacción de ganar o el dolor de la derrota aceleran el sistema metabólico. Tanta excitación en la corteza cerebral provoca que la presión arterial se descompense, suba el ritmo cardíaco y se acelere nuestro sistema metabólico.

Antes incluso del resultado final, los niveles de testosterona de estos hombretones habrán subido un 29% y el cortisol un 52%, sin que importe mucho cómo se esté desarrollando el partido. Ese extra de cortisol ayudará a la afición no solo a reaccionar ante una amenaza física, sino también a aderezar su autoestima, valía e identidad social. Por su parte, la testosterona será una pieza clave en su conducta defensiva, aunque no justifica la agresividad. Silvia Knobloch-Westerwick, investigadora de la Universidad Estatal de Ohio, observa que el mayor disfrute del hincha se produce si su equipo gana tras haber sentido un fuerte miedo y después de perder la esperanza de ganar.

Otros científicos, en este caso de la Universidad de Coimbra (Portugal), comparan la devoción futbolera con el proceso de enamoramiento. A nivel cerebral, la reacción es parecida. El gol o una buena jugada activan la amígdala y, por tanto, el sistema de recompensa en el cerebro. El hincha experimentaría una locura transitoria idéntica a la que desata el amor romántico en las parejas. El estudio descarta que haya una cuota de irracionalidad que pueda justificar la violencia, ni en el amor ni en el deporte.

Con información de La Razón de España

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