Bibliotecas de mampostería

Fetiches ordinarios

MAMPOSTERÍA
MAMPOSTERÍAFuente: twitter.com
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Así sea como telón de fondo, los libros y las bibliotecas personales se han vuelto casi protagonistas de la pandemia gracias a la fiebre de las videoconferencias. Confinados en un mundo cada vez más virtual, orillados a limitar el contacto con los demás a intercambios erráticos y pixelados, los libros de papel han alcanzado sus nuevos quince minutos de fama gracias a los enlaces digitales, que los han revelado como los personajes secundarios predilectos, comparsas ubicuas y quién sabe qué tan casuales de la imagen que queremos transmitir de nuestro entorno.

Aunque sería de lo más excéntrico elegir como sede de las juntas virtuales el cuarto de las escobas o la regadera, y parezca de lo más natural aposentarse en el estudio, la biblioteca o la esquinita de la computadora, sorprende el énfasis que muchos han puesto en hacer gala de sus colecciones empastadas en piel y de sus gustos literarios rebuscados, hasta el extremo de elegir el ángulo más propicio no tanto para su rostro, sino para la fotogenia del librero, lo que a menudo ha creado la impresión de que conversamos con una frente o una oreja parlante.

EL FENÓMENO de la intimidad al desnudo ha dado pie a nuevas oportunidades de negocio. Dado que armar una biblioteca personal requiere de perseverancia, de ese mínimo aliciente que active la búsqueda de ejemplares y los congregue en un mismo espacio, se han puesto a la venta tapices y mamparas librescas que suplan esos bienes tan escasos que son el tiempo y el gusto: bibliotecas sin grosor y sin peso que tienen el efecto de convertir, al menos durante los cuarenta minutos de la transmisión, una pared descascarada o una torre pantagruélica de platos sucios en el súbito gabinete de un erudito.

La oferta pudo ser al principio pura guasa pero no tardó en ser producida en serio (y en serie), quizá porque responde a una necesidad genuina: a esa sed o comezón espiritual de rodearse de libros y de proyectar sabiduría a través de sus simulacros y representaciones. Aunque la astucia de disponer volúmenes como decorado se remonta por lo menos a la Roma imperial, donde se sabe de la acumulación de rollos para impresionar a las visitas (Petronio, Séneca y Luciano hacen guiños sobre esta práctica), la solución de la biblioteca-fachada tiene algo de desesperado y equívoco (de grito por llamar la atención y, en el proceso, ser desenmascarados en la inmensidad del vacío). Es un no sé qué tragicómico que, antes que al arribista del banquete de Trimalción, recuerda más bien a Ponchito, el personaje de Andrés Bustamente propenso a la impostura y a la rimbombancia, y presagia accidentes chuscos en los que se revela, en el momento menos oportuno, la verdad de un muro pelón o la debilidad por los calendarios de taller mecánico.

Confieso que, prevenido por el escarnio que se ha hecho de esas bibliotecas de cartón y esos libreros que parecen estampados en mantas, en vez de prestar la debida atención a las intervenciones, he pasado más de una junta virtual completamente hipnotizado por los libreros que se despliegan de fondo, no tanto adivinando sus títulos lejanos o desentrañando su orden, sino presintiendo —quizá ya atestiguando— sus ligeras ondulaciones y los signos de su colapso. Pues a pesar de que tal vez no sean una simple tela impresa y tengan, en efecto, espesor; a pesar de que sus volúmenes se puedan abrir y sus lomos se dejen acariciar, en el contexto de la construcción que hacemos de nosotros mismos para la cámara, desplegados como continuación o complemento de nuestra imagen virtual, esos libros y estantes cumplen igualmente una función de decorado y contagian un efecto perdurable de mampostería.

Todos esos libros y repisas combadas hablan de un mundo todavía material y palpable, y de alguna manera transmiten una sensación de anclaje

DESDE QUE LAS PLATAFORMAS para videoconferencias no dan cabida más que a un par de filtros de ajustes meramente cosméticos, cualquier esfuerzo por distinguirse en la cuadrícula de enlaces a distancia, todo amago de originalidad en sus plantillas compartimentadas, recae plenamente en el usuario, quien debe asumir la transformación de su casa en un set potencial de televisión. Una taza, por ejemplo, deja de ser una simple taza y se convierte en parte del atrezo para las reuniones; cualquiera que haya asistido a una junta virtual en chanclas y bermudas, pero al mismo tiempo con saco y corbata, sabe del viraje teatral que ha dado buena parte de nuestra ropa para convertirse en lo que quizá siempre ha sido: el vestuario de un personaje.

La videoconferencia implica un atisbo a la intimidad, una mirada a lo doméstico que incita al fisgoneo pero que desde luego también puede ser controlada. En la rejilla virtual en que cada departamento queda al descubierto a la manera de La vida instrucciones de uso de Georges Perec, en esas celdas atomizadas que hacen las veces de mirilla o de ventana, pero también de marco —en el sentido pictórico—, caben lo cotidiano y la impostura, lo espontáneo y lo planeado, la naturalidad y la afectación, de allí que la biblioteca al fondo no pueda ser un mero azar del ángulo de la cámara. Si hay escritores que desordenan su mesa de trabajo para recibir invitados, ¿qué no harán para preparar el escenario de una lectura por Zoom?

AUNQUE TODOS ESOS LIBROS y repisas combadas hablan de un mundo todavía material y palpable, y de alguna manera transmiten una sensación de anclaje o asidero a esa vieja realidad polvorienta que perdura más allá de las pantallas, el efecto de su presencia acaso anacrónica ha sido el de la ostentación y el avasallamiento, una forma de introducir cierta jerarquía intelectual —un aire taimado de expertise— en esa cuadrícula que se diría propende a la horizontalidad y en la que todos tenemos nuestro recuadro, es decir, nuestro lugar de enunciación. Exactamente como pretendían los potentados romanos que acumulaban papiros y pergaminos, esos libreros majestuosos de piso a techo que protegen las espaldas de los participantes parecieran inmiscuirse en sus intervenciones, sancionar con su proliferación y exquisitez la importancia de sus comentarios.

Tampoco es tan difícil girar un poco la cámara a fin de que apunte a una planta, a una máscara antigua, a un rinconcito acogedor de nuestra casa. Si uno ama locamente los libros y quiere a toda costa que formen parte de la imagen que proyecta al mundo, puede elegir como fondo una fotografía de alguna biblioteca pública o bien una postal de los libreros siempre reveladores de su autor favorito. Yo voy a probar con la biblioteca personal del escritor argentino Alberto Laiseca: como si quisiera atenuar su presencia, tomar distancia de todos esos libros que de cierta forma lo marcaban y relegarlos a un papel se diría fantasmal, los había forrado escrupulosamente de blanco.