Cigarrillos con António Lobo Antunes

Cigarrillos con António Lobo Antunes
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  • alejandro_garcia_abreu

En Conocimiento del infierno, el escritor portugués nacido en Lisboa en 1942 escribe:

Me instalaría en la terraza del pequeño café desierto, a fumar en silencio, con la idea de una cerveza al alcance de los dedos y la cabeza llena de antiguos recuerdos alegres y tristes, mientras los últimos pájaros de la noche rozan el vértice negro de los árboles rumbo al pinar, en que las tinieblas, asustadas, se concentran.

Lobo Antunes impregna su universo literario del aroma a tabaco y de recuerdos. En Fado alejandrino, un sargento entrado en años fuma y asoma aburrido a la puerta; en Yo he de amar una piedra se expresan ciertas reminiscencias: “inviernos, enfados, recuerdos, Cândida, que me perdonaba todo y me dejaba fumar”; Buenas tardes a las cosas de aquí abajo —título de origen vilamatiano— evoca “la sillita de lona a la que mi abuelo iba a fumar”; Auto de los condenados, las “innúmeras colillas de cigarrillo y nuestras cabezas juntas en el respaldo de la cama”; y En el culo del mundo se lee: “aún hoy, ¿sabe?, salgo del cine encendiendo el cigarrillo a la manera de Humphrey Bogart”.

Comisión de las lágrimas incluye una imagen espectral en que “los difuntos seguían fumando”; en Las naves se deja “en testamento a los marineros un óleo de Vieira da Silva y las obras completas de Pierre Loti” y se ponen “a fumar puros”; en No es medianoche quien quiere aparecen “películas mexicanas con el sonido que fallaba, el hombre de la máquina venía a fumar a la calle con la boquilla entre los dientes”; en Sobre los ríos que van, entre imágenes de enfermedad y muerte, se distinguen “una cerilla, un cigarro y un vacío ardiendo”; en Libro de crónicas señala: “Soy un hombre que piensa en otra cosa, que intenta abrir la cerradura de la puerta con el cigarrillo y que fuma un manojo de llaves por día: si enfermo de cáncer de pulmón será un fontanero quien me opere”; Acerca de los pájaros expone una ansiedad: “Estoy fumando demasiado, enciendo el tercer cigarrillo del viaje”; en Exhortación a los cocodrilos, “el cigarrillo de la viuda se desplazaba del cenicero a la boca”; y en Manual de inquisidores alguien fuma cigarrillos “como alma en pena”.

Encuentro a António Lobo Antunes durante la FIL Guadalajara 2018 fumando un cigarrillo tras otro, en un espacio pequeño, a las afueras del hotel donde se hospeda. Yo también fumo compulsivamente. Me acerco al escritor y comienza una afable conversación sobre humo y tabaco. Fumamos, cada uno, cinco cigarrillos en menos de una hora, como si fuera un rito.

Buenas tardes. ¿Puedo sentarme? (Se trata de una banca de madera, para dos personas, en la minúscula área para fumadores. Al verme con un cigarrillo sostenido en los labios, el escritor me indica el lugar a su lado).

Adelante. Nos dejan pocos espacios a los fumadores.

Los fumadores estamos condenados al ostracismo.

Por supuesto. Fumar significa estar condenado al destierro por una bocanada de humo. Por eso, cuando viajo, me gustan los lugares abiertos. ¿Usted a qué se dedica?

Soy ensayista, editor, periodista y lector de su obra. Recuerdo que en Fado alejandrino incluyó letreros que indican “se prohíbe fumar”.

Sí. Están en ese libro. No era permitido fumar abiertamente. Se debía solicitar la autorización para fumar, a modo de disciplina.

A lo largo de su obra se fuma sin descanso.

Es correcto. En El culo del mundo me refiero a un “cigarrillo eterno” y en No es medianoche quien quiere evoco un “cigarrillo interminable”. (Sonríe).

En el libro Entrevistas com António Lobo Antunes, 1979-2007. Confissões do Trapeiro, editado por Ana Paula Arnaut, usted reconoce y confiesa: “Cuando se está escribiendo no se deja de fumar”. ¿Cómo vincula la escritura con el acto de fumar?

Son indisociables. También digo que es terrible, es un amanecer horroroso al día siguiente. Fumo aunque he padecido tres tipos de cáncer: en los intestinos, en el pulmón derecho y después en el pulmón izquierdo. Tuve tres y sobreviví. Corrí con mucha suerte. Las enfermedades están curadas. Según los oncólogos, va a haber cada vez más cáncer en el mundo. Pero los resultados médicos son cada vez mejores. No me asustan las consecuencias. Comencé a fumar a los 11 o 12 años con cigarrillos que robaba a mi madre. Me da placer. Si fumo cuando escribo la ansiedad disminuye. Escucho el eco de mi tos. Me acuerdo de una frase de Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, excepto la tentación”.

"Mi madre fumaba Chesterfield. Los encendía después de la comida. Mi padre golpeaba su pipa en un cenicero de plata”.

¿Qué piensa de la muerte voluntaria?

Trabajé mucho con suicidas en el hospital. El suicidio es siempre el del otro, para entrar en la eternidad. Mi bisabuelo, que se quitó la vida, mató al cáncer que tenía. Así lo pensaba él.

En Memoria de elefante, después de que el psiquiatra enciende un cigarrillo, se lee: “el humo entró en sus pulmones con la avidez del aire por un globo vacío e inundó su cuerpo con una especie de entusiasmo sereno”.

Esa evocación certera se relaciona con la visión de nubes azules de humo de cigarrillo. Mi madre fumaba Chesterfield. Los encendía después de la comida. Mi padre golpeaba su pipa en un cenicero de plata. Un sentimiento de serenidad se apoderaba de mí. Era muy reconfortante.

Manual de inquisidores contiene la imagen del padre que, sumido tras el periódico, “con el sombrero navegando sobre las noticias en medio de un aura de humo, me desterraba a la muerte”.

El humo de cigarrillos, puros y pipas, que implica siempre la futilidad, habita mis libros. También escribí que el tiempo es peor que la muerte porque a veces parece que el tiempo se detiene y la muerte siempre existirá de nuevo. Y es imposible correr más rápido que la muerte.

En Yo he de amar una piedra plasma un anhelo: “correr más deprisa que la muerte no dejándola que me coja, la muerte distanciándose sin aliento, se golpeará en una piedra, caerá”. Y en La muerte de Carlos Gardel aparece Sesimbra, donde “desaparecían la fortaleza, las traineras, la playa, el castillo, los bosques de pino en el camino de Lisboa, volutas de humo pasaban junto al malecón disolviendo el pueblo”.

Siempre hay muerte, desaparición y salas inundadas de humo de cigarrillos. Evoco el silencio de la muerte, los corredores a oscuras de la muerte, el horror y el miedo del sufrimiento, de la amargura, de la disolución y la desolación. Evoco volutas lentas y otras veloces, cigarrillos y puros que no se consumen del todo o que se acaban súbitamente. Nubes crasas de humo, humo que desaparece como desaparecen y desaparecerán siempre las voces. Hasta se ven, en Fado alejandrino, los barcos tosiendo su humo en dirección a la desembocadura.