La cripta del espejo: el inicio

La cripta del espejo
La cripta del espejo
Por:

Detrás de él se cierra la puerta presidencial.

Aprieta el portafolios. A través del cuero de borrego tierno, las cartas credenciales le queman las manos.

Al pasar frente al ventanal ve pájaros volando hacia la libertad. ¿Por qué no puede él volar así? Imposible quejarse. ¿Y ante quién podría permitírselo? Ni siquiera ante sí mismo. Cuántas veces le habría gustado soltar un ¡carajo!, pero se resiste a acudir a la explosión en cualquiera de sus formas y las palabrotas le parecen la puerta de escape más al alcance de los débiles. Federico, si no “el grande”, “el no tan pequeño”, no considera la debilidad como uno de sus atributos. El presidente fue amable, hasta cariñoso con él. En ningún momento lo hizo sentirse incómodo por la situación. Sin embargo, se sabe el chivo expiatorio. Piensa carajo pero no sale ni un gruñido de su garganta. No condena al presidente, supone que no tuvo otra alternativa. Vuelve a recrudecerse la sensación de navegar hacia el destierro. La misma que tuvo cuando él le notificó que sería nombrado embajador. Por la ventana atisba la plaza.

Plaza hormiguero. Plaza que cambia de ropaje sexenalmente, como amante disimulada de monarcas sucesivos. La plaza de la enajenación, de las manifestaciones multitudinarias en pro o en contra, manipuladas o no, pero siempre arropadas en pancartas alienantes. ¿Cuándo volverá a verla desde ese balcón? No es la primera vez que sale del país en misión diplomática, pero nunca como ahora tiene la certidumbre de ir al exilio.

Tras la puerta queda el mundo de las reuniones de gabinete, las juntas de resonancia nacional, los acuerdos con el señor presidente, que ha sido su mundo hasta hace un mes. Apenas escucha la voz del secretario particular deseándole buen viaje, feliz estancia tras la cortina y recomendándole las vajillas de porcelana de Bohemia que hacen en Karlovy Vary.

El presidente fue amable, hasta cariñoso con él... Sin embargo, se sabe el chivo expiatorio. piensa carajo

Después de subir al automóvil echa una última ojeada al patio de palacio. Los guaruras en apretado círculo bisbisean. ¿De qué hablarán cuando están solos? ¿De su mujer? ¿De sus hijos? ¿De sus amantes? Amantes... ¿Qué tiempo tienen los infelices, si todo el día...? Recarga la cabeza en el respaldo. La luz recortada en la puerta que les da salida al Zócalo, lo deslumbra. Cierra los ojos. Su vida se ha desarrollado por etapas, las ve, cada una enmarcada en un paréntesis. Las ha habido de todos quilates: de ilusión, de terror, de fracaso, de disgusto,

de amor, de decepción, de insatisfacción, de concesión, de escrúpulos, de claustrofobia, de rebeldía, pero los periodos angustiosos han sido los que quedan comprendidos entre el cierre de un paréntesis y la apertura del siguiente. Cuando se abre uno nuevo ya puede colegirse la materia que lo formará, no así el lapso incierto entre el cierre y la apertura, al que llama el vacío de la duda, la cárcel de la nada.   

Fuente > Marcela del Río, La cripta del espejo, introducción de Lola Horner, Libros UNAM, Serie Vindictas, México, 2019.