El joven James Joyce la prosa y el verso

El joven James Joyce la prosa y el verso
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Por Ezra Pound

Traducción y notas Rafael Vargas

A pesar de la guerra, a pesar de la escasez de papel y a pesar de esos viejos editores exitosos cuyo dios es su panza y cuyo padrino fue el difunto F. T.

Palgrave,2 hay una nueva edición de Retrato del artista adolescente,3 de James Joyce. Es muy gratificante que este libro haya “alcanzado su cuarto millar”, y el hecho es significativo porque marca el comienzo de una nueva etapa en la actividad editorial de Inglaterra, una etapa comparable a la que hace algunos años inició el Mercure,4 en Francia.

Puesto que las viejas casas editoras, incluso aquellas, o sobre todo aquellas que alguna vez tuvieron una tradición literaria, o por lo menos pretensiones literarias, han dejado de preocuparse por la literatura, los amantes de la buena escritura han dicho “basta” y han reunido lo suficiente para meter unos cuantos buenos libros a la imprenta, y hasta para ponerlos en circulación. La actual producción es pequeña en cantidad: unos cuantos cuadernillos de traducciones, el Prufrock, de Eliot, Retrato, de Joyce y Tarr, de Wyndham Lewis, pero sé de buena fuente que por lo menos otra revista empezará a publicar libros de sus colaboradores después de la guerra, así que habrá penalizaciones contra el viejo contingente de panzones y la generación de acartonados.

El Retrato de Joyce es literatura; para un puñado de personas casi se ha convertido en la biblia de la prosa, y creo haber encontrado por lo menos a trescientos admiradores del libro, un número de personas que, “gusten” o no del libro, ciertamente forman un grupo convencido de sus méritos.

He leído una nota del señor Wells en la que opina que Joyce tiene una obsesión por descender a las cloacas en lo que escribe, pero también dice que Joyce escribe literatura y que su libro debe figurar al lado de los de Sterne o de Swift.

Wells no es quien para parlotear de obsesiones, pero digamos en su honor que ha tenido un amable arranque de admiración por un escritor más joven y semidesconocido.

De Inglaterra y de Estados Unidos ha llegado una cantidad de elogios para esta novela mucho más amable que para cualquier otra que yo pueda recordar. También han llegado escupitajos impotentes y reproches surgidos de regiones lejanas y del asistente de oficina del señor Dent5 y, como una suerte de compensación, interesantes comentarios en griego moderno, francés e italiano.

Los poemas de Joyce han sido reimpresos por Elkin Mathews, sus cuentos cortos han sido reeditados, y ha empezado a publicarse una segunda novela suya en The Little Review.6

A pesar de que el libro nos resulta muy familiar, es agradable tomar un ejemplar del Retrato en su nuevo formato reducido, y entrar en muchas nuevas especulaciones, quizás más que en la lectura inicial. No es tanto que uno pueda abrir el libro en una página olvidada como que uno puede recomenzar la lectura del libro en cualquier página en que se le abra, y encontrar párrafos como:

“Stephen pasó fríamente la mirada sobre el cráneo oblongo cubierto de una maraña de cabellos de un desvaído color de bramante”.7 O bien: “Había sentadas en el borde de la acera delante de sus cestas unas muchachas desharrapadas.” O bien:

Apuró hasta el fondo la tercera taza de té aguado y se dedicó a roer las cortezas de pan frito que yacían diseminadas alrededor, mientras contemplaba fijamente el negro hoyo del tarro. El unto amarillento había sido excavado en él formando como un hoyo en tierra pantanosa; la contemplación de aquella sima le trajo a la memoria el recuerdo del agua terrosa y obscura que había en el baño de Clongowes. Una caja, recientemente revuelta, de papeletas de empeño, yacía junto a su brazo; fue cogiendo mecánicamente con sus dedos manchados de grasa aquellos papelitos, blancos y azules, llenos de dobleces y de arena, mal garrapateados con la firma de un prestamista: Daly o Mac Evoy. 1 par borceguíes... Etc.

No quiero dar a entender que una novela sea necesariamente una mala novela porque una persona la toma y no se ve impelido a leerla, sino indicar el curioso y seductor interés que suscitan las oraciones precisas y definidas.

Tampoco debe suponerse, y en esto soy enfático, que la literatura de Joyce es meramente una descripción de lo sórdido. Lo sórdido está presente en ella de una manera deliberada como lo está en De Goncourt, pero el poder de Joyce está en su capacidad de abarcar las más diversas cuestiones. La amplitud de su visión va desde las cortezas de pan frito y las semillas de higo incrustadas entre los dientes de Cranley, hasta el análisis informal de Aquino:

—¿Quién sabe? —dijo Stephen sonriendo—. Tal vez Santo Tomás me podría entender mejor que tú. Era poeta también. Escribió un himno para el Jueves Santo. Comienza con las palabras Pange lingua gloriosi. Afirman que es la joya más preciosa de todo el himnario. Es un himno intrincado y confortante.

Me gusta. Pero no hay himno que pueda ponerse al lado del Vexilla Regis, el canto procesional, triste y majestuoso de Venancio Fortunato. Lynch se puso a cantar, suavemente, solemnemente, con una voz de bajo profundo:

Impleta sunt quae concinit

David fideli carmine

Dicendo a nationibus

Regnavit a ligno Deus.

—¡Eso sí que es hermoso! —dijo, satisfecho—. ¡Estupenda música! Se metieron por Lower Mount Street. A pocos pasos de la esquina se encontraron con un mozo gordiflón que llevaba una bufanda de seda...

En casi cada página de Joyce uno encontrará esta rápida alternancia de la belleza subjetiva y la miseria exterior, la mugre y la sordidez. Son el bajo y el agudo de su método de composición. Y su capacidad de abarcar excede la de novelistas que son sus contemporáneos hasta el extremo de que extensiones enteras de teclado a las que Joyce accede quedan fuera del alcance de ellos.

La conclusión, o corolario moral de todo esto, es que los grandes escritores de cualquier periodo deben ser también mentes notables de ese periodo; deben conocer los extremos de su época; no deben representar un status social; no pueden ser el “Tendero” o el “Diletante”, con egregia letra mayúscula, ni el catedrático ni el usuario de Jaeger o el herbívoro profesional.

En las trescientas páginas de Retrato del artista adolescente no hay ninguna omisión; nada es tan bello en la vida que Joyce no pueda tocarlo sin profanarlo —sobre todo, sin profanar la sentimentalidad y la sensiblería— y tampoco hay nada tan sórdido que no pueda tratarlo con su metálica exactitud.

Creo que pocas personas pueden leer a Shaw, Wells, Bennett, o incluso a Conrad (quien se encuentra en una categoría aparte), sin sentir que hay valores y tonalidades a las que estos autores son totalmente insensibles. No quiero decir que sea imposible la existencia de un arte excelente dentro de limitaciones precisas, pero el artista no puede darse el lujo de ignorar sus limitaciones; no puede darse el lujo de ignorarlas o de parecer que las ignora.

Debe elegir sus limitaciones. Si pinta una caja de rapé o una escenografía no debe ignorar ese hecho ni creer que está pintando un paisaje al óleo de sesenta por noventa centímetros.

Creo que lo que más me cansa de los autores que ahora se hallan en su madurez, es que siempre parecen dar por sentado que nos están entregando la totalidad de la vida moderna, todo el panorama social, todos los instrumentos de la orquesta. Joyce pertenece a otro grupo sanguíneo.

Su libro anterior, Dublineses, contenía varios cuentos bien construidos, y algunos esbozos más bien carentes de forma. Era una promesa evidente de lo que habría de venir. No hay mucho que pueda decirse en su alabanza que no pueda repetirse con mayor fuerza respecto de Retrato. Me doy cuenta de que quien lee uno de esos dos libros inmediatamente buscará el otro.

La calidad y distinción de los poemas de la primera mitad del libro de Joyce, Música de cámara (nueva edición, publicada por Elkin Mathews, 4A, Cork Street, W. 1., a 1s. 3d.), se debe en parte a la estricta preparación musical de su autor. Aquí tenemos la lírica en una de sus mejores tradiciones, y uno perdona ciertas inversiones triviales, hechas contra el gusto del momento, por el gusto de lograr un pulido marfileño, y por el interés en los ritmos, en el entrecruzamiento del compás y la palabra, como el del viento que corta las ondas que se dibujan en la superficie brillante de un estanque.

El fraseo es isabelino, y la métrica por momentos sugiere a Herrick, pero en ningún caso he podido encontrar un poema que no pertenezca a Joyce de una manera o de otra, aunque parecería tratar, de manera muy marcada, de alejarse de la originalidad, como en:

¿Quién va entre la espesura del

[bosque

con la primavera adornándola toda?

¿Quién va entre el alegre bosque

[verde

para hacerlo aún más alegre?

¿Quién pasa a la luz del sol

por senderos que reconocen la sutil

[huella?

¿Quién pasa por la dulce luz del sol

con aire virginal?

Todos los caminos del bosque

brillan con un fuego dorado y suave:

¿Por quién porta el soleado bosque

tan bello atuendo?

Ah, es por mi bella amada

que los bosques lucen sus mejores

[galas;

ah, es en nombre de mi amada,

que luce tan joven y tan bella.8

Aquí, como en casi todos los poemas, el motivo es tan leve que el poema apenas existe cuando uno lo imagina con música; y su maestría es tan delicada que apenas uno de cada veinte lectores

notará su finura. Si reviviera, Henry Lawes podría componerle una música apropiada, pues la cadencia de esta poesía es digna de su arte:

ah, es en nombre de mi amada,

que luce tan joven y tan bella.

La tarea del músico ya casi está hecha; no obstante, qué pocos compositores de canciones serían capaces de terminarla y de darle un acompañamiento adecuado.

El tono del libro se profundiza desde el poema que comienza:

Oh, amada, escucha

la historia de tu amante;

un hombre ha de sufrir

cuando le engañen sus amigos.

Pues entonces sabrá

que los amigos mienten

y en puñado de cenizas

se vuelven sus palabras.9

La colección de poemas llega a su final y clímax con dos poemas profundamente emotivos; bastante diferentes —en cuanto a tono y calidad rítmica— de los de la primera parte del libro:

Todo el día escucho el ruido de las

[aguas sollozando,

triste como el pájaro de mar cuando

[al partir solitario

escucha el grito de los vientos a las

[aguas, desolado.

Los grises vientos, los fríos vientos

[soplan adonde vaya.

Escucho el ruido de muchas aguas,

[lejos, abajo.

Todo el día, toda la noche las oigo

[deslizarse aquí y allá.10

La tercera y la quinta líneas no deben leerse haciendo un alto al final. Creo que difícilmente alguien dejará de advertir la fuerza con que fluyen las palabras. Al oído fantasmal de este poema se suma, en el siguiente, una visión fantasmal, y una robustezza en la expresión:

Escucho un ejército cargar sobre la

[Tierra.

Y el trueno de los caballos

[precipitarse, con espumas

sobre las rodillas.

Arrogantes, con armaduras negras,

[de pie detrás de ellos,

desdeñando las riendas

con ondulantes látigos, los aurigas

[permanecen.

Gritan en medio de la noche sus

[nombres de batalla:

yo sollozo durmiendo cuando oigo,

[lejos,

sus arrolladoras risas.

Ellos parten las tristezas de los

[sueños con llama cegadora,

golpeando, golpeando sobre el

[corazón como sobre una

[bigornia.

Arriban sacudiendo en triunfo sus

[largos cabellos verdes:

salen del mar y corren gritando por

[la playa.

Corazón mío, ¿has perdido la

[sabiduría para desesperarte de

[este modo?

Amor mío, amor mío, amor mío,

[¿por qué me abandonaste?

En el sonido de ambos poemas tenemos una fuerza y una fibra que casi prohíben pensar en ponerles música, o cualquier tipo de música que no sea la que poseen cuando son dichos en voz alta; pero no tardamos en advertir que su técnica es similar a la de los primeros poemas, en la medida en que la belleza de su movimiento es producida por una interrupción muy diestra —o quizás haya que decir: profundamente intuitiva— de la regularidad mecánica de la métrica. Es la irregularidad que siempre aparece en los mejores periodos.

El libro es un excelente antídoto para aquellos que encuentran “desagradable” la prosa de Joyce y que de inmediato concluyen (como Wells, por ejemplo) que Joyce tiene una “obsesión por descender a las cloacas”. Aún me falta encontrar, en las obras publicadas por Joyce, una frase violenta o maloliente que no se justifique, no sólo por su veracidad, por su manera de resaltar algún efecto contrario, por la intensidad que imprime a una emoción o un frustrado deseo de belleza.

El rechazo a lo sórdido es sólo otra manera de expresar sensibilidad hacia las cosas más bellas. No hay percepción de la belleza sin el rechazo correspondiente. Si el precio por artistas como James Joyce es muy elevado, es el artista mismo quien lo paga. Y si el Armagedón nos ha enseñado algo, debió enseñarnos a abominar de las verdades a medias, y de los propagadores de medias verdades en la literatura.

Notas

-* 1 Bajo el título de “Joyce”, Ezra Pound publicó este artículo en la revista The Future en mayo de 1918, a raíz de la tercera edición (segunda en Estados Unidos) del libro Retrato del artista adolescente.

2 Poeta, crítico y editor, Sir Francis Turner Palgrave (1824-1897) es recordado principalmente por la antología The Golden Treasury of English Songs and Lyrics (1861) que tuvo una fuerte influencia entre los lectores de lengua inglesa por más de treinta años (Palgrave corrigió y aumentó su antología en sucesivas ediciones, todas bien acogidas por el público). En 1916 Pound propuso una antología de poesía universal en diez volúmenes que propuso a Macmillan Company, la misma casa editora de The Golden Treasury. En el proyecto enviado a Macmillan Pound se permitió apuntar: “Es hora de contar con algo que sustituya el libro de Palgrave, ese viejo estúpido.” Macmillan, que había hecho estupendas ventas de la antología de Palgrave, rechazó el proyecto de Pound. 3 A Portrait of the Artist as a Young Man, Egoist, Ltd., 4 chelines y 6 peniques [nota del autor]. 4 Le Mercure de France era una exitosa revista bimestral a finales del siglo XIX que comenzó a publicar libros hacia 1905. Bajo su sello aparecieron las primeras traducciones al francés de Nietzsche y los primeros libros de Guillaume Apollinaire, André Gide, Colette y Paul Claudel. 5 Joseph Malaby Dent (1849-1926) fue un editor británico que creó la célebre colección Everyman’s Library. 6 The Little Review fue una revista literaria estadunidense, fundada en 1914 por Margaret Anderson. Con la ayuda de Jane Heap y Ezra Pound, Anderson creó una revista que publicó a una gran variedad de modernistas de ambas orillas del Atlántico —norteamericanos, británicos, irlandeses y franceses. Además de publicar una gran variedad de literatura internacional, The Little Review dio a conocer los primeros ejemplos de arte dadaísta y surrealista. La publicación más conocida de esta revista fue la serialización del Ulises, la novela a la que Pound alude aquí. 7 Ésta, y todas las siguientes citas en prosa, proceden de la excelente versión en español de Retrato del artista adolescente publicada por Dámaso Alonso en 1926. 8 Versión de Hernán Lara Zavala, en la revista Casa del Tiempo, núm. 89, uam, junio de 2006. 9 Versión de Lilia Barbachano, incluida en Poesía completa de James Joyce, Premiá, México, 1981. 10 Este fragmento, y el que se cita enseguida, pertenecen a Música de cámara, en las versiones realizadas por Pablo Neruda en 1933 para la revista argentina Poesía.